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– ¿Así, cómo? Me limito a constatar lo evidente. No es problema tuyo que anden por ahí matando y mutilando a alguna que otra mujer famosa a las afueras de Oslo.

Vació la copa y volvió a dejarla sobre la mesa, un poco demasiado fuerte.

– Tengo hijos -dijo Inger Johanne con vehemencia-. Tengo una niña de nueve años que requiere mucha atención y un bebé de un par de semanas, y un montón de cosas de las que ocuparme, como para encima tener que asumir un montón de responsabilidades en una investigación policial complicada.

– ¡Está bien! Que está bien, te digo. -Yngvar se levantó de pronto y fue a buscar dos cuencos para el postre-. Macedonia, ¿quieres?

– Yngvar, francamente. Siéntate. Podemos… Estoy completamente dispuesta a hablar de tus asuntos. Así, por la noche, cuando las niñas se hayan acostado. Pero los dos sabemos lo mucho que exige hacer un perfil, lo absorbente…

– ¿Sabes? -la interrumpió él, plantando el cuenco de plástico sobre la mesa con tanta fuerza que se salpicó la nata montada-. A la muerte de Fiona Helle no le falta riesgo: Trágico. Casada, con una niña pequeña y demasiado joven para morir. Es verdad que Vibeke Heinerback no tenía hijos, pero creo, quizá, que veintiséis es un poco pronto para abstenerse. Pero aparte de todo esto. Están muriendo personas. Las están asesinando.

– Sí…, ya lo sé…

Yngvar se pasó el dedo por el puente de la nariz; esa nariz recta y bien formada, cuyas fosas nasales se ponían a vibrar las raras veces que se enfadaba de verdad.

– En este país, día sí día no, se mata a gente, lo que me subleva, lo que me da… miedo… -Sorprendido por sus propias palabras, se quedó un poco aturdido antes de repetir-: Miedo. Tengo miedo, Inger Johanne. De estos casos no entiendo ni una palabra. Hay tantos rasgos comunes entre los dos que lo único en lo que pienso es…

– Cuándo caerá la próxima víctima -le auxilió Inger Johanne cuando tampoco esta vez Yngvar consiguió acabar la frase.

– Sí. Y por eso te estoy pidiendo ayuda. Ya sé que es mucho pedir. Ya sé que tienes más que suficiente con Kristiane y Ragnhild y tu madre y la casa y…

– ¡Ok!

– ¿Qué?

– Vale. Veré lo que consigo hacer. -Inger Johanne tenía un aire decidido.

– ¿Lo estás diciendo en serio?

– Sí. Pero entonces voy a necesitar todos los datos. De los dos casos. Y una cosa tiene que quedar clara desde el principio: me puedo retirar en cualquier momento.

– En cualquier momento -asintió él con decisión-. Quieres que…, puedo cogerme un taxi al trabajo y…

– Son casi las diez y media.

La risa de ella sonó dócil. Pero no dejaba de ser una risa, pensó Yngvar. Escrutó su cara buscando algún signo de irritación: un temblor en el labio inferior, algún músculo que lanzara sombra sobre los pómulos. No vio más que dos hoyuelos y un largo bostezo.

– Voy a echar un vistazo a las niñas -dijo ella.

Yngvar amaba su manera de caminar. Estaba delgada sin ser enjuta. Incluso ahora, a pocas semanas del parto, se movía con la ligereza de un chico y lo obligaba a sonreír. Tenía las caderas estrechas, los hombros rectos. Cuando se inclinó sobre Ragnhild, el cabello le cayó sobre la cara, suave y enredado. Se lo colocó detrás de la oreja y dijo algo. Ragnhild roncaba ligeramente.

Yngvar la siguió hasta el cuarto de Kristiane. Ella abrió la puerta con cuidado. La niña dormía con la cabeza en la parte de los pies, con el cuerpo encima del edredón y tapada con el edredón de plumas. La respiración era constante. Un suave olor a sueño y a ropa limpia llenaba la habitación, Yngvar cogió a Inger Johanne entre sus brazos.

– Por lo menos ha funcionado -susurró ella, Yngvar notó que sonreía al decirlo-. La magia ha funcionado.

– Gracias -susurró él.

– ¿Por qué?

