Ella rió por lo bajo y le pegó un sorbito a la copa.
– ¿Sabes?, hasta ahora no me había dado cuenta de lo bueno que es esto en realidad. Ahora que llevo diez meses sin probarlo, quiero decir.
– Eres… -insinuó él.
– Preciosa -completó ella, y le dirigió una sonrisa aún mayor-. ¿Tú qué piensas?
– ¿Sobre ti?
– Sobre la conexión. La idea no os puede resultar completamente ajena. Sigmund, tú y algunos más trabajáis en los dos casos. Los dos casos…
– Ocurrieron en Lørenskog, las dos víctimas son mujeres, las dos son famosas, las dos son personajes de los medios con mucho carácter, las dos…
– Están estupendas. Estaban, al menos.
Dejó rotar la copa entre las manos mientras proseguía:
– Y, en los dos casos, el autor de los hechos ha dejado un mensaje, una humillación al cadáver de fuerte carga simbólica. -Inger Johanne hablaba ahora más despacio. El tono de su voz había caído, como si le hubiera asustado su propio temperamento-. La prensa aún no sabe nada del libro -dijo él-. Del Corán. En realidad se lo había pegado con celo a los muslos. Puede dar la impresión de que la idea fuera metérselo en el chichi, pero…
– ¡No uses esas expresiones!
– Bueno, la vagina, la vulva. Tenía el libro pegado a los muslos con celo, junto a la vagina.
– O el ano.
– O el ano -repitió él, sorprendido-. ¡Debía de tener algo de eso in mente! ¡Del tipo up yours!
– Puede ser. ¿Más? -preguntó Inger Johanne.
Yngvar asintió y ella sirvió el resto de la botella en la copa de él. Apenas había tocado el contenido de su propia copa.
– Si nos ponemos de verdad a buscar rasgos comunes, aparte de los más evidentes, que pueden ser pura casualidad, es obvio que lo que se me ocurre es la fuerza simbólica -dijo ella-. Cortarle a alguien la lengua y dividirla en dos es una acción tan banal, de una simbología tan evidente, que te haría creer que el autor del crimen, de pequeño, leyó demasiados libros de indios. Una biblia musulmana metida por el culo tampoco es un mensaje demasiado sublime.
– No creo que a nuestros nuevos compatriotas les complazca mucho que digas que el Corán es una biblia -dijo Yngvar, que se llevó la mano a la nuca-. ¿Me harías el favor?
Ella se levantó, sonrió con satisfacción y se colocó detrás de él. Apoyó la espalda contra la barra americana y agarró firmemente la nuca de Yngvar.
Era tan ancho. Tan grande; se notaba como los músculos formaban duros racimos bajo la piel sorprendentemente suave. Su tamaño fue lo primero que la enganchó; le fascinó que un hombre pudiera pesar 115 kilos sin parecer realmente gordo. Poco después de que empezaran a vivir juntos, lo había puesto a régimen. Por la salud, le había dicho, pero él lo dejó a las tres semanas. No es que Yngvar se pusiera de mal humor cuando comía menos, es que se desesperaba. La tarde en que enjugó algo que podían ser lágrimas ante un plato con un pedazo de merluza hervida, una patata y un puñado de zanahorias al vapor, para luego irse al baño y quedarse allí el resto de la noche, pusieron punto final al proyecto. Le ponía mantequilla a todo, salsa a la mayoría y opinaba que una comida decente siempre tiene que acabarse con postre.
– Evidentemente es aún muy pronto para decir algo -dijo Inger Johanne taladrándolo con los pulgares entre los omoplatos y las columna vertebral-. Pero te quiero advertir que tengas cuidado con dar por hecho que se trata del mismo asesino.
– Por supuesto que no lo damos por hecho -jadeó él-. Más. ¡Un poco más arriba! Para decirte la verdad, me basta con pensarlo para morirme del susto. Quiero decir… Ahh. Ahí, sí.
– Quieres decir que como realmente se trate de un solo asesino, ya podéis prepararos para más -dijo Inger Johanne-. Víctimas, quiero decir. Más asesinatos.
