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Había empezado a deambular. La inquietud que llevaba martirizándola desde que tenía memoria le parecía ahora diferente. Era como si por fin se hubiera agarrado a sí misma, agarrado a una existencia en la que llevaba demasiado tiempo viviendo en un vacío de espera. Había desperdiciado años de su vida esperando lo que nunca ocurre, pensaba allí de pie ante la ventana, mientras apoyaba la palma de la mano contra el frío cristal.

– Esperando que las cosas ocurran sin más -susurró, y vio el fogonazo gris de su respiración sobre el vidrio.

Seguía sintiendo la desazón, la vaga tensión en el cuerpo. Pero mientras antes la inquietud la había arrastrado hacia abajo, ahora sentía un miedo que le insuflaba vida.

– Miedo -susurró satisfecha, y dejó que la palma de la mano acariciara pegajosamente la copa.

Había elegido la palabra concienzudamente. Lo que ella sentía era un miedo sano, alerta y arrebatador. Era como estar enamorado, se imaginaba ella.

Pero si antes se deprimía sin llegar a llorar, y se cansaba sin llegar a dormir, ahora percibía su propia existencia con tanta fuerza que se echaba a reír cada dos por tres. Dormía bien, aunque con frecuencia la despertaba un sentimiento que fácilmente se podría confundir con… la felicidad.

Había elegido la palabra felicidad, a pesar de que por ahora le quedaba grande.

Seguro que había quien la llamaría solitaria. De eso estaba convencida, pero le importaba poco. Ay, si todos aquellos que creían que la conocían, y que sabían a lo que se dedicaba, hubieran tenido la más ligera idea… Muchos de ellos se dejaban cegar por el éxito, a pesar de que vivía en un país en el que la humildad era virtud y la soberbia el más mortal de todos los pecados mortales.

Una furia indeterminada y extraña surgió en ella. Se le puso la piel de gallina y se acarició el brazo izquierdo con la mano fría; iba notando lo compacta que era, lo adherida que tenía la carne al cuerpo, firme y encerrada, como si la piel le quedara un poquitín pequeña.

Hacía mucho que no se tomaba la molestia de pensar en el pasado. No merecía la pena. Pero durante las últimas semanas todo había cambiado.

Nació una lluviosa noche de domingo en noviembre de 1958. Ya al atender a la cría medio muerta, que se quedó sin madre cuando apenas tenía veinte minutos de vida, Noruega había dejado más claro que el agua que en este país nadie debía creerse que era alguien.

Su padre era extranjero. Abuelos no tenía. Una de las enfermeras quiso llevársela a casa con los suyos cuando finalmente se despabiló. La enfermera pensaba que la niña necesitaba más cariño y cuidados de los que podían ofrecer los tres turnos del hospital. Pero ese tipo de arreglos especiales no estaban bien vistos en el igualitario país del que la niña se había convertido en ciudadana. Acabó acostada en un rincón de la sección infantil, recibiendo poco más que comida y limpieza a horas fijas, hasta que finalmente, tres meses más tarde, su padre fue a recogerla para incorporarla a una vida en la que ya había colocado a una nueva madre.

– La amargura no va conmigo -dijo en voz alta la mujer al vago reflejo de su cara sobre el cristal-. ¡La amargura no va conmigo!

Ella nunca hubiera usado la expresión «enardecida furia». Pero ése fue el cliché que le vino a la mente en el momento en que le dio la espalda al paisaje y, para poder respirar mejor, se tumbó en un sofá excesivamente mullido. Le ardía la entrepierna. Lentamente se llevó las manos a la cara. Grandes manos torpes, de superficies sudorosas y uñas cortas. Las giró y descubrió que en el dorso tenía una cicatriz. El pulgar hacía un giro extraño. Intentó recordar una historia que sabía que tenía en algún sitio. Animosa y con rapidez se remangó las mangas del jersey, se retorcía y palpaba su propia piel. Ahora hacía mucho calor, casi no era capaz de respirar, de pronto se incorporó y se estudió el cuerpo, como si fuera el de una desconocida. Se peinó con los dedos sintiendo la grasa del cuero cabelludo contra las yemas de los dedos. Se rascó hasta que la sangre empezó a correr en finas líneas por su cráneo.