Inger Johanne se quedó de pie en silencio. Yngvar no la soltaba. La inquietud que llevaba toda la tarde reprimiendo la embargó. La empezó a sentir cuando Yngvar la llamó sobre la una y le explicó brevemente por teléfono por qué iba a llegar tan tarde a casa. Siempre estaba muy inquieta. Por las niñas, por la madre que, tras el tercer infarto del padre, había empezado a hacer tonterías y ya no siempre sabía qué día era, por la investigación a la que ya no sabía si quería volver. Por la hipoteca y por los frenos del coche. Por la ligereza de Isak a la hora de poner límites y por la guerra en el Próximo Oriente. Siempre había algo por lo que preocuparse. Esa tarde había estado hojeando uno de sus infinitos libros médicos, para averiguar si las manchas blancas en las paletas de Kristiane podían ser síntoma de un exceso de leche o de algún otro tipo de desorden alimenticio. La preocupación, la mala conciencia y la sensación de quedarse corta constituían ya un estado cotidiano con el que se había acostumbrado a convivir.

Y sin embargo, esto era otra cosa.

En la penumbra, con el calor de Yngvar en la espalda y la respiración apenas audible del bebé dormido como recordatorios de lo cotidiano y seguro, le resultaba imposible describir la incomodidad que sentía, la sensación de saber algo que no tenía fuerzas de recordar.

– ¿Qué pasa? -susurró Yngvar.

– Nada -dijo ella en voz baja, y cerró con cuidado la puerta del dormitorio.

Hacía muchos años que no se aventuraba a tomar un café en un avión. En esta ocasión, sin embargo, había sentido un aroma tan exquisito extendiéndose por la cabina que por un momento se había preguntado si habría un barista a bordo.

El auxiliar de vuelo responsable de su fila de asientos debía de pesar más de cien kilos. Sudaba como un cerdo. Normalmente le hubieran irritado las repulsivas manchas de sudor que se formaban sobre la tela clara de su camisa. Ella no tenía ningún problema con los auxiliares de vuelo varones. Pero, a decir verdad, eran preferibles los que eran un poco femeninos, pensaba la robusta mujer que ahora estaba mirando hacia el sudeste, de pie ante su ventana panorámica en la loma sobre Villefranche. Por lo general, los auxiliares de vuelo en pantalones ostentaban un poco de pluma en la muñeca, y además elegían una loción de afeitar que recordaba más a un ligero perfume de primavera que a una colonia de hombre. Este gorrino de pelo rojizo constituía, por tanto, una excepción. Normalmente lo hubiera ignorado. Pero el olor a café la había conquistado completamente. Tres veces había pedido que le rellenaran la taza, sonriendo.

Ahora también el vino le sabía bien.

Con el tiempo había descubierto que el precio que ponía el Monopolio Estatal de Alcohol al vino -después de que el producto fuera transportado cuidadosamente a Noruega en un proceso que presumiblemente lo encarecía-, en realidad, era el mismo que en cualquiera de las vinaterías del casco antiguo de Villefranche. Incomprensible, se decía, pero completamente cierto. Por la tarde había abierto una botella de veinticinco euros y bebido una sola copa. No recordaba haber probado un vino mejor. El señor de la tienda le había asegurado que aguantaba un par de días con la botella abierta. Esperaba que tuviera razón.

Todos estos años, pensaba acariciándose el pelo. Todos estos proyectos que nunca le daban más que dinero e incomodidades. Todo este conocimiento que no se usaba más que para satisfacer a los demás.

Esta mañana había sentido puntadas de invierno en el aire, febrero era el mes más frío en la Riviera. El mar ya no presentaba un tono azul oscuro, sino gris y con la espuma sucia. Ella paseaba por las playas constantemente, disfrutando de su soledad. Por fin la mayoría de los árboles se habían quedado, sin hojas. Sólo alguna que otra conífera perenne emergía en verde musgo a lo largo de los caminos. Incluso el sendero hacia Saint Jean, donde normalmente los niños, impecablemente vestidos y acompañados por sus escuálidas madres y sus forrados padres, rompían con sus gritos cualquier forma de idilio, estaba desierto y sin gente. Se detenía con frecuencia. De vez en cuando encendía un cigarrillo, a pesar de que hacía años que había dejado de fumar. Un vago sabor a alquitrán se le adhería a la lengua. Le gustaba.