A Yngvar se le petrificaron los músculos entre sus manos; enderezó la espalda, la apartó suavemente de sí y se puso la camisa. En el salón sonaban los pequeños resoplidos de Ragnhild, y era evidente que algún gato había salido a echar los tejos por la parte exterior de la casa. Sus maullidos rasgaban desagradablemente el silencio de la noche y a Inger Johanne le daba la impresión de que el olor a meado de gato llegaba hasta la segunda planta.
– Odio a esos animales medio salvajes -dijo, y se sentó.
– ¿Podrías ayudarme? -Ahora había intensidad en la voz de Yngvar, casi insistencia-. ¿Eres capaz de sacar algo en claro de todo esto?
– Tengo demasiado poco. Ya lo sabes. Tengo que revisarlo todo… Necesito… -Luego se rió, abatida, y abrió las manos-. Por Dios. Claro que no os puedo ayudar. ¡Tengo una niña recién nacida a la que cuidar! ¡Estoy de baja! Claro que podemos hablarlo un poco por encima…
– No hay nadie en este país que sepa hacer esto tan bien como tú. Aquí no hay verdaderos profilers, y nosotros…
– Yo no soy una profiler -se enfadó ella-. ¿Cuántas veces te lo tengo que decir? Estoy harta de que…
– Vale -la interrumpió él enseñándole las palmas de las manos en señal de paz-. Pero, joder, no veas lo que sabes de trazar perfiles para no ser una profesional. Y tampoco conozco a nadie más que haya aprendido de uno de los tipos más destacados del FBI…
– ¡Yngvar!
La noche antes de que se casaran, al final había prometido por lo más sagrado y con la mano sobre el corazón que nunca preguntaría por el pasado de Inger Johanne en el FBI. Se habían peleado, dura y extrañamente, ella con palabras que él no hubiera creído que ella supiera usar, él verdaderamente enfurecido por el hecho de que un período importante de la vida de ella fuera a quedar en la oscuridad.
Pero Inger Johanne no quería compartirlo. Nunca, y con nadie. Cuando era una jovencísima estudiante de Psicología en Boston, tuvo ocasión de participar en uno de los profiler courses de la Agencia Federal de Investigación. El director del curso era Warren Scifford, una leyenda ya a los cincuenta años, tanto por su pericia como por seducir sin escrúpulos a las estudiantes más prometedoras. Lo llamaban The Chief, e Inger Johanne había confiado en el viejo jefe de tribu, que le sacaba más de treinta años. Con el tiempo empezó a creer que era algo especial. Que la habían seleccionado, tanto él como el FBI, y que por supuesto se iba a divorciar de la mujer en cuanto los niños crecieran un poco.
Todo salió mal, y casi le costó la vida. Se metió en el primer avión que salía para Oslo, tres semanas más tarde empezó a estudiar Derecho y, en tiempo récord para Noruega, se licenció. Warren Scifford era un nombre que llevaba casi trece años intentando olvidar. El tiempo que pasó en el FBI, los meses con Warren y el catastrófico suceso que obligó a The Chief a retirarse medio año al escritorio de su despacho hasta que todo cayó en el olvido y volvió a ser uno de los chicos grandes era un capítulo de su vida que alguna vez le cruzaba la mente, involuntariamente y provocándole siempre mareos, pero sobre el que nunca, bajo ninguna circunstancia, quería hablar.
El problema era que Yngvar conocía a Warren Scifford. La última vez que se habían visto había sido el verano anterior, cuando Yngvar fue a un encuentro internacional de policías en Nueva Orleans. Al volver a casa mencionó su nombre de pasada durante la cena y a Inger Johanne le dio un violento ataque de rabia en el que rompió dos platos. Y luego salió corriendo hacia el cuarto de invitados, cerró la puerta con llave y se quedó dormida entre sollozos. Durante tres días no le dirigió más que monosílabos.
Ahora, de nuevo, estaba peligrosamente cerca de romper su promesa.
– Yngvar -repitió ella cortante-. Don't even go there!
– Relájate. Si no quieres ayudar, no ayudes y ya está. -Yngvar se recostó en la silla y le sonrió con indiferencia-. Al fin y al cabo, esto no es problema tuyo.
– No seas así -le dijo ella con hartazgo.