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Yvonne Knutsen aún oía su voz de aquel tiempo, decidida y maternal, con una aguda arista de decidido instinto de protección.

– Esto lo vamos a olvidar.

Y lo habían olvidado.

Ahora Fiona estaba muerta, y la soledad había revitalizado el secreto. La perseguía, sobre todo por la noche, cuando le parecía verlo como una sombra junto a la ventana, un callado vengador que finalmente había encontrado razones para martirizarla, ahora que ya no tenía nadie con quien olvidar.

Con tal de que Dios le permitiera seguir los pasos de Fiona.

– Dios querido -susurró al cuarto.

Pero el corazón siguió palpitando tozudamente bajo su escuálido pecho.

La luz del día estaba desapareciendo. Eran las cuatro de la tarde del lunes 9 de noviembre. Un hombre de treinta y siete años estaba haciendo algo claramente ilegaclass="underline" escalaba una grúa. El artefacto, amarillo y con más de veinte metros de altura, se alzaba sobre un caos de materiales de construcción y maquinaria. Apenas se había despegado del suelo cuando el hombre empezó a sentir cómo el frío viento le atravesaba la ropa. Los guantes eran demasiado finos. Su compañero ya se lo había advertido. El metal era como hielo, pero no se había atrevido a coger unos más gruesos, al fin y al cabo era mejor conservar el control sobre los dedos.

No subía lo suficientemente deprisa. Su compañero ya estaba a medio camino. Claro que también era más joven, y además estaba en mejor forma.

Vegard Krogh intentaba pensar en positivo.

En realidad no tenía fuerzas para estas cosas. Se encaminaba a regañadientes hacia los cuarenta, y nunca había obtenido el reconocimiento y la publicidad que se merecía. En su opinión, escribía de un modo accesible, pero también con fuerza literaria y alta calidad. Quienes escribían sus reseñas, en la medida en que la obra de Vegard Krogh era objeto de algo más que comentarios casuales en la prensa local de su lugar de origen, en el fondo estaban de acuerdo. Vegard Krogh tenía voz propia, había escrito uno de los cronistas; una pluma original e irónica. Se decía que tenía talento. Desde entonces no sólo había envejecido, sino que se había convertido en un autor de referencia. Lo sabía muy bien: tenía cosas importantes que contar. Su talento ya había florecido; ya debería estar consolidado, ser uno de aquellos con quienes se cuenta. En el panel de corcho de su casa colgaba la reseña de Morgenbladet de su tercera novela. No era gran cosa, un par de columnas, gastadas y amarillentas tras algunos años en la cocina, pero aparecía la expresión «fuerte, vital y, a veces, técnicamente brillante».

Los lectores, en cambio, lo traicionaban completamente. No pensar. Escalar.

Tendría que haberse puesto un mono de trabajo. Entre el jersey y la cintura del pantalón, había surgido un hueco. El frío lo picoteaba como témpanos de hielo contra las vértebras lumbares. Intentó repujarse la camiseta de lana con una de las manos. Lo alivió durante algunos segundos.

Que fuera lo que Dios quisiera. No sabía bien de dónde sacaba la energía. Sin pensar en el frío, sin prestar atención a la altura creciente sobre el suelo, sin pensar en el proyecto mortalmente peligroso que ahora estaba decidido a llevar a cabo, se concentraba en poner una pierna encima de la otra. Elevar una mano un estribo, mientras la otra se aferraba al metal. Una y otra vez. Mantener el ritmo. Darlo todo.

Estaba arriba.

El viento tenía tal fuerza que sentía cómo oscilaba la grúa. Miró hacia abajo. Cerró los ojos.

– No mires abajo -le gritó su compañero-. ¡Todavía no mires abajo, Vegard! ¡Mírame a mí!

Los párpados se le pegaban al iris.

Quería mirar, pero no se atrevía. La náusea se le echó encima, en tremendas oleadas.

– Esto tú ya lo has hecho antes -oyó la voz de su compañero, esta vez mucho más cerca-. Todo va bien, ¿sabes?

Una mano lo agarró por el brazo. Lo apretó.

– Esto es exactamente igual que en verano -dijo la voz-. La única diferencia es el tiempo que hace.

Y la ilegalidad, pensó Vegard Krogh intentando no mirar hacia atrás.

