Su hija, Felicidad, de carácter melancólico, fregaba las terrazas, desempolvaba los muebles y alimentaba a los animales domésticos de la mansión, a los que Maurizio había bautizado con humorísticos nombres: un loro respondón llamado Amadeus en honor a Mozart, otro de los compositores (con permiso de Mussorgsky), predilectos del joven Amandi; un rottweiler, Brahms, tan fiero como presumía su raza; los dos bueyes, Rimsky y Korsakov, y el poni, Liszt, al que el conde fiaba las guías del tílburi a cuyas riendas recorría los caminos de la isla en busca de especies para su suma botánica o de restos de las ceremonias vudús que aún tenían lugar al amparo de la noche y de la vegetación del monte de El Pico.
Poco a poco, debido a las aficiones y rarezas de su nuevo propietario, el terreno de Il vecchio castello se había ido desbrozando de árboles y poblándose de establos, invernaderos, incluso de un misceláneo museo donde el noble italiano había ido acumulando las piezas reunidas durante toda una viajera existencia de pasión coleccionista.
Con sus máscaras e ídolos, sus terracotas y puñales de obsidiana, eran colecciones ricas e insólitas, pero al conde no le gustaban y eran sólo Maurizio y sus renovadas amantes quienes las disfrutaban. Sólo el patrón y su hijo, y aquellas europeas delgadas y ávidas que creían amar a su heredero admiraban los escudos y cerbatanas, los metates y las cabezas jíbaras, las cimitarras, los camafeos, los incunables miniados y las botellas que habían dormido en las bodegas de Napoleón Bonaparte. Con una mezcla de cortesía y hastío, el conde solía introducir a las invitadas en el origen y anecdotario de las piezas, a la espera de quedarse a solas con Maurizio para abordar los negocios de familia.
De sus múltiples empresas, Alessandro Amandi únicamente conservaba una firma maderera, ubicada en Gabón, y otra inmobiliaria, radicada en Cartagena de Indias, que se dedicaba a construir hoteles y bungalows. Del resto de su emporio se había desprendido a finales de los años setenta. Por sus ventas obtuvo suculentos beneficios, a cubierto en cuentas reservadas en bancos de Suiza, Panamá y Gran Caimán. Los intereses financieros del decimoquinto conde de Spallanza eran gestionados a través de un bufete londinense cuyos agentes pujaban en Sotheby's, en Christie's o en las principales subastas, si salía a escrutinio algún objeto artístico del interés de su acaudalado cliente.
Cuando el conde, en el curso de aquellas tertulias navideñas celebradas en los atardeceres de Providencia, antes o después de las cenas regadas con caldos franceses, se refería al patrimonio familiar, a sus rentas y cargas, su hijo Maurizio fingía atender sus explicaciones y números. En realidad, no le prestaba atención.
El joven Maurizio había supuesto para el conde un constante desvelo, hasta que sus galardones como intérprete y sus éxitos en el circuito de la música clásica le redimieron de su tutela económica.
Su hijo jamás había obedecido sus consejos, muestra de independencia de la que el patrón, en el fondo de su indómita personalidad, se sentía orgulloso. Quien, en un no muy lejano día, debería de llegar a ser el XVI conde de Spallanza, se había revelado, desde muy temprana edad, como un espíritu libre, capaz de planificar una vida a su medida y de sostenerla con sus propios recursos.
A primera vista, Maurizio y él no se asemejaban en nada, pero el viejo Amandi pronosticaba que el curso del tiempo acabaría embozándoles bajo una misma capa: dos caballeros de sangre azul arrojados al prosaico mundo, sin otra esperanza de salvación que la renuncia a su casta. Ningún Spallanza había doblado la rodilla, salvo delante de un rey, por lo que resultaba fácil pronosticar que ambos, padre e hijo, morirían de pie, con la cabeza alta y los ojos abiertos. En una isla semidesierta o en un escenario triunfal, ¿qué más daba?
Pero ¿cuándo maduraría su hijo? Esas mismas Navidades, Maurizio iba a cumplir la edad de Cristo, pese a lo cual, se temía el conde, seguía siendo el mismo muchacho inconsciente a quien debía azotar cuando sus excesos amenazaban mancillar sus álgidos blasones. Hacía tres lustros que no le ponía la mano encima, el plazo transcurrido desde que comprendió que no podría domarle.
