La afluencia de afligidas gentes vestidas de oscuro era formidable.
Yngvar Stubø saludó a una mujer junto a la puerta y, por si acaso, le dio el pésame entre dientes. No tenía ni idea de quién era. Una vez dentro del hall, estuvo a punto de tropezar con el paragüero. Había por lo menos quince personas esperando a quitarse el abrigo. De pronto notó cómo alguien le tiraba de la manga y, antes de que pudiera volverse, un joven de cuello fino y corbata mal anudada le había quitado el abrigo y lo había empujado amablemente hacia uno de los varios salones que evidentemente había a disposición de los visitantes.
Yngvar se vio de pronto de pie con una copa medio llena en la mano. Como conducía, empezó a buscar un sitio donde dejarla.
– No lleva alcohol -le susurró una voz.
Reconoció a la mujer inmediatamente.
– Gracias -dijo aturdido, y se abrió paso por un costado para no bloquear la entrada-. Así que también usted está aquí.
Al intentar tragarse la última frase se acaloró.
– Sí -dijo amablemente la mujer, todavía en baja voz en el zumbido de la congregación-. Estamos aquí, casi todos. Esto no es política. Esto es una tragedia que nos afecta a todos.
Llevaba un ceñido traje chaqueta negro que al contrastar con el pelo corto y rubio hacía que pareciera más pálida que en la televisión. Yngvar bajó la vista, sobre todo por turbación, y se fijó en que el aire de entierro no había sido obstáculo para que la líder del Partido Socialista de Izquierdas eligiera una falda tan corta como para que, en sentido estricto, hubiera que pensar que le sobraba una década para poder llevarla. Pero tenía las piernas torneadas y de pronto se dio cuenta de que debería alzar la vista.
– ¿Y usted es amigo de Vibeke? -le preguntó la mujer.
– No.
Carraspeó y le tendió la mano. Ella la cogió.
– Yngvar Stubø -dijo-. Kripos. Central de la Policía Criminal. Encantado.
La mujer tenía la mirada azul y despierta, Yngvar percibió cierta curiosidad en el modo en que ladeó la cabeza mientras se pasaba la copa de una mano a otra. Luego se recompuso asintiendo levemente con la cabeza.
– Ojalá consiguierais llegar al fondo de este asunto -dijo antes de volverse hacia la habitación en la que Kjell Mundal, el líder recién sustituido del partido, estaba encaramado a una tribuna oratoria que probablemente le hubiera prestado algún hotel del vecindario.
– Queridos amigos -se oyó tras un carraspeo que atrajo la atención de todos-. Quisiera daros a todos cálidamente la bienvenida aquí a nuestra casa, de Kari y mía, con ocasión de esta ceremonia que hemos considerado importante y correcto celebrar.
Volvió a toser, esta vez con más violencia.
– Disculpad -dijo, y prosiguió-: Sólo han pasado dos días desde que recibimos la horrorosa noticia de que nos habían despojado, así de brutalmente, de Vibeke Heinerback. Vibeke…
Yngvar hubiera jurado que lo que caían de los ojos del señor, bien entrado en años, eran lágrimas. Lágrimas auténticas, pensó sorprendido. Eran verdaderas gotas saladas lo que, a la vista de todos, humedecía el rostro de corte recto del hombre que durante tres décadas se había perfilado como el político más tenaz, astuto y capaz de sobrevivir de toda Noruega.
– No es ningún secreto que Vibeke era…
El hombre calló. Respiró profundamente, como si estuviera cogiendo carrerilla.
