– Como soléis enfadaros cuando os avisamos demasiado tarde… -dijo finalmente el comisario-. Lo hemos dejado todo tal y como estaba, aunque, como ya he dicho, hemos acabado la mayor parte de…
– Nosotros nunca acabamos -dijo Berli-. Pero gracias. Habéis hecho bien. Especialmente con esta mujer. ¿La prensa ya ha…?
– Todavía no. Hemos enganchado al filipino, lo estamos interrogando y lo vamos a retener todo lo posible. Fuera hemos tenido todo el cuidado que hemos podido. Es importante proteger las huellas, sobre todo con la nieve y esas cosas, y supongo que los vecinos se habrán sorprendido un poco. Pero por ahora ninguno puede haber dado el chivatazo a nadie. Supongo que más bien estarán pendientes de la nueva princesa. -Una fugaz sonrisa se transformó en seriedad-. Pero claro… La mismísima «Fiona en faena» asesinada. En su propia casa, y de este modo…
– De este modo -asintió Berli-. Estrangulada, ¿no?
– Eso pensaba el médico. No tiene cortes ni balazos. Marcas en el cuello, ya lo ves.
– Ya, pero ¡mejor échale un vistazo a esto!
Berli se puso a mirar la lengua sobre el escritorio. Realmente el papel había sido plegado con primor, formaba un jarrón chato con una apertura para la punta de la lengua y con elegantes alas simétricas.
– Casi parecen pétalos -dijo el agente más joven frunciendo la nariz-. Con algo desagradable en el centro. Bastante…
– Llamativo -murmuró Berli-. El asesino tiene que haberlo traído hecho. No consigo imaginarme a nadie que primero mate a alguien de este modo y luego se tome el tiempo para hacer «origami».
– Creo que podemos descartar que haya nada sexual en esto.
– «Origami» -repitió Sigmund Berli-. El arte japonés de plegar papel. Pero…
– ¿Qué?
Berli se inclinó aún más sobre el órgano cercenado. Lo mismo hizo el comisario. Y así se quedaron los dos policías, coronilla contra coronilla, y sus respiraciones no tardaron en acompasarse.
– No sólo la han cortado -dijo finalmente Berli enderezando la espalda-. Tiene un tajo en la punta. Alguien la ha dividido en dos.
El agente uniformado que estaba junto a la puerta se volvió hacia ellos por primera vez desde que Sigmund Berli llegó al lugar de los hechos. Tenía el rostro desnudo, como el de un adolescente, con espinillas; la lengua recorría los labios una y otra vez mientras que la nuez brincaba sobre el ceñido cuello de la camisa.
– ¿Me puedo ir ya? -preguntó débilmente-. ¿Me puedo ir?
– Visceredera al trono -dijo la chiquilla, y sonrió.
El hombre medio desnudo se pasó la cuchilla lentamente por el cuello antes de enjuagarla y volverse. La niña estaba sentada en el suelo sacándose el cabello a través de los agujeros de un gorro de baño estropeado.
– Así no puedes ir -dijo él-. Quítatelo, anda. Podemos coger el gorro que te han regalado para Navidad. ¡Seguro que te quieres poner guapa para ver a tu hermana por primera vez!
– Visceredera al trono -repitió Kristiane, y se caló más aún el gorro de baño-. Peredera al trono. Heredera al tono.
– Quizá lo que quieres decir es heredera al trono -dijo Yngvar Stubø, y se aclaró con agua el resto de la espuma-. Eso es alguien que antes o después acaba siendo reina.
– Mi hermana va a ser reina -dijo Kristiane-. Supongo que eres el hombre más grande del mundo, en realidad.
– ¿Eso crees?
Alzó a la niña y se la colocó sobre la cadera. Los ojos de la chiquilla vagaron de un punto al otro, sin determinación, como si mirada y contacto físico al mismo tiempo fueran demasiado para ella. Era pequeña para sus casi diez años de edad.
– Heredera al trono -dijo Kristiane mirando al techo.
– Correcto. Resulta que nosotros no somos los únicos que hemos tenido hoy un bebé. También…
– Mette-Marit es tan guapa -le interrumpió la niña aplaudiendo entusiasmada con las manos-. Sale en la tele. Nos han dado pan con queso para desayunar. La mamá de Leonard ha dicho que ha nacido una princesa. ¡Mi hermana!
