– ¿Por qué no? Tal vez pueda ayudarnos a esclarecer su origen. ¿Sabe qué representa?
– Un pequeño monstruo. Un duendecillo de piernas retorcidas que le obligan a caminar con convulsiones y aullidos. Hartmann lo diseñó con la forma de un cascanueces, pero nunca se llegó a fabricar. El croquis se creía perdido.
– ¿Qué me dice del viejo castillo?
Las manos de Leonardo Mercié se entrechocaron en un tímido aplauso.
– ¿Il Vecchio Castello?¿Es que también ha sido hallado?
– En la pinacoteca de Esmirna figura ese grabado.
– Se tratará de una falsificación, sin duda.
– La colección de Esmirna está pendiente de peritación -inventó Martina-. ¿Qué representaba, en cualquier caso?
– Una fortaleza medieval, probablemente situada en alguno de los viejos reinos italianos, frente a cuya muralla, en una alegoría de la poesía y de la música, cantaba un trovador.
– ¿Y las Tullerías?
– ¿Tuileries? ¡Ah, sí, otra de las acuarelas! Una alameda, un jardín, con algarabía de niños que juegan y riñen… Me está haciendo muy feliz, subinspectora.
– ¿Por qué?
– Adoro este tipo de conversaciones. Nada puede interesarme en mayor medida que la génesis de una composición clásica. En el caso de Cuadros para una exposición, aun siendo música de programa, romántica y pantomímica, los elementos de inspiración me parecen fascinadores. En cuanto el señor Horacio Muñoz abandonó esta casa repasé algunos de los tratados que renuncié a prestarle, por su dificultad, y volví a enamorarme del proceso de composición respetado por Mussorgsky. ¡Una partitura notable, los Cuadros! -afirmó el profesor, con tanto énfasis como si estuviera pronunciando una lección magistral-. No es de mis favoritas, pero admiro sus méritos. Soy de los que piensan que Mussorgsky fue dueño de un gran talento. Pero estaba endemoniado por el genio, y buena parte de ese puro manantial se corrompió por su desordenada existencia. De hecho, sólo alcanzó a vivir cuarenta años, y muchos de ellos los malempleó en sus recaídas y curas. Un epiléptico nunca debe probar el alcohol, pero él bebía como un cosaco.
– ¿Mussorgsky era epiléptico?
– La enfermedad se le diagnosticó en su juventud, y ya no le abandonaría. Su dipsomanía no le ayudaría a curar su mal. Él mismo, con sus excesos, lo alentaba. Era un joven de una belleza arrebatadora, un verdadero Adonis, pero el último retrato que le hiciera Ilya Repin, poco antes de su muerte, representa a un hombre abatido por el vicio.
– ¿Qué más puede contarme de los Cuadros?
El entusiasmo de Mercié parecía crecer a cada nueva pregunta. Recopiló sus conocimientos y los resumió con criterio:
– En el fondo, no fueron sino una exaltación de sus tendencias folclóricas. Suelo denostar la música figurativa, porque me parece que no aporta nada, pero admitiré que Mussorgsky no se limitaba a colorear las imágenes. Había algo más en él. Una fuerza telúrica, revelada. Es posible que, como sostienen sus hagiógrafos, llegase a captar el alma de su pueblo, esepathos trágico y un poco grotesco de los eslavos. Si no le mintió a Stasov en sus cartas, compuso los Cuadros en tan sólo diez días, lo que puede considerarse una verdadera hazaña.
– ¿Se conservan esas cartas?
– Algunas de ellas, repartidas por museos y colecciones particulares.
– ¿Nunca le ha interesado reunirías?
Un pensamiento de otra índole aparentó distorsionar la confianza de Mercié. Su sonrisa fue igualmente cortés, pero un poco más distante.
– Como coleccionista, Mussorgsky no entra en mis planes.
– ¿Qué clase de objetos colecciona usted?
– Un poco de todo. Instrumentos antiguos, en particular. Poseo piezas muy curiosas. Si quiere, puedo mostrárselas cualquier día de éstos, cuando hayan capturado al asesino de ese anticuario y disponga usted de un poco más de tiempo para disfrutar de las cosas hermosas, del arte, de la música.
– Será un placer -adelantó Martina, sin el menor calor-. ¿Qué clase de vínculo unía a Mussorgsky con Viktor Hartmann?