Ni él, ni mujer alguna. Maurizio no había contraído matrimonio, y tampoco concurrían indicios de que fuese a hacerlo en breve plazo. Al aristócrata, sin embargo, la soltería de su heredero no le quitaba el sueño. Una colección de ruidosos nietecillos vociferando por las calles de Pueblo Viejo, veraneando en II vecchio castello, atando latas a las colas de Rimsky y Korsakov o arruinando sus variedades de orquídeas bien podía ilustrar su peor pesadilla.
Con una frívola reiteración, Maurizio se obstinaba en presentarle a las mujeres que compartían su afanosa existencia de actuaciones y giras. Sabedor de que durarían poco a su lado, el conde se limitaba a hospedarlas en la isla y a mostrarse caballeroso con ellas, sin interesarse por sus actividades ni por la clase de vínculos que las unían a su hijo. En la eterna juventud de francachelas y amoríos de Maurizio, una sola de aquellas muchachas le había agradado: Martina, la hija de Máximo de Santo, el embajador español con quien había coincidido en Londres.
Siendo menores de edad, su hijo Maurizio y una jovencísima Martina de Santo (¿dieciséis, diecisiete?, intentaba establecer la memoria, acribillada por las burbujas del champán, de don Alessandro) habían mantenido un romance adolescente.
Allá por el año 70, eludiendo la expresa prohibición de sus respectivos padres, Maurizio y Martina se habían fugado al Festival de la Isla de Wight. Pero aquélla debía de haber sido una típica pasión quinceañera, pues pronto se truncó. Liberados de la expectativa de convertirse en tempranos consuegros, ambos cancilleres, Amandi y De Santo, resolvieron enterrar el asunto, preservando su relación.
Esa mañana, cuando sólo faltaba un día para la Nochebuena de 1985, la fecha en la que iba a morir, Alessandro Amandi desayunó frente al océano, en la terraza de II vecchio castello, un plato de camarones y una rodaja de piña. Una vez hubo tomado café y fumado un cigarrillo, se dirigió en guayabera al establo. Lucía un sol fulgente. Todo, hasta su alma, brillaba: la marquetería lacada del barandal, las yucas, el Caribe. Don Alessandro cubrió su cabeza con el sombrero jipijapa, subió al tílburi y arreó al poni. Bordeando los acantilados, bajó hasta Pueblo Viejo y entró a la oficina de Correos.
El cable de Maurizio, girado en Viena, anunciaba su llegada a Providencia para el 24 de diciembre. «Llevo regalo», añadía la telegrafía. Dando por supuesto que se trataba de una nueva novia, el conde sonrió con resignación.
El desequilibrio de Maurizio no residía en su inestabilidad sentimental, sino en su genio. Porque su vástago lo tenía, de ello su padre estaba seguro. Lo había estado siempre, desde la primera vez que lo escuchó sentado a un piano. «Es su destino, su condena», pensó, fumando en su pipeta de espuma de mar mientras caminaba por las abrasadas callejas de Pueblo Viejo.
PROMENADE
11
Providencia, 24 de diciembre, martes
El día de Nochebuena, Alessandro Amandi despertó empapado en sudor. Había tenido una pesadilla relacionada con las ceremonias vudús en el monte de El Pico.
En el sueño, su hijo Maurizio aparecía poseído por el espíritu del mal. Blanqueada la cara por pasta de arroz, soltando espuma por las comisuras y emitiendo incomprensibles gritos, su pequeño (porque en la pesadilla apenas era un niño) se debatía entre sus brazos.
El mal sueño no le habría afectado de no ser Maurizio epiléptico. Lo era desde los doce años. Su padre no había olvidado aquella traumática ocasión en la que él mismo tuvo que incrustarle entre las mandíbulas un estuche de cuero para plumas estilográficas, cuya funda quedó destrozada. El tratamiento había conseguido controlar la enfermedad, pero el riesgo de otro brote estaba siempre presente. Bajo ningún concepto su hijo debía prescindir de la medicación.