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– Una pena… -dijo Sigmund bostezando ruidosa y visiblemente- que no seamos capaces de encontrar más que minucias en su vida. Ningún conflicto grande. Algo de envidia por aquí y por allá, era una señora de éxito. Una bronca con Hacienda hace un par de años. Un conflicto con el vecino por un abeto que robaba la luz del despacho de Fiona. Nimiedades. Por cierto, talaron el árbol sin que el caso llegara a un juzgado.

– Resulta llamativo que no… -comenzó Inger Johanne, y se interrumpió a sí misma-: ¿Y ahora?

Su temor era visible al mirar a Yngvar.

– No es nada -dijo él una vez más-. Relájate. Está durmiendo.

Inger Johanne había accedido a que Ragnhild durmiera en el dormitorio, al menos cuando tuvieran visitas.

– Resulta llamativo -repitió vacilante- que no encontréis nada turbio en la vida de Fiona Helle. Muy llamativo. Tenía cuarenta y dos años. Se os tiene que haber escapado algo.

– ¿Por qué no pruebas tú? -dijo Sigmund, visiblemente ofendido-. Hemos tenido quince hombres trabajando en esto varias semanas y el resultado es nulo. ¿No podría ser que la señora simplemente fuera un modelo de virtud?

– Los modelos de virtud no existen -dijo Inger Johanne sin humor.

– Pero ¿y el perfil?

– ¿Qué perfil?

– El que ibas a hacer -aclaró Sigmund.

– No puedo hacer el perfil de quien mató a Fiona Helle -dijo Inger Johanne, que se bebió el resto del café de un sorbo-. No con seriedad, al menos. Nadie puede hacerlo. Pero puedo daros un buen consejo. Buscad las mentiras de su vida. Encontrad la mentira. Y quizá no necesitéis ningún perfil. Entonces tendréis al tipo.

– O a la tipa -dijo Yngvar con una débil sonrisa.

Inger Johanne no se dignó contestar. En vez de eso, salió de puntillas hacia el dormitorio.

– ¿Siempre se preocupa tanto? -susurró Sigmund.

– Sí.

– Yo no lo habría aguantado.

– Pero si tú apenas ves a tu familia -le recordó Yngvar.

– Corta el rollo. Estoy más en casa que la mayoría de la gente que conozco.

– Cosa que tampoco dice gran cosa.

– Eres medio bobo.

– Idiota -le sonrió Yngvar-. ¿Más café?

– No, gracias. Pero eso de ahí…

Sigmund señalaba hacia el final del banco, donde una botella brillaba amarronada a la luz de las velas del candelabro del cerco de la ventana.

– ¿No vas a conducir?

– La parienta tiene el coche. Una reunión de padres, o algo así.

– Ya ves.

Yngvar agarró dos copas de coñac sobredimensionadas y las sirvió.

– Salud -dijo Sigmund.

– No tenemos gran cosa por la que brindar -dijo Yngvar, y le pegó un sorbo.

Las garras de Jack rascaron el parqué. El animal se paró en seco en medio del cuarto y se estiró a la par que bostezaba largamente.

– No me digas que no parece que se está riendo -murmuró Sigmund.

– Creo que eso es lo que hace -dijo Yngvar-. De nosotros, quizá. De nuestras preocupaciones. Ése no piensa más que en comida.

El perro meneó levemente la cola y se fue para la cocina. Se puso a lloriquear ante la puerta de la basura. Aplastaba el hocico contra el suelo, para comerse a lametazos, ávidamente, las manchas de grasa y las migas.

– La comida la tienes en tu cuenco -dijo Yngvar-. ¡Guau!

Jack ladró agudamente y le gruñó a la puerta de la basura.

– No lo excites, anda. ¡Calla, Jack!

Inger Johanne volvió con Ragnhild despierta en brazos.

– Sabía que había oído algo -dijo, sin ocultar el tono triunfal de su voz-. Está mojada. La puedes cambiar. ¡Jack! ¡Ve a acostarte!

– La niñita de su papá -murmuró Yngvar, cogiendo cariñosamente a su hija en brazos.

– Nuestra niña bonita está mojada.

– Está hecho un flan -le dijo Sigmund a Inger Johanne.

