Parecían noruegos. Él llevaba mochila.
Por suerte hacía doce años que no la fotografiaban. Exactamente doce años. Entonces estaba más delgada. Mucho más delgada, y llevaba el pelo largo. La fotografía, a la que de vez en cuando le echaba un vistazo por pura equivocación, era el retrato de otra persona. Así debía pensar. Ahora llevaba gafas. El pelo largo ya no le quedaba bien. El espejo le permitía ver cómo la vida se había atornillado sin piedad a lo que una vez fue un rostro normal. La nariz, que también entonces era pequeña, ahora parecía un botón. Los ojos, que nunca habían sido grandes, pero por lo menos eran marrones y, por lo tanto, no exactamente iguales a los de todo el mundo nórdico, ahora casi desaparecían tras las gafas y un flequillo demasiado largo.
La representación de lo único era un engaño.
Las personas eran tan jodidamente iguales.
No sabía cuándo había caído en la cuenta de la verdad. Probablemente la constatación le había llegado gradualmente, pensó. Lo repetitivo de su trabajo a la larga la había impacientado, aunque no sabría decir qué era lo que querría cambiar. Por supuesto que cada plan era especial, todos y cada uno de los crímenes eran algo particular. Las circunstancias variaban y las víctimas nunca eran iguales. Usaba sus fuerzas, nunca hacía chapuzas en el trabajo. Pero a pesar de todo no conseguía verlo como otra cosa que una serie enervante de repeticiones.
Ya no conseguía que pasara el tiempo.
Simplemente pasaba, por sí mismo.
Hasta ahora, pensó tomando aire.
Todos eran tan iguales.
El tiempo que las personas estaban tan empeñadas en «llenar» era un concepto carente de contenido, creado para proporcionar un sentido engañoso a lo carente de razón: el estar en la vida.
La mujer se puso un gorro en la cabeza y empezó a subir lentamente las escaleras encerradas entre antiquísimas casas de piedra. Los estrechos callejones estaban anormalmente oscuros. Quizá la tormenta había afectado a las líneas eléctricas.
A través del estudio de la conducta humana, en algún momento había comprendido que la consideración, la solidaridad y la bondad no eran más que expresiones vacías para los comportamientos deseados, que habían intentado fijarse alternativamente en las tablas de piedra de Dios, en las visiones eternas de los monjes, en las profecías de un árabe guerrero, en las ideas de los filósofos o en los cuentos de boca de un judío atormentado.
La maldad era lo verdaderamente humano, pensó.
La maldad no era ni la obra del diablo ni la caída en el pecado ni el resultado dialéctico de las necesidades materiales y la injusticia. A nadie se le ocurriría llamar malvada a la leona madre, cuando abandona a su cría enferma sin pensar ni un segundo en que su vástago se encamina hacia una dolorosa muerte sin cuidados. No se puede rastrear ningún reproche en la mención de la zoología del caimán macho, de cómo la atávica criatura se deshace de sus propios hijos con la certeza instintiva de que el hábitat no tolera aún más carga.
Se detuvo en el callejón de la mísera puerta de Saint Michel. Por un momento vaciló. La respiración se le había acelerado con tantos escalones. Puso cuidadosamente la mano sobre el pomo de la puerta, antes de encogerse de hombros y seguir su camino. Era hora de volver a casa. La lluvia había regresado; una fina y ligera humedad que se posaba sobre la piel como un vapor.
No tenía ningún sentido estigmatizar las conductas naturales, pensó. Por eso los animales eran libres. Pero puesto que las personas acabarían exterminándose a sí mismas si carecieran de cultura, de mandamientos, de prohibiciones y de amenazas de castigos correctivos, quizá de todos modos tuviera sentido estampar la marca de Caín en la frente de quienes rompen las normas y siguen los dictados de su propia naturaleza.
– Pero de todos modos no es maldad -susurró buscando aire en Place de la Paix.
La señal en forma de cruz de la pharmacie destellaba en verde vehemente contra la desierta cafetería cerrada, al otro lado de la calle. Se detuvo ante las ventanas de la inmobiliaria.