– No quiero decir que era como una hija para mí. Tengo cuatro hijas y Vibeke no era una de ellas. Pero era una persona muy cercana para mí. En lo político, claro, ya que a pesar de su joven edad llevábamos muchos años trabajando juntos, pero también en lo personal. En la medida en que en política se puede…
Volvió a quedarse callado. El silencio era compacto. Nadie bebía. Nadie arrastraba la silla o los zapatos sobre el suelo de oscura madera de cerezo. Apenas había nadie que se atreviera a respirar. Yngvar recorrió la habitación con la mirada, sin mover la cabeza. En uno de los conjuntos de sofás, aplastado entre un ostentoso sillón orejero y dos hombres a los que Yngvar no conocía, estaba el presidente de la Comisión de Asuntos Exteriores, con las manos metidas, profunda e incorrectamente, en los bolsillos del pantalón. Miraba por la ventana con los ojos entrecerrados, con el ceño fruncido en expectación, como si esperara que Vibeke Heinerback los fuera a sorprender a todos saludándolos desde la cubierta de uno de los barquitos que se aproximaban al muelle a los pies de la casa. Junto a un ramo de lirios blancos en un jarrón chino gigante, estaba una de las parlamentarias más jóvenes del Partido de los Trabajadores, que lloraba abiertamente, pero sin hacer ningún ruido. Era miembro de la Comisión de Finanzas y, por tanto, conocería a Vibeke Heinerback mejor que muchos otros, supuso Yngvar. El ministro de Finanzas, de pie junto a la tribuna y con la cabeza gacha, se enderezó distraídamente las gafas. El presidente del Parlamento se agarraba a la mano de una mujer, Yngvar decidió apartar la vista y llegó a la conclusión de que la villa de Teitsveien, en estos precisos momentos, tenía que ser el objetivo terrorista menos vigilado de Europa. Se estremeció levemente. Un solitario coche de policía uniformada era lo único que había visto al llegar.
– … en la medida en la que la política es un lugar amigable -concluyó finalmente el anciano-. Y lo puede ser. Me alegra que…
Yngvar saludó con la cabeza a la rubia de las piernas al descubierto, que le devolvió la sonrisa rápida y tristemente. Yngvar empezó a retirarse lentamente mientras el hombre seguía con su discurso ahí delante.
– Disculpe -les susurraba a las caras irritadas a medida que se iba acercando a su objetivo.
Por fin llegó al hall, que estaba desierto. Cerró con cuidado las puertas dobles y respiró profundamente.
Quizá no había sido muy buena idea asistir. Había tenido sus planes con la visita, la idea de que la ceremoniosidad del luto le proporcionaría una imagen más completa de Vibeke Heinerback. Era evidente que no había sido quien se las daba de ser públicamente. En todo caso era algo más. Aunque no se le pasaba por la cabeza que la imagen de los personajes públicos pudiera ser nunca auténtica, verdadera o completa -tal y como era retratada para el público con trazo grueso y poco detalle-, la inspección del lugar de los hechos le había causado una impresión mucho más profunda de lo que en realidad quería reconocer. Aquella mañana, mientras buscaba una camisa blanca limpia, pensaba que las personas del entorno de Vibeke Heinerback mostrarían más de sí mismas, y quizá también más de ella, durante una impulsiva ceremonia celebrada al poco tiempo de la muerte de la joven. Ya en estos momentos, a los pocos minutos de llegar, se daba cuenta de que debería habérselo pensado mejor. Este era un día para la alabanza, para los buenos pensamientos y los recuerdos gratos, para la aflicción y el compañerismo entre políticos.
Yngvar, dándole la espalda a las grandes puertas, se preguntaba dónde podría encontrar su abrigo. El discurso del antiguo líder del partido, con sus pausas y algún que otro carraspeo, se filtraba sordamente a través de la madera de la sólida puerta.
A la izquierda, donde un vano entreabierto daba a lo que podía ser una cocina, se oía otra voz. Una mujer susurraba tensamente y resoplando, como si en realidad quisiera gritar, pero le pareciera poco adecuado teniendo en cuenta la ocasión. Yngvar estaba a punto de hacerse notar cuando oyó:
– ¡Eso a ti te importa una mierda!
La voz de un hombre, profunda y agresiva.
El ruido de una copa estampada contra la mesa fue seguido por un claro sollozo de la mujer. Luego ella dijo algo. Yngvar distinguió sólo un par de palabras sueltas que carecían de sentido. Tentativamente dio un par de pasos hacia la franja de luz que salía de la puerta entornada.