– Ser buen padre, se llama a eso -apuntó ella, sonrió y siguió a Yngvar con los ojos cuando desapareció hacia el baño.

Jack los siguió con las orejas gachas. Se detuvo junto a la pared de separación con el salón, y le echó aún otra mirada suplicante a Inger Johanne.

– Acuéstate -dijo ella, y el perro desapareció.

Del primer piso subía música atenuada. La mitad del sonido desaparecía con el aislamiento del suelo. Los golpes del bajo eran lo único que llegaba hasta arriba, Inger Johanne frunció la nariz antes de ponerse a llenar el lavavajillas.

– Se oye bastante -constató Sigmund sin hacer ademán de irse-. ¿Puedo o qué? Señaló la botella de coñac.

– Sí, sí. Por supuesto. Sírvete.

La música subía cada vez más.

– Debe de ser Selma -murmuró Inger Johanne-. Una adolescente. Sola en casa, me imagino.

Sigmund sonrió y metió la nariz en la copa. Se estaba relajando, pensó con sorpresa. Había algo en el ambiente de la casa, en el tono, la luz, los muebles. Había algo en Inger Johanne. En el trabajo se murmuraba que era muy estricta. Se equivocaban, pensó Sigmund, mojando su labio dolorido en el alcohol. La quemadura le picaba agradablemente y bebió.

Inger Johanne no era estricta. Era fuerte, pensó Sigmund, a pesar de que era evidente que se preocupaba demasiado por el bebé. Quizá no fuera tan extraño, teniendo en cuenta lo rarilla que era la mayor de las niñas, una cría particular y enclenque, que aparentaba tres años menos de los que tenía en realidad. Yngvar se la había llevado al trabajo un par de veces, era capaz de matar del susto a cualquiera. Tan pronto se comportaba como una niña de tres años, como decía algo que podía haber salido de la boca de un estudiante universitario. Al parecer le pasaba algo en el cerebro. Algo que no sabían qué era.

A Sigmund siempre le había gustado Yngvar. Le gustaba pasar el rato con aquel hombre mayor que él. Pero de todos modos, rara vez tenían trato en su tiempo libre. Justo después del accidente, por supuesto, cuando la hija de Yngvar cayó sobre la madre al intentar limpiar los canalones y ambas murieron, Sigmund había estado ahí, claro. Recordaba la luz del sol bajo a través de las copas de los árboles, los dos cadáveres en el jardín, Yngvar que no decía nada, que no lloraba, que no hablaba. Simplemente se quedó de pie, con su nieto llorando en brazos, como si fuera la mismísima vida lo que estaba apretujando y casi aplastando.

– ¿Seguís teniendo a Amund los fines de semana? -preguntó Sigmund de pronto.

– En principio lo tenemos fin de semana sí, fin de semana no -dijo Inger Johanne, sorprendida por la pregunta-. Pero ahora, con el bebé y todo esto… Al principio supongo que era más bien un arreglo para aligerar la carga del yerno de Yngvar.

– No -dijo Sigmund.

– ¿Cómo?

Ella se volvió hacia él.

– No era por eso -dijo él llanamente-. Hablé mucho con Bjarne en esos momentos, ¿sabes? Con el yerno, quiero decir.

– Sé cómo se llama el yerno de Yngvar.

– Claro. En todo caso… Ese arreglo era para ayudar a Yngvar. Para darle algo por lo que vivir. Estábamos preocupados. Muy preocupados, Bjarne y yo. Me alegra ver que… -Se bebió el resto del aguardiente de un trago y echó una alegre mirada a su alrededor-. Este es un buen hogar -dijo con inesperada solemnidad en la voz; tenía los ojos húmedos.

Inger Johanne meneó la cabeza y se río entre dientes. Se puso los brazos en jarras, ladeó la cabeza y le siguió las manos con los ojos. Él se sirvió una copa triple, antes de ponerle el corcho a la botella con un dramático chasquido.

– Ya está. Suficiente por hoy. A tu salud, Inger Johanne. Eres toda una mujer, hay que decirlo. A mí me encantaría llegar a casa todos los días con la parienta y saber que le interesa lo que ando haciendo en el trabajo. Que supiera algo de eso. Como tú. Eres una gran chica. Salud otra vez.

– Y tú eres un tipo muy curioso, Sigmund.