– Sí -dijo Yngvar, y la volvió a dejar en el suelo para intentar quitarle el gorro de baño sin tirarle demasiado del pelo-. Nuestro bebé es una hermosa princesa, pero no es heredera al trono. ¿Cómo piensas que se debería llamar?
Por fin el gorro se aflojó. Largos cabellos se adherían a su interior, pero Kristiane no reaccionó al dolor cuando él se lo quitó.
– Abendgebet -respondió ella.
– Eso significa «oración nocturna» -le explicó él-. No se llama así. La muchacha encima de tu cama, quiero decir. Es alemán, y explica lo que hace la chica de la foto…
– Abendgebet -dijo Kristiane.
– A ver qué dice mamá -dijo Yngvar, y se puso los pantalones y la camisa-. Ve a buscar el resto de tu ropa. Tenemos que poner tierra de por medio.
– Tierra de por medio -dijo Kristiane, y salió al pasillo-. Tierras. Con vacas y caballos y gatitos. ¡Jack! ¡El rey de América! ¿Quieres venir a ver al bebé?
Un enorme perro, con el pelo marrón dorado y una lengua que le caía de entre sus fauces sonrientes, salió corriendo del cuarto de Kristiane. Meneaba el rabo con entusiasmo al mismo tiempo que correteaba en torno a la niña.
– Jack se va a tener que quedar en casa -dijo Yngvar-. ¿Dónde se habrá metido tu gorro?
– Jack se viene con nosotros -dijo Kristiane alegremente, y ató una bufanda roja al cuello del animal-. La heredera al trono también es hermana suya. En Noruega hay igualdad entre los sexos. Las chicas pueden hacer lo que quieran. Eso dice la mamá de Leonard. Y tú no eres mi papá. Isak es mi papá. Eso lo digo yo.
– Y es todo verdad -se rió Yngvar-. Pero yo te quiero mucho. Y ahora vamos a tener que irnos. Jack se queda en casa. Está prohibido llevar perros al hospital.
– El hospital es para los enfermos -dijo Kristiane cuando él le puso el abrigo-. El bebé no está enfermo. Mamá no está enferma. Pero están en el hospital.
– Eres una pequeña muy lógica.
La besó en los labios y le caló el gorro sobre las orejas. De pronto ella lo miró a los ojos. Él quedó petrificado, como hacía siempre en estos raros momentos de apertura, repentinas mirillas a una existencia que nadie conseguía apresar del todo.
– Ha nacido una heredera al trono -dijo ella con solemnidad, antes de coger aire y seguir citando las noticias matutinas de la televisión-: Un acontecimiento para el país, para el pueblo, pero sobre todo para los padres, claro. Y todos nos alegramos especialmente de que en esta ocasión haya sido una niñita. -Un pitido sonó medio ahogado bajo la fila de ropa de abrigo que colgaba de un perchero-. El teléfono móvil -apuntó mecánicamente-. Dam-di-rum-ram.
Yngvar Stubø se levantó y se puso a palpar frenéticamente las chaquetas y los abrigos que colgaban en un caos hasta encontrar lo que estaba buscando.
– Hola -dijo con escepticismo-. Aquí Stubø.
Tranquilamente, Kristiane se volvió a quitar la ropa. Primero el gorro, después el abrigo.
– Un momento -dijo Yngvar al aparato-. ¡Kristiane! No… Espera un poco.
– No.
La chiquilla ya se lo había quitado casi todo. Sólo le quedaban la camiseta y las braguitas rosas. El leotardo se lo puso en la cabeza.
– Ni hablar -dijo Yngvar Stubø-. Tengo quince días de baja por paternidad. Llevo despierto más de veinticuatro horas, Sigmund. Por Dios, hace menos de cinco horas que ha nacido mi niña y ya…
Kristiane se colocó las piernas del leotardo como si fueran largas trenzas que bajaban por su tripita.
– Pipi Calzaslargas -dijo alegremente-. Tararí tarará.
– No -dijo Yngvar tan cortante que Kristiane pegó un respingo y rompió a llorar-. Estoy de baja. He tenido una hija. Yo…