– Ten cuidado -oyó que decía la mujer-. ¡Ya puedes tener cuidado, Rudolf!
Entró tan repentinamente en el hall que Yngvar se vio obligado a dar un paso hacia atrás.
La mujer dejó salir a un hombre, y luego cerró concienzudamente la puerta, estrechó la mano de Yngvar y le devolvió la sonrisa. Era más pequeña de lo que había creído, casi llamativamente pequeña. La cintura era esbeltísima, cosa que subrayaba con una falda negra ceñida que le llegaba justo por debajo de la rodilla. La blusa de seda gris tenía volantes en el cuello y el pecho; recordaba un poco a una versión en miniatura de Margaret Thatcher. La nariz era grande y curva, la barbilla puntiaguda. Los ojos eran dignos de una dama de hierro: azul glaciar y atentos, aunque la cara por lo demás pareciera relajada y receptiva.
– Kari Mundal -dijo a media voz-. Encantada. Bienvenido, debería decir. A pesar de las circunstancias. ¿Quizá conozca a Rudolf Fjord?
El hombre parecía el doble de alto que ella, y la mitad de viejo. Era obvio que tenía menos costumbre de ocultar sus pensamientos que la mujer. Al saludar, su apretón de manos fue húmedo. La mirada voló de acá para allá durante algunos segundos, hasta que por fin se sobrepuso y consiguió sonreír. Al mismo tiempo saludó con la cabeza, prácticamente hizo una reverencia, como si se hubiera dado cuenta de que no había tenido mucho éxito al estrecharle la mano.
– ¿Puedo ayudarlo con algo? -dijo Kari Mundal-. ¿El servicio? Es por ahí. -Señaló-. Cuando acabe la ceremonia -añadió-, sacaremos algo para picar. Obviamente no esperábamos que viniera tanta gente. Pero nada podría ser más lógico y adecuado. Vibeke, claro, era…
Se pasó furtivamente la mano por el pelo.
Kari Mundal era lo más cercano que había al icono oficial de las amas de casa de los buenos viejos tiempos: nunca había trabajado fuera del hogar, y tenía cuatro hijas, tres hijos y un marido que no ocultaba en absoluto que su fiel esposa era el principal motivo de su propia resistencia en la arena política. «Todo el mundo tendría que tener una Kari en casa», decía con frecuencia en las entrevistas, eternamente inmune a las fervientes acusaciones de las mujeres más jóvenes. «¡Una Kari en casa es mejor que diez en el trabajo!»
Kari Mundal se había ocupado de la casa y de los niños, y llevaba más de cuarenta años planchando camisas. Aparecía de buen grado en las revistas y en los programas de entretenimiento de la televisión los sábados por la noche y, especialmente desde que su marido se había retirado de la política, se había convertido en una especie de mascota de la nación, una abuelita amable, aguda y políticamente incorrecta.
– ¿Era el servicio lo que estaba buscando? -preguntó volviendo a señalar.
– Sí -dijo Yngvar-. Una bobada perderme el discurso de su marido cuando…
– Cuando la necesidad aprieta… -lo interrumpió Kari Mundal-. Rudolf, ¿entramos?
Rudolf Fjord volvió a hacer una reverencia, rígido y abiertamente incómodo. Siguió a la mujer mayor cuando ésta abrió la puerta del salón, que se cerró detrás de ellos sin siquiera emitir un ruido.
Yngvar estaba solo.
La voz ahí dentro sonaba ahora a sermón. Yngvar se preguntó si la congregación empezaría de pronto a cantar. El cadáver de Vibeke Heinerback no sería entregado para su entierro hasta pasado un buen tiempo. En ese sentido no había nada llamativo en una ceremonia como ésta. A pesar de todo, por primera vez desde que había llegado, se le ocurrió que había algo ligeramente de mal gusto en celebrarlo así, en una casa privada; una sesión convocada de forma repentina, pero obviamente bien planeada.
Al echar un vistazo a la habitación en la que Rudolf Fjord y Kari Mundal habían reñido con susurros, pudo confirmar sus suposiciones. La cocina era enorme, como si estuviera hecha para ocasiones como aquélla. Bandejas de plata con canapés, aperitivos y exquisitos hors d'oevres llenaban los bancos y las mesas, aplastadas entre cuencos llenos de coloridas ensaladas. Junto a la pared había una pila de cajas de agua mineral. En el marco de la ventana, de medio metro de profundidad y por lo menos dos metros de anchura, la anfitriona había colocado una gran cantidad de botellas de vino, tanto tinto como blanco. Algunas de ellas ya estaban abiertas.
Yngvar levantó con cuidado el plástico que cubría una bandeja y se metió tres trozos de pollo en la boca.
Después se retiró.
Descubrió un vestidor en el extremo del hall. De pronto, mientras masticaba intensamente e intentaba encontrar el suyo entre los montones de abrigos, chaquetas, sombreros y bufandas, se dio cuenta de la que señora Mundal no le había preguntado ni quién era en realidad ni por qué estaba allí. Era imposible que lo conociera; Yngvar sólo se había dejado entrevistar en una ocasión en un medio de comunicación de ámbito nacional. Al día siguiente se había prometido a sí mismo y a sus superiores que nunca se repetiría.
Por fin encontró su abrigo. Salió.
Una riña, pensó Yngvar cuando el aire fresco del mar le golpeó la cara.
Riñas en un día como éste. Entre la pequeña señora Mundal y Rudolf Fjord, el vicepresidente del partido y, según los periódicos, el heredero evidente del liderazgo tras Vibeke Heinerback. El desacuerdo era lo suficientemente importante como para que ni siquiera estuvieran presentes durante el discurso de Kjell Mundal en el salón principal.
Un golpe de viento hizo que los faldones del abrigo le golpearan las pantorrillas por detrás. Yngvar se estremeció, y echó a correr por la basta gravilla.
Obviamente no tenía por qué significar nada.
Cuando llegó al coche, oyó la llegada de los helicópteros. Eran dos: uno sobrevolaba una loma al este, el otro pasaba cerca del mar, a poca distancia de la playa. A lo largo del camino contó cinco hombres de uniforme, todos iban armados.
Así que la congregación de allá dentro estaba segura.
En la medida en que alguien lo esté del todo, se dijo, y metió la marcha del coche. Se vio obligado a ir marcha atrás cincuenta metros antes de que le fuera posible dar la vuelta.
Los dolores físicos no eran lo peor. A eso Yvonne Knutsen ya estaba acostumbrada. Hacía más de veinte años que la esclerosis múltiple maltrataba su cuerpo. Aunque no tenía más de sesenta y siete años, sabía que se acercaba el final. Nada le funcionaba. Las úlceras de cubito supuraban y eran dolorosas. Su cuerpo era como una cáscara en torno a algo que parecía una vida. Estaba postrada en la cama de una desagradable habitación de una institución que nunca había podido soportar. La pena estaba a punto de robarle las últimas fuerzas.
Desde luego Bernt era bueno. Se traía a Fiorella, todos y cada uno de los días, y se quedaba un buen rato, a pesar de que Yvonne echaba constantes cabezaditas. Ahora recibía una medicación más fuerte.
Deseaba morir. Pero Dios se negaba en redondo a venir a recogerla.
Lo peor de estar así postrada era el tiempo, que se alargaba al no poder hacer nada. Caminaba en círculos, en lazos, en grandes arcos, antes de volver al punto de partida; no quería pasar por esto. Su tiempo en la Tierra ya debería haber tocado fin, hacía mucho, y la pena hacía aún más insoportable el modo en que su cuerpo se aferraba a la vida.
Fiona había sido una buena hija. Por supuesto que se peleaban, como hacen siempre madres e hijas. Por temporadas la relación entre ellas se había enfriado, pero tampoco cabía esperar otra cosa. Nunca pasaban muchas semanas hasta que todo volvía a ser como antes. Fiona era buena. Eso solían decir las amigas de Yvonne, antes, cuando todavía era capaz de arreglarse y de servir café, y hasta alguna comida en los días buenos:
– Tienes suerte, Yvonne. Fiona nunca la había traicionado. Compartían un secreto, ellas dos.
El secreto era tan grande que se había vuelto invisible. Al principio se había interpuesto entre ellas como una corona de espinas. Cuando ya no hubo camino de vuelta, sin embargo, les había resultado sorprendentemente fácil cumplir lo que habían acordado: «Esto lo vamos a olvidar».