Esa cuestión transformó la actitud del profesor. Sus penetrantes ojos estudiaron a la subinspectora como si quisieran adivinar sus pensamientos.
– El castellano, como usted no ignora, es rico en refranes. Hay uno muy de mi gusto: dar palos de ciego.
– ¿Es ésa la impresión que le causo?
– Más o menos. ¿Qué está buscando, exactamente?
– Un vínculo.
– ¿Qué clase de nexo?
– El que unía a Mussorgsky y a Hartmann.
El profesor se contempló los nudillos. En su índice derecho brillaba un anillo de oro con un rubí engarzado. Fue como si la luz de la piedra preciosa ruborizase sus imberbes mejillas.
– El mismo vínculo que le relacionaba con Balakirev, con el poeta Golesnichev-Kutusov o con Rimsky-Korsakov. Modest Mussorgsky estuvo enamorado de todos ellos, y todos le abandonaron.
– Enamorado, ¿en qué sentido?
– Idealmente -matizó Mercié.
– ¿Nunca se relacionó con una mujer?
– Desde luego. Con la Ochinina, una mecenas de la época, y con la hermana de Glinka, su padre espiritual en el movimiento nacionalista, pero era un homosexual latente, torturado por su destino erótico, que siempre arrastró, sin atreverse a dignificarlo. -Los delgados labios de Mercié dibujaron una mueca amarga, como si condenaran esa actitud-. Eran otros tiempos, por supuesto -agregó, con magnanimidad.
– ¿Él y Hartmann, entonces…?
– No lo sé, ni creo que nadie lo sepa. ¿Qué importancia podría eso tener, por otra parte? ¿Fueron transcendentes para la obra de Mussorgsky su onanismo, su masoquismo, su incapacidad para mantener relaciones sexuales, su homosexualidad encubierta, los hábitos o taras que algunos biógrafos le adjudican? Todos los hombres con los que estudió y trabajó, con los que compartió su vida, acabaron aborreciéndole. Balakirev lo consideraba un imbécil. Golesnichev se casó para huir de él. Rimsky, igual. La muerte de Hartmann hizo sufrir a Mussorgsky tanto o más que la pérdida de otro amor. El pintor falleció de manera súbita, de una dolencia de corazón, o de un aneurisma, y el músico ni siquiera pudo despedirse de él. Desconsolado, Mussorgsky escribió un obituario que saldría publicado en un modesto periódico de San Petersburgo tres días después de la muerte de Hartmann.
En el cerebro de la subinspectora se hizo una luz.
– ¿Exactamente tres días después? ¿Como una especie de nota necrológica?
– Sí, pero aún tendrían que pasar varios meses para que Stasov y algunos de los colegas arquitectos de Hartmann organizasen en San Petersburgo una muestra pictórica consagrada a su recuerdo póstumo. Mussorgsky asistió a la inauguración con parte del Grupo de los Cinco, Cesar Cui, Borodin, el propio Rimsky-Korsakov. Paseó entre los marcos, seguramente medio borracho, como un marino en la cubierta de un barco a punto de naufragar, y yo juraría que en ese momento escuchó las primeras notas del Promenade. Contemplaría, con lágrimas en los ojos, los dibujos y acuarelas de su amigo muerto. Decidió hacerle su particular homenaje, revivirlo, inmortalizarlo, y concibió los Cuadros.
– Que componen una serie.
– No en su concepto. Mussorgsky los adaptó a una sucesión seriada de motivos iconográficos, pero en ningún momento salieron del lápiz o de los pinceles de Hartmann bajo esa condición orgánica. La exposición póstuma de San Petersburgo ya no podía resultar más aleatoria. El propio Hartmann, escindido, en su sensibilidad, entre la tentación occidental y el rescate de las tradiciones rusas, de sus primitivas leyendas y arquitecturas, estaba a punto de fracasar como artista. Stasov, sin ir más lejos, la pluma crítica del momento, lo consideraba un pintor mediocre. Descontando la Gran Puerta de Kiev, que Hartmann trazó para participar en un concurso convocado por el zar Alejandro II, no valen gran cosa. Esos judíos, por ejemplo, caricaturizados, casi ridículos, nos hablan sin ambages de un antisemitismo atroz…