Le dolían los muslos, un dolor bueno y vago, a pesar de que apenas había subido más de un par de cientos de escalones. Saboreó el sudor de su labio superior. Una ampolla en el talón izquierdo le escocía. Hacía mucho tiempo que no sentía el placer del esfuerzo físico. Los débiles dolores le proporcionaban la sensación de estar realmente presente. Elevó la cara hacia el cielo y sintió el agua de la lluvia caer por dentro del cuello del abrigo, por la nuca, sobre la piel; sintió cómo se le endurecían los pezones.
Todo había cambiado. La propia vida había adquirido un tacto, una intensidad concreta que nunca había sentido antes. Por fin era única.
Capítulo 7
La tarea era demasiado grande
Inger Johanne Vik arrugó la nariz a causa del té. Lo había dejado demasiado tiempo y estaba muy amargo. Escupió de vuelta a la taza el líquido amarronado.
– Puaj -murmuró, alegrándose de estar sola cuando dejó la taza y abrió la puerta de la nevera.
Tendría que haberse negado. Los dos casos de asesinato ya eran lo suficientemente complicados para un equipo de policías profesionales, con acceso a la tecnología moderna, a avanzados programas de ordenador y visión de conjunto, además de con todas las horas del día a su disposición.
Inger Johanne no tenía nada de todo eso. Iba de cráneo. Sus días eran de las niñas. De vez cuando sentía que llevaba puesto el piloto automático, entre la lavadora y los deberes de Kristiane, entre hacer la comida y lo que intentaban ser ratos de paz amamantando al bebe. Incluso las semanas en las que no estaba la hija mayor rebosaban de quehaceres.
Pero las noches eran largas.
El tiempo que pasaba inclinada sobre las copias de los documentos que Yngvar, saltándose todas las reglas, traía a casa por las tardes pasaba lentamente, como si también el reloj considerara que se merecía un descanso tras un día fatigoso.
Cogió una gaseosa, la abrió y bebió de la botella.
– Rotura perianal -dijo a media voz al sentarse de nuevo ante la barra americana y ojear el informe definitivo de la autopsia del caso de asesinato de Fiona Helle.
Comprendía anal. Rotura significaba algo así como desgarro o grieta. El prefijo «peri» era peor.
– Periscopio -murmuró mientras mordisqueaba el lápiz-. Periferia. Peri…
Se golpeó levemente la frente. Por suerte no había tenido que preguntarle a nadie. Para una mujer adulta resultaba embarazoso no entender una palabra inmediatamente. Aunque sus dos hijas habían nacido por cesárea, Inger Johanne tenía bastantes amigas que con vivas palabras le habían descrito el problema.
La pequeña Fiorella había dejado sus huellas. Bien.
Dejó el documento a un lado y se concentró sobre el informe de la reconstrucción. No le decía nada que no supiera de antes. Siguió pasando las hojas con impaciencia. Puesto que el caso había crecido hasta contar con cientos de documentos, quizá más de mil, obviamente no había tenido acceso a todos.
Yngvar agrupaba y seleccionaba. Ella leía.
Sin encontrar nada.
Los papeles eran una serie sin fin de repeticiones, un caminar en círculo alrededor de lo obvio y evidente. No desvelaban ningún secreto. No había oposición, nada que llamara la atención, nada en lo que emplear tiempo de más con la esperanza de ver algo desde una perspectiva diferente.
Desanimada, cerró la carpeta de golpe.
Tenía que aprender a decir que no con mucha más frecuencia.
Como cuando había llamado su madre, ese mismo día, invitando a toda la familia a comer en su casa el domingo. Con Isak, por supuesto.
Habían pasado casi seis años desde el divorcio. Aunque a veces se preocupaba y se irritaba por la indulgente educación que Isak proporcionaba a Kristiane, sin horarios fijos para acostarse, con comidas sencillas y golosinas a diario, sentía una genuina alegría al verlos juntos. Kristiane e Isak eran físicamente iguales y se compenetraban mentalmente, a pesar de la incomprensible y no diagnosticada discapacidad de la niña. Le costaba más aceptar que su ex marido todavía cuidara la relación con los padres de Inger Johanne. Más de lo que lo hacía ella, para ser completamente sincera.