– No. Pero ésa es otra historia. -Yngvar se río brevemente y volvió a meter la funda de los puros en su sitio-. Llegan nuevas historias -dijo-. Siempre llegan nuevas historias, Trond. Así es la vida. Pero entre tanto tienes que reconquistar este cuarto. La casa. El lugar. Es tuyo. Y está lleno de buenos recuerdos. Evócalos. Olvida esa terrible noche.
Trond se levantó, estiró el cuerpo, ladeó la cabeza de un lado a otro mientras se hurgaba los pantalones. Después sonrió débilmente:
– Eres un policía amable.
– La mayor parte de los policías son agradables.
El chico mantuvo la sonrisa. Después echó una última ojeada a su alrededor y se dirigió a la puerta.
Por fin Trond Arnesen estaba listo para irse.
A medio camino vaciló, se detuvo, avanzó otro paso, antes de darse la vuelta y acercarse a la mesilla del lado izquierdo de la cama. Abrió un pequeño cajón, despacio y vacilante, como si esperara encontrar algo aterrador.
– ¿Has dicho que no se ha hecho nada más aquí? -preguntó Trond-. ¿Que sólo han limpiado? ¿Que no se han llevado nada?
– Sí. No de aquí dentro. Nos hemos llevado algunos papeles y el ordenador, por supuesto, como te advertimos, y…
– Pero ¿nada de aquí dentro?
– No.
– Mi reloj. Estaba sobre la mesilla. Y el libro.
– ¿Ah, sí?
– Tengo un reloj de submarinista. Un cacharro grande. No puedo dormir con él, claro, así que lo dejo aquí por las noches.
Sus dedos martillearon contra la superficie de la mesilla. Se puso el dedo sobre el puente de la nariz, concentrado.
– Pero no te habías acostado. Estabas celebrando lo de tu hermano…
– Justo -lo interrumpió-. Me había arreglado. Teníamos un plan de esos de esmoquin y la verdad es que no pegaba mucho llevar un reloj enorme de plástico negro. Así que lo dejé…
– ¿Estás seguro? -preguntó Yngvar, casi cortante.
Trond Arnesen se volvió hacia él, Yngvar pudo percibir irritación en su voz cuando dijo:
– El libro y mi reloj estaban aquí. Sobre la mesilla. Vibeke era… -Al mencionar su nombre, el filo de su voz desapareció-. Vibeke era un poco alérgica -murmuró-. No quería tener libros en el dormitorio. Sólo me dejaba tener aquí el que estuviera leyendo en cada momento. El último de Bencke. Iba por la mitad. Estaba aquí.
– Bien…, pero te lo tengo que preguntar una vez más: ¿estás completamente seguro de esto que me dices?
– ¡Sí! Mi reloj…, quiero decir, me gustaba ese reloj. Me lo había regalado Vibeke. Mil detalles. Nunca lo hubiera…
Se interrumpió. Un sonrojo casi imperceptible surgió bajo la raíz del pelo. Se tiró distraídamente del lóbulo de la oreja.
– Sigue, por favor.
– Claro que puedo equivocarme -dijo con desánimo-. No estoy del todo seguro, yo…
– Pero te parece recordar…
– Me parece recordar… El libro no puedo haberlo dejado en otro sitio, ¿no? Sólo leo en la cama, yo…
Se quedó mirando a Yngvar, evidentemente desesperado. Esto tenía poco que ver con el libro, pensó Yngvar. Por un momento Trond Arnesen había llegado a pensar que todo podía volver a ser como antes. Yngvar le había hecho creer, durante unos cortos minutos, que un día se borraría y desaparecería la imagen de Vibeke crucificada en la cama.
– No puede ser. El libro no. El reloj, quizá, puede estar en otro sitio, pero yo…
– Ven -dijo Yngvar-. Voy a averiguar lo que ha pasado. Seguro que simplemente lo han dejado en otro sitio. Venga, vámonos.
Trond Arnesen abrió el cajón una vez más. Estaba vacío. Después se acercó al otro lado de la cama. Tampoco allí encontró lo que buscaba. Tenía la mirada medio enajenada cuando se precipitó hacia el baño. Yngvar se quedó quieto. Oyó el ruido de armarios y cajones que se abrían y cerraban, el chasquido de algo que podía ser la tapa de una papelera, portazos, meneos y sacudidas.
Y de pronto el chico estaba ahí, en el umbral de la puerta, mostrando las palmas de las manos vacías.
– Supongo que me estoy haciendo un lío -dijo, con la voz profunda. Bajó la vista-. Vibeke siempre lo decía, que era un desordenado incorregible.
«La maldad es una ilusión», pensó la mujer.
Estaba de pie junto al busto de bronce de Jean Cocteau. Un remiendo con rasgos corrientes, dictaminó, como si un niño hubiera estado jugando con cera derretida y a alguien de pronto se le hubiera ocurrido la idea de perpetuar aquel ensayo carente de todo talento. La escultura estaba situada al borde del muelle, a algunos pasos de la pequeña capilla que el propio Cocteau había decorado. Cobraban por entrar. Por eso sólo había visto los frescos de refilón. Fue en navidades, cuando, en un ataque de nostalgia de día festivo, había querido pasarse por una «casa de Dios». La iglesia de Saint Michel, que estaba sobre la colina, se le hizo insoportable con su kitsch católico y el murmullo sermonero del cura. Había reculado.
Pero pagar por encontrarse con un Dios en el que nunca había creído era aún peor. Le habían entrado ganas de recordarle el ataque de cólera de Jesús en el templo a la mujerona gorda apostada en la puerta de la capilla de Cocteau. La rancia señora estaba sentada tras una mesa llena de suvenires vulgares a precios desorbitados. Para su disgusto, sus conocimientos de francés no daban más que para maldecir a media voz.
Era ya tarde, aquel viernes 13 de febrero. Los daños ocasionados por la marea viva aquella tarde eran considerables. El mar había destrozado las cristaleras de los restaurantes a lo largo del paseo marítimo. Hombres jóvenes en camisa blanca corrían de acá para allá tiritando y cargando con planchas de contrachapado que, con escasa maestría, clavaban ante las ventanas como resguardo provisional contra el viento y las inclemencias del tiempo. Las sillas estaban hechas añicos. Una mesa flotaba a algunos metros del borde del muelle. La mayor parte de los barcos de la bahía se mecían amarrados y habían aguantado la tormenta. Peor les había ido a las cuatro o cinco lanchas que habían estado en el embarcadero. En el mar inquieto y negruzco sólo se vislumbraban restos de madera y de cuerda a la deriva.
Se inclinó sobre Jean Cocteau y pensó de nuevo: «La maldad es una ilusión».
Su medio de vida era el revés de las personas. Nunca hacía chapuzas. Todo lo contrario. Sabía más sobre la traición, la malicia y la vileza del alma que la mayoría de la gente.
En su tiempo, de algún modo se enorgullecía de ello.
Al principio, hacía diecinueve años, cuando todavía estaba en la veintena y había descubierto lo fácil que le resultaba todo aquello, el sorprendente talento oculto al que podía sacar partido, de vez en cuando había sentido emoción. Entusiasmo. Alegría, incluso. Al menos le parecía recordarlo así. Ni siquiera le amargaban los años de estudios a los que no les iba a sacar ningún partido, la perseverancia despilfarrada en la universidad con el único propósito de hacer que pasara el tiempo. Todo ello un esfuerzo inútil, se daba cuenta, pero nada de eso tuvo la menor importancia cuando, a los veintiséis años, encontró su estante en la vida.
La expresión le había hecho sonreír.
Una noche de marzo de 1985, estaba sentada ante un extracto de su cuenta bancaria, con una jarra de cerveza en la mano. Intentaba representarse su propio estante, aquel lugar de residencia único de una estantería imaginaria de la pared de la vida. Al parecer este estante iba a hacer de ella algo especial y valioso, algo completamente particular. La gastada metáfora la había hecho reír en alto e imaginarse masas de gente buscando su sitio, gateando a la caza de una superficie libre.
El mar estaba ahora más tranquilo. En el aire no hacía más de un par de grados, que desaparecían en las ráfagas de viento que seguían entrando por el sur. Los chicos en camisa habían cubierto los peores agujeros y era evidente que ya no les quedaban fuerzas para más. Una pareja joven vestida de oscuro se aproximaba a ella. Cuando se cruzaron, se rieron y cuchichearon entre ellos. Ella se volvió hacia la pareja y siguió con la mirada su torpe avanzar sobre los resbaladizos adoquines hasta que desaparecieron en la oscuridad.