Se lamió los dedos con deseo. Bajo las uñas percibía un vago sabor a hierro: se las mordió, se arrancó pedazos de la piel y se los tragó. Todo parecía ahora mucho más claro. Era importante mirar hacia atrás, resultaba crucial poder recomponer su propia historia hasta formar una unidad.

Lo había intentado ya en otra ocasión.

Cuando, a fuerza de mucho pelear, por fin consiguió una copia del Epicrisis, el seco relato en términos técnicos de su propio nacimiento, tenía treinta y cinco años y todavía no tenía fuerzas para enfrentarse a ello. Había hojeado los amarillentos papeles con olor a archivo polvoriento y había obtenido la confirmación que temía, deseaba y esperaba al mismo tiempo. Su madre no la había parido. La mujer que había conocido como su mamá era una extraña. Una intrusa. Alguien por quien no tenía por qué sentir nada.

No le había ocasionado ni enfado ni añoranza. Al doblar cuidadosamente las hojas manuscritas, no sintió más que cansancio. O quizá más bien una irritación vaga y casi indiferente.

Ni siquiera había hablado del asunto con la vieja. Le daba pereza.

La madre falsa murió al poco tiempo. Ahora hacía diez años.

Vibeke Heinerback siempre la había irritado.

Vibeke Heinerback era racista.

Claro que no lo era abiertamente. Al fin y al cabo la mujer tenía mucho instinto político y un conocimiento casi perfecto sobre cómo funcionaban los medios de comunicación. Sus compañeros de partido, en cambio, no dejaban de esparcir a su alrededor las características estúpidas y sin un ápice de inteligencia de los inmigrantes. Para ellos los somalíes y los chinos tenían el mismo pellejo. Metían en el mismo saco a los cingaleses perfectamente integrados y a los gandules somalíes. Para el partido de Vibeke Heinerback, un diligente pakistaní dueño de un colmado suponía la misma carga para la sociedad que un buscador de fortunas marroquí que hubiera venido a Noruega pensando que podía servirse libremente tanto del género femenino como de los recursos del Estado.

Obviamente Vibeke Heinerback era responsable de todo esto.

La mujer que pasaba el invierno sola en la Riviera se incorporó bruscamente y plantó los pies en el suelo. Se tambaleó levemente, una oleada de mareo la obligó a buscar apoyo.

Encajaba tan bien, todo. Todo funcionaba.

Se rió para sí misma, sorprendida por la fuerza de los mareos.

Inspeccionar el hogar de una persona dice más que mil entrevistas, pensó cuando se le apaciguó el mareo.

La noche se aproximaba y pensaba servirse otra copa del buen vino del casco viejo. La luz del faro de Cap Ferrat la alcanzaba en rítmicas oleadas cuando se puso de nuevo a contemplar la bahía. Hacia el norte, a lo largo de los caminos que atravesaban los abruptos terrenos, había luces encendidas.

Era una maestra en su especialidad, y ya nadie más que ella misma la evaluaría.

Capítulo 5

La visita al piso de Vibeke Heinerback no había hecho de Yngvar un hombre menos prejuicioso, pero al menos lo había disuadido de hacerse ideas previas sobre cómo transcurriría el funeral. Aparcó a cierta distancia. Las cunetas estaban abarrotadas de coches que volvían intransitable el camino.

El anterior líder del partido había puesto, generosamente, su casa a disposición del evento. La colosal villa estaba situada en primera línea de playa y a pocos cientos de metros de distancia de las antiguas pistas del aeropuerto de Fornebu. Se había sacudido de encima la polución y el estruendo de los aviones cuando tuvo lugar la largamente deseada reubicación del aeropuerto principal. Con sus grandes terrazas y la decena de balcones acristalados, además de las dos columnas jónicas de la entrada, la inhabitable y combada casa de troncos de madera había resurgido, cual ave Fénix, en un jardín que todavía no era sino barro y piedras sueltas, con una ladera gris ceniza y sin nieve que descendía hasta el fiordo.