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Realmente lo habían mirado con el ceño fruncido.

– Buenos compañeros de partido -había sonreído Vibeke, algo estirada, cuando los periodistas, con algo de curiosidad de más, habían intentado profundizar en la relación que había entre ellos-. Trabajamos muy bien juntos, Rudolf y yo.

Procuró respirar más profundamente.

Enderezó la espalda. Sacó pecho, metió tripa, como en la playa el año anterior, aquel verano maravilloso cuando aún nada estaba decidido. Cuando estaba seguro de que lo iban a nombrar líder del partido tan pronto como el viejo por fin decidiera que el momento estaba maduro para un cambio.

Sencillamente no conseguía respirar.

Estrellas rojas le bailaban ante los ojos. Estaba a punto de desmayarse. Tambaleándose, con las manos contra la pared, consiguió salir del baño. En el pasillo se recuperó un poco, le dieron arcadas pero no vomitó, y siguió tambaleándose hacia el salón, hasta la puerta de la terraza. Estaba cerrada. Intentaba mantener la calma, algo andaba mal con los goznes, sólo tenía que levantarla un poco, así. La sangre dibujó curiosas figuras sobre el marco. La puerta se abrió.

El aire gélido lo golpeó insuflándole vida.

Abrió la boca y respiró.

Lo habían mirado de un modo tan raro.

Llamativo, seguro que habían pensado eso. Extraño que Rudolf Fjord fuera claramente el más afectado por la brutal muerte de Vibeke Heinerback. Kari Mundal fue la peor.

De verdad que la gente no tenía ni idea de cómo era Kari Mundal. Una graciosa, diminuta y aguda ama de casa, pensaban todos.

Aguda desde luego era.

En el mejor de los casos no pasaría nada, pensó Rudolf Fjord tragando aire limpio. Ya estaba más tranquilo, y se abrochó la camisa con manos ligeramente temblorosas. La sangre ya había empezado a coagular. Se chupaba cuidadosamente el dedo.

La mezcla del amoniaco había que hacerla más diluida, se daba cuenta.

En el mejor de los casos no pasaría absolutamente nada.

Capítulo 6

La casa a la entrada del bosque era típica de los años cincuenta. No era gran cosa, casi podía pasar por una cabaña; una caja de madera construida con las tablas en vertical y un solitario balcón acristalado en medio de la fachada simétrica. El porche sobre la puerta de entrada era pequeño, con un banco a cada lado. La escalera era de obra y el escalón central necesitaba unos arreglos. Por lo demás el edificio estaba bien cuidado. Yngvar Stubø estaba en la calle, junto a la cancela. Se percató de que el tejado era nuevo y de que el color rojo de la madera era tan aceitoso que la luz de luna se reflejaba sobre la pintura.

El farol de uno de los postes de la cancela estaba roto. Puesto que ya hacía tiempo que habían asegurado todas las huellas, se inclinó hacia el cristal quebrado y levantó la tapa de hierro para poder ver mejor la propia bombilla. También estaba hecha añicos. En el casquillo sólo quedaba un pequeño ribete de cristal dentado. Pasó el dedo índice a lo largo del fondo de la lámpara. Diminutos pedazos de cristal fino y mate se le adherían a la piel. La espiral estaba intacta, lo comprobó a la luz de la linterna. La apagó, se puso el guante y se quedó unos segundos quieto para permitir que los ojos se acostumbraran a la oscuridad.

Bajo el techo del porche, justo encima de la puerta de entrada, también había un farol. No funcionaba. La noche era fría y clara. Al fondo del jardín, la luna colgaba sobre los árboles desnudos, exactamente la mitad, como si alguien la hubiera cortado pulcramente. Su luz hacía que fuera posible apreciar los detalles de la casa, el sendero de gravilla y el desordenado terreno circundante. No había más fuente de luz alrededor de la casa que una farola en la calle, a cincuenta metros de distancia.

– Esto está bastante oscuro -dijo Trond Arnesen innecesariamente.

– Sí -dijo Yngvar-. Y más oscuro estaba la semana pasada, que ni siquiera había luna.

Trond Arnesen moqueó. Yngvar le puso la mano sobre el hombro.

– Escucha -dijo en voz baja, la respiración flotaba entre ellos en nubes azuladas-. Comprendo lo duro que es esto para ti. Sólo quiero que sepas lo siguiente, Trond… ¿Está bien que te llame Trond?

El hombre asintió, y se humedeció los labios con la lengua.

– Tú no estás bajo sospecha en este caso. ¿Vale? -El otro asintió de nuevo y se mordió el labio-. Sabemos que estuviste celebrando una despedida de soltero toda la noche del crimen. Sabemos que Vibeke y tú estabais bien juntos. Os ibais a casar en verano, por lo que he oído. De hecho puedo incluso decirte que… -Miró a su alrededor, de modo tangiblemente furtivo-. Este tipo de cosas nunca las desvelamos -susurró sin soltar el brazo del otro-. Pero toda la familia de Vibeke está libre de toda sospecha. Los padres, el hermano. Tú. De hecho tú fuiste el primero que tachamos de la lista. El primero de todos. ¿Me escuchas?

– Sí -murmuró Trond Arnesen, y se pasó la mano enguantada por los ojos-. Pero voy a heredar… Me va a tocar esta casa y todo. Teníamos un…

El llanto detuvo las palabras, un llanto extraño y suave. Yngvar le pasó la mano por la espalda. Lo sujetaba. El chico medía una cabeza menos que Yngvar, y se apoyó ligeramente sobre él cuando se echó las manos a la cara.

– Que tuvierais un contrato de convivencia sólo significa que erais unos jóvenes sensatos -dijo Yngvar en voz baja-. Tienes que dejar de estar tan asustado, Trond. No tienes nada que temer de la policía, nada. ¿Lo entiendes?

El prometido de Vibeke Heinerback había estado tan muerto de miedo bajo los interrogatorios que el agente encargado había tenido problemas para no reírse, a pesar de lo trágico de las circunstancias. El hombre rubio, con su camiseta Lacoste rosa, apuesto y con el pelo corto, se había aferrado al borde de la mesa y había ingerido tanta agua que parecía seguir bajo los efectos de una sonada resaca, tres días después de la despedida de soltero. Apenas era capaz de responder a las preguntas sobre su fecha de nacimiento y dirección.

– Relájate -repitió Yngvar-. Ahora vamos a entrar tranquilamente en el dormitorio. Ya lo han ordenado todo. No queda nada de sangre, ¿vale? Todo está más o menos tal y como estaba antes… ¿Estás oyendo lo que digo?

Trond Arnesen se puso firme. Tosió levemente contra el puño cerrado y después se pasó la mano por el pelo. Tras tomar aire profundamente un par de veces, sonrió pálidamente y dijo:

– Estoy listo.

La gravilla, mezclada con la nieve y el hielo, crujía bajo sus pies. Junto a la puerta, Trond se detuvo aún otra vez, como si necesitara coger impulso. Por un momento se quedó de pie balanceándose sobre las puntas de los zapatos. Luego volvió a pasarse la mano por la cabeza, un gesto desvalido y desnudo; se ajustó la bufanda y tiró de la chaqueta antes de subir las escaleras de una sola zancada. Un policía uniformado lo condujo al dormitorio. Yngvar lo siguió. Nadie dijo nada.

La cama estaba vacía, aparte de dos almohadas. El cuarto estaba ordenado. Sobre el cabecero de la cama colgaba una reproducción gigante de La historia, de Munch. En una estantería junto a la pared había tres fundas de edredón primorosamente dobladas, algunas toallas y un par de cojines coloridos.

El colchón estaba limpio, sin rastro de sangre. El suelo estaba recién lavado, todavía quedaba un ligero aroma a jabón en el aire. Yngvar sacó las fotografías que llevaba en un sobre de papel Manila. Se acarició el puente de la nariz mientras estudiaba las fotos en silencio durante un par de minutos. Después se volvió hacia Trond Arnesen, que estaba horriblemente pálido bajo la estridente luz cenital, y le preguntó con amabilidad:

– ¿Listo, Trond?

Trond tragó saliva, asintió y dio un paso al frente.

– ¿Qué quieres que haga?