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Yngvar Stubø se sirvió generosamente patatas bien fritas antes de alargarse a por la botella de Heinz.

– ¿Tienes que echarle Ketchup a absolutamente todo o qué?

– ¿Tú lo crees? ¿Crees que están relacionados?

– Ahora me voy -chilló Kristiane desde la entrada en el primer piso.

– Por Dios -dijo Inger Johanne, y se lanzó escaleras abajo con Ragnhild en brazos-. ¡No está durmiendo!

La punta de la nariz de Kristiane estaba pegada a la puerta de salida. Tenía la cremallera del abrigo de plumas rojo completamente subida. Llevaba la bufanda bien ajustada en torno al cuello y el gorro calado hasta los ojos. La bota izquierda estaba en el pie derecho y al revés. En cada mano la niña sostenía una manopla a la que se aferraba. Entonces apoyó todo el cuerpo contra la puerta cerrada y declaró:

– Me voy a ir.

– Ahora no -dijo Inger Johanne, y le pasó el bebé a Yngvar-. Es demasiado tarde. Son más de las nueve. Si ya te habías acostado, ¿no quieres coger en brazos un rato a Ragnhild? ¿A que es bonita y maja?

– Fea -bramó Kristiane-. Una cría horrible.

– ¡Kristiane!

La voz de Yngvar Stub sonó tan cortante que Ragnhild se echó a llorar. La arrulló con frustración y empezó a murmurar contra la mullida manta en la que estaba envuelta. Kristiane empezó a sollozar. Oscilaba el peso entre pie y pie mientras golpeaba la frente contra la madera. Los sollozos pasaron a ser un jadeo ronco y silbante.

– Papá -murmuraba de vez en cuando-. Mi papá. Me voy con mi papá.

Inger Johanne abrió los brazos de par en par y se volvió hacia Yngvar, que había empezado a subir las escaleras.

– Quizá sea lo mejor -dijo tentativamente-. Creo que quizá…

– Ni hablar -la interrumpió Yngvar-. Lleva una semana en casa de Isak. Ahora se va a quedar con nosotros. Tiene que sentir que forma parte de esto. Que está incluida. Que ésta…

El llanto del bebé por fin se había acallado. Una mancha en la piel de color rojo oscuro le recorría la mejilla rosa. El pelo le cubría el cráneo como plumón. De pronto entreabrió los ojos, sin querer, como tras un largo y profundo sueño. Una mueca sacó a la luz sus encías.

Yngvar prosiguió:

– Que ésta es su hermana -dijo calladamente, y rozó la piel de la niña con los labios-. Kristiane tiene que quedarse con nosotros. Dentro de unos días puede irse otra vez con Isak.

– ¡Papá! ¡Me quiero ir con papá!

Yngvar bajó hasta el pequeño recibidor del primer piso. El calor de los tubos de calefacción bajo el suelo le abrasaba a través de los calcetines de lana, sospechaba que el electricista había cometido un error durante la renovación de la casa. Los dioses sabrían cuándo tendría tiempo de investigarlo. Con cuidado devolvió al bebé.

– Aquí viene el troll Fabilius -dijo, y se subió a Kristiane a horcajadas sobre los hombros antes de marchar escaleras arriba.

– No. -Kristiane se rió sin querer cuando él le quitó una de las botas y la plantó en una maceta-. ¡No!

– Dentro de una semana o dos tendremos una flor de bota. Y ésta…

Tiró la otra a una papelera.

– No la necesitamos pa' na' -dijo, y maniobró hasta que la tenía firmemente agarrada-. Los trolls no usan zapatos. ¡Hala!

Abrió la puerta del dormitorio dando una estrepitosa patada. A un ritmo frenético le arrancó la ropa. Por suerte la niña seguía llevando el pijama debajo de los abrigos.

– Corre -dijo entre dientes-. Que el troll se va a morir de sudor. Y ahora voy a empezar a contar.

– ¡Que no! -aulló Kristiane, entusiasmada, y se enterró bajo el edredón.

– Uno -dijo él-. Dos. Tres. La magia está empezando a hacer efecto. Fabilius se ha quedado dormido.

Después cerró la puerta de un portazo y se encogió de hombros.

– ¡Ya está!

Inger Johanne estaba de pie, sin expresión en la cara, con Ragnhild apoyada contra el hombro.

