Le dolía y le reprochaba la vergüenza que sentía.
– ¡Espabila!
Sin saber en realidad por qué, volvió a sacar el informe de la autopsia.
Estrangulamiento, ponía. La causa de la muerte ya la sabía de antes. La lengua era descrita clínicamente. Nada nuevo.
Hematomas en torno a ambas muñecas. Ningún indicio de agresión sexual. Tipo de sangre A. Un quiste en la boca, bajo la mejilla izquierda, del tamaño de un guisante y benigno. Cicatrices, en varios sitios. Todas antiguas. De una operación en el hombro, cuatro lunares que le habían quitado y una cesárea. Además de una marca de cinco picos en el brazo derecho, relativamente grande pero prácticamente invisible. Posiblemente se había pinchado con algo hacía mucho tiempo. Tenía uno de los lóbulos de la oreja hinchados. La uña del dedo índice izquierdo estaba azul y a punto de caerse en el momento de la muerte.
El informe, con sus nítidos detalles, no le proporcionaba nada. Sólo le quedaba en la conciencia la vaga impresión de que había algo importante; algo que había agarrado por un instante, una idea sobre algo que no encajaba del todo.
La concentración le fallaba. Se irritaba con Isak, con su madre y con la amistad surgida entre ellos.
Energía desperdiciada, por supuesto. Isak era Isak. La madre era tal y como había sido siempre, rehuía los conflictos, era ambigua y extremadamente leal hacia aquellos a quienes quería.
«Deja de entrometerte», pensó Inger Johanne con cansancio, pero no lo conseguía.
– Enfoca -se dijo a media voz-. Tienes que enfoc… Ahí.
Su dedo se detuvo al final de una de las hojas. Esto no encajaba.
Tragó saliva. Al alzar la mano para seguir ojeando, buscando febrilmente un dato, algo que acababa de leer de pasada, se dio cuenta de que temblaba. Una ligera aceleración del pulso le hizo respirar por la boca.
Ahí.
Tenía razón. Esto simplemente no encajaba. Agarró el teléfono y sintió que la mano se le había humedecido.
En la otra punta de Oslo, Yngvar Stubø estaba cuidando a su nieto de casi seis años. El niño estaba durmiendo sobre su regazo. El abuelo acariciaba la oscura cabeza con la nariz. El olor a jabón infantil era dulce y cálido. El crío ya debería estar en la cama. Su yerno era un tipo majo y flexible, pero insistía firmemente en que el niño tenía que dormirse solo. Pero Yngvar no era capaz de resistirse a esos grandes ojos negros. Se había traído a escondidas uno de los biberones de Ragnhild. La cara de Amund al comprender que iba a poder ser un niño pequeño, con biberón y mimos en el regazo era impagable.
El niño, curiosamente, nunca había tenido celos de Kristiane. Al contrario, le fascinaba la peculiar niña que le sacaba cuatro años. Lo de haber tenido una tía hacía seis meses lo llevaba peor.
Sonó el teléfono.
Amund siguió durmiendo igual de firmemente. Cuando Yngvar se inclinó hacia la mesa para contestar, el niño relajó la presión sