Hacía veinticuatro días que Bernt Helle era viudo. Llevaba la cuenta exacta del tiempo. Cada mañana dibujaba una cruz roja sobre el día anterior en el calendario que Fiona había colgado en la cocina para que Fiorella entendiera mejor las nociones de día, semana y mes. Sobre cada fecha colgaba una criatura del valle de los Mummi. Esa mañana había tachado a Sniff, que llevaba un doce en una cadena de plata alrededor del cuello. Bernt Helle no estaba seguro de por qué lo hacía. Cada mañana una nueva cruz. Cada hora suponía un pasito más lejos de la herida que le decían que sanaría con el tiempo.
Cada noche una cama de matrimonio vacía.
«Hoy es viernes y trece», pensó, y acarició el pelo de su suegra.
Fiona había sido tan supersticiosa. Le daban miedo los gatos negros. Daba grandes rodeos para evitar pasar bajo una escalera. Tenía un número de la suerte y pensaba que el rojo era un color inquietante.
– ¿Sigues aquí? -preguntó Yvonne Knutsen entreabriendo los ojos-. Ya te tienes que ir, como comprenderás.
– Qué va. Esta noche Fiorella está en casa de mi madre. Es viernes, ya sabes.
– No -dijo ella, aturdida.
– Sí, es vier…
– No lo sabía. Un día es igual a otro, aquí tumbada. ¿Me darías un poco de agua?
Bebió con avidez por medio de la pajita.
– Alguna vez has… pensado que Fiona tuviera…, que era como si… -dijo de pronto Bernt, sin habérselo pensado en realidad.
Yvonne dormía. Los ojos, al menos, se le habían cerrado y la respiración era constante entre los labios secos.
Bernt nunca había entendido del todo la inclinación de Fiona hacia la religiosidad. Si todavía se hubiera tratado de la Iglesia, la Iglesia noruega corriente, en la que lo habían educado a él y que le permitía aún participar honestamente en las bodas, los funerales y alguna que otra misa del gallo. Pero Fiona no tenía Iglesia. Tampoco secta, menos mal. No tenía parroquia ni otra adhesión espiritual más que sí misma, una tendencia a caer fuera, o dentro, de algo que nunca quería compartir con él. Cuando eran muy jóvenes, le fascinaba que leyera tanto. Sobre las religiones, sobre la filosofía oriental, sobre pensadores y grandes pensamientos. Durante un tiempo, debió de ser a principios de los noventa, quizás incluso antes, había coqueteado con la New Age. Por suerte no duró mucho. Pero más tarde, cuando terminó lo que parecía la búsqueda de un suelo teológico y que duró más de diez años, se volvió aún más distante. No siempre, y desde luego no en todos los ámbitos de la vida. Cuando finalmente llegó Fiorella, el sentimiento de comunidad entre ellos era tan fuerte que organizaron una segunda boda, quince años después de la primera.
La irreparable soledad del alma, lo había denominado irónicamente ella en las raras ocasiones en que le había preguntado. Entonces se cerraba, primero sonreía sin que el calor jamás le llegara a los ojos y después cerraba el rostro. Se conocían desde siempre, entre las casas de sus padres apenas había doscientos pasos cortos. En la adolescencia casi no se vieron, eran demasiado distintos. Cuando ambos tenían veinte años y se encontraron en un bar de Oslo, no se podía creer su propia suerte. Acababa de sacarse el diploma de oficial y había empezado a trabajar en la empresa de fontanería de su padre. En la barra del bar se había hurgado los pantalones; de ninguna manera iba a permitir que ella descubriera que estaban a punto de rompérsele. Fiona era una rubia de pelo largo que estudiaba en la Universidad de Blindern. Esa noche se hicieron pareja y desde aquel momento Bernt Helle no había tenido otra mujer.
Era desasosegada, en cierto sentido, al mismo tiempo que se aferraba a todo lo que fuera eterno y firme.
– No debería haberlo hecho -dijo de pronto Yvonne abriendo los ojos-. No deberíamos haberlo hecho.
– Yvonne -dijo Bernt, y se inclinó sobre la mujer.
– Ah -dijo ella dócilmente-. Estaba soñando. Agua, gracias.
«Está empezando a perder la cabeza», pensó él, abatido. Ella se volvió a dormir.
Ya no era posible mantener una conversación de verdad con Yvonne, pensó. No importaba. Compartían una gran pena. Con eso bastaba.
Se levantó y miró el reloj. Era casi medianoche. Se puso el abrigo sin hacer ruido y cubrió bien a Yvonne con el edredón. Era obvio que ya no quería seguir. Cada uno se enfrentaba a la pérdida a su manera, ella luchaba por salirse de la vida con las pocas fuerzas que le quedaban.
Él, en cambio, esperaba conseguir volver algún día, a base de luchar.
La reconstrucción había acabado. La mayoría había abandonado ya el lugar. Sólo quedaban Yngvar Stubø y Trond Arnesen, que seguían en el dormitorio. El joven no conseguía arrancarse de allí. La mirada barría la habitación, una y otra vez, y él daba vueltas acariciando las cosas, como si tuviera que asegurarse de que aún existían.
– ¿Te parece raro que quiera volver a vivir aquí? -preguntó sin mirar a Yngvar.
– Para nada. Completamente natural, si me preguntas a mí. Ésta era vuestra casa. Sigue siendo tu hogar, aunque Vibeke haya muerto. ¿Me han dicho que tú la ayudaste con la restauración?
– Sí. También en este cuarto.
– ¿Lo recuerdas tal y como está?
– No.
– Tienes que intentarlo. El dormitorio tiene este aspecto. -Yngvar desplegó el brazo y vaciló antes de proseguir-: Nuestros hombres no han hecho más que… fregar. La ropa de cama y los edredones, desgraciadamente, no se podían salvar. Por lo demás, todo está como antes, por lo que entiendo. Y así es como lo tienes que recordar tú. Vas a vivir aquí, Trond. Vas a vivir aquí un montón de años, quizá. Esa noche de la semana pasada, de una manera u otra, vas a tener que aparcarla en algún otro sitio. La verdad es que comprendo cómo estás. Y te aseguro una cosa: se va. Yo he estado ahí, en el mismo lugar, Trond. Se va.
El joven lo miró, de frente. Tenía los ojos azules con vetas verdes. Hasta ese momento Yngvar no se había dado cuenta de que había un brillo rojo en su pelo fuerte y rubio y que una débil red de pecas se dibujaba sobre la base de su nariz, a pesar de la palidez invernal.
– ¿Qué quieres decir? -murmuró.
– Encontré a mi familia muerta en el jardín -dijo Yngvar lentamente sin evitarle la mirada-. Un accidente. Estaba seguro de que nunca iba a ser capaz de volver a acercarme al sitio. Quería mudarme, pero me faltaban las fuerzas. Un día, debía de ser un par de meses más tarde, abrí la puerta de la terraza y salí. No me atrevía a abrir los ojos. Pero entonces empecé a escuchar.
Trond se había sentado en la cama. Tenía el cuerpo tieso y tenso, como si no confiara del todo en que el mueble lo fuera a aguantar. Se apoyaba sobre el colchón con las dos manos.
– ¿Qué oíste? -preguntó.
Yngvar se metió la mano en el bolsillo de la camisa y sacó una funda de puro. La deslizaba entre el dedo gordo y el índice, adelante y atrás, una y otra vez.
– Tantas cosas -dijo calladamente-. Oía tantas cosas. Los pájaros seguían ahí. Estaban allí desde que nos mudamos de recién casados, hace mucho tiempo. Teníamos veinte años, ¿comprendes? Primero la alquilamos, luego la compramos. Cantaban. -De pronto buscó aire-. Cantaban -repitió, más alto esta vez-. Los pájaros cantaban como siempre. Y entre los cantos, entre todo aquel maldito jolgorio, era… a Trine a quien oía. Mi hija. La oí llamarme cuando sólo tenía tres años, llorando a mares porque se había caído del columpio. Oí el repiqueteo del hielo cuando mi mujer venía con limonada. La risa de Trine jugando con el perro del vecino se me hizo tan tangible…, tenía la impresión de poder oír el crepitar de la barbacoa de noches largas y… de pronto podía olerlas a las dos. A mi mujer. A mi hija. Abrí los ojos. Aquello era nuestro jardín. Era un jardín repleto de los mejores recuerdos que tengo. Era obvio que no me podía mudar.
– ¿Sigues viviendo ahí?
Trond se estaba relajando más. La espalda se le combaba y apoyó el codo sobre una rodilla.