– Solemos hacerlo así cuando estamos solos -se disculpó él ligeramente-. Rápido y efectivo. ¿Crees que están relacionados? ¿Los asesinatos de Fiona Helle y Vibeke Heinerback?

– ¿Acuestas a la niña de esa manera?

Inger Johanne lo miraba incrédula.

– Deja eso ahora. Ya está dormida. Magia. Ven -admitió Yngvar con humildad.

Se metió en el salón y empezó a recoger la mesa. Los restos de la comida acabaron en la basura, menos las patatas fritas, se las iba comiendo a la par que recogía. La grasa le chorreaba por los dedos y al servirse más vino la botella estuvo a punto de caérsele de las manos.

– Huy, ¿quieres? Ya sabes que ya no importa. Una copita no le va a hacer daño a Ragnhild.

– No, gracias. Bueno…

Dejó con cuidado a Ragnhild en la cunita, que Yngvar por fin había consentido en que metieran y sacaran del salón, según donde se encontraran ellos. Ahora estaba a los pies del sofá.

– Quizás una copita -dijo ella, y se sentó ante la mesa vacía.

– ¿Podrías pasarle un trapo, por favor?

Con un gesto cotidiano, casi casual, Inger Johanne agarró los papeles que Yngvar había arrojado al llegar a casa. La carpeta era fina. En esta ocasión no había fotos. Un par de informes personales, dos notas manuscritas y un plano de Lørenskog con una cruz roja sobre la dirección de Vibeke Heinerback estaban enganchados sin ningún método, por lo que Inger Johanne podía apreciar.

– Esta vez tampoco tenéis mucho a lo que agarraros, por lo que veo.

– ¡Descubrimos el asesinato esta mañana!

– Y tú has censurado la carpeta. ¿Querías ahorrarme las fotos? -preguntó Inger Johanne.

– No. -Parecía sincero y se sentó rascándose la cabeza-. Todavía no hemos sacado bastantes copias -añadió bostezando-. Pero no te pierdes nada. Una imagen horrorosa. Sobre todo lo de que…

– Gracias, gracias.

Enseñó las palmas de las manos y negó con la cabeza.

– Fuiste lo suficientemente explícito por teléfono. Yngvar. Visto así, al menos, sí que hay un rasgo común. Las liquidaron de un modo considerablemente grotesco. Los dos cadáveres están mutilados, simple y llanamente.

A Yngvar se le frunció el ceño. Ladeó la cabeza. Movía los labios, como si quisiera decir algo, pero sin saber bien qué.

– Mutilado -repitió finalmente-. Cortarle la lengua a alguien seguro que entra en el concepto de mutilación. En lo que se refiere a Vibeke Heinerback…

Volvió a adquirir esa expresión de duda. Guiñó los ojos entrecerrados y meneó la cabeza casi imperceptiblemente, como si la imagen de un asesino cazando mujeres famosas para matarlas fuera demasiado para él. Le echó una mirada a la cuna.

– ¿Tú crees que es posible que se esté enterando de algo de esto? -preguntó Yngvar.

– Aún no tiene ni tres semanas.

– Pero el cerebro es como una esponja, ya sabes. Quizás inconscientemente lo capta todo y luego lo almacena. Puede que le vaya a influir, quiero decir. Más adelante.

– Tontorrón. -Inger Johanne alargó el brazo por encima de la mesa y puso la mano sobre la mejilla de él-. Tienes miedo de que la prensa tenga razón -dijo-. ¿Has visto las ediciones especiales de los periódicos?

Él negó con la cabeza. Ella no lo soltaba.

– Están dando un espectáculo de fiesta. Les tiene que haber destrozado que esto no se descubriera hasta esta mañana, y aún más tarde oficialmente. Las ediciones especiales son una chapuza tremenda. Llenas de especulaciones, de datos terriblemente imprecisos y hasta erróneos, a juzgar por lo que me has contado. «El asesino de famosas», lo llaman…, al autor de los hechos.

– O a la autora -dijo Yngvar, que le cogió la mano. Posó los labios sobre el dorso de la mano de la mujer y lo besó.

– O a la autora, vale. No seas tan puntilloso. Por suerte el telediario ha sido algo más escueto, pero también especulan con que ande por ahí un loco a la caza de mujeres guapas y de éxito. Al diario VG le ha dado tiempo de conseguir que un reconocido psicólogo les haga el perficlass="underline" un misógino discapacitado, rechazado por su madre y sexualmente frustrado.