El periódico La lucha de clases había sido un callejón sin salida. Se había quedado demasiado tiempo. Quizá porque al fin y al cabo le dejaban escribir lo que quisiera. La lucha de clases era importante. Tomaba partido. Los periódicos debían tomar partido, sobre fundamentos limpios y políticos, y a Vegard Krogh le permitían despotricar cuanto quisiera. Con tal de que la agresión estuviera puesta en la dirección adecuada, como expresaba el director del periódico. Dado que La lucha de clases y Vegard Krogh tenían opiniones casi coincidentes sobre la vida cultural noruega, el escritor contaba con el apoyo incondicional de la redacción para sus venenosas reseñas perfectamente redactadas, sus furibundos análisis y sus burdos e injuriosos comentarios. Siguió durante varios años, hasta que comprendió abatido que casi nadie leía La lucha de clases.

Nunca se querellaban contra él.

Cuando le dieron el trabajo en TV2, como colaborador cultural, pareció que las cosas iban a mejorar. Durante un año escaso había sido una especie de figura de culto para los hombres jóvenes, acusadores y vestidos de traje, que sabían dónde se encontraba el país y adonde debía encaminarse Noruega. Vegard Krogh era uno de ellos, un poco mayor, quizá. Pero desde luego uno de ellos. Se dio a conocer como reportero intrépido en Joven y urbano, más tarde cada jueves a través de un furibundo rincón propio, de diez minutos de duración, en Entretenimiento absoluto.

Después, tras algunas casi demandas de más, que, gracias a un director del canal demasiado jovial y dispuesto a disculparse, nunca llegaron a la sala del juzgado, lo quitaron del cartel. En TV2 no estaban tan abiertos como en La lucha de clases a lo que, en una reunión interna de ajuste de cuentas, denominaron como payasadas, demostrando así su ignorancia. En realidad, a Vegard Krogh le dio exactamente lo mismo. TV2 era un canal completamente comercial del peor de los modelos norteamericanos.

Por fin se atrevió a mirar hacia abajo.

– ¿Lo ves? -Le gritó el compañero-. ¿Sobre la plancha naranja?

Vegard Krogh miró hacia abajo. El viento le transformó el anorak en un globo; una enorme burbuja que le impedía ver nada.

– Empieza -aulló.

– Tenemos que salir un poco más sobre el brazo de la grúa -le berreó su compañero soltándole el brazo-. ¿Podrás hacerlo?

Finalmente estaba donde tenía que estar. Intentó relajarse. Desdeñó el frío. Olvidó la altura. Fijó la mirada en el libro allá abajo; un rectángulo casi invisible sobre una gran plancha naranja. Se le caían las lágrimas, le echó la culpa al frío e intentó sentir su propia fuerza. A la izquierda, sobre una pila de ladrillos de alta resistencia, estaba la cámara. El fotógrafo se había puesto la capucha. Vegard Krogh alzó el brazo como señal. Una luz muy intensa lo deslumbró, y le llevó varios segundos volver a avistar la diana.

Tenía los tirantes bien ajustados. El compañero los comprobó una última vez.

– Ya está -dijo en voz alta-. Ya puedes saltar.

– ¿Así que estás seguro de que la cuerda aguanta? -gritó innecesariamente Vegard Krogh una vez más.

– Hasta el último gramo -le gritó su compañero-. ¡Te pesé tres veces antes de elegirla, joder! ¡La última vez que medí esta grúa fue ayer! ¡Salta! ¡Me estoy congelando!

Vegard Krogh le echó una última mirada al fotógrafo. La capucha con ribete de piel de lobo cubría la mitad de la cámara. El objetivo estaba dirigido hacia los dos que estaban en lo alto. A lo lejos se oía una sirena. Se aproximaba.

Vegard Krogh apuntó al libro, su última colección de ensayos, una mancha casi invisible sobre una plancha circular de color naranja.

Saltó.

La caída fue demasiado lenta.

Tuvo tiempo de pensar. Tuvo tiempo de pensar demasiado. Pensó que pronto cumpliría cuarenta años. Pensó en que su mujer no parecía demasiado fértil; llevaban ya tres años intentando tener un hijo, sin otro resultado que las decepciones mensuales sobre las que ya no merecía la pena hablar en voz alta. Pensó en que seguían viviendo en un piso de dos habitaciones en Granland y que nunca conseguían ahorrar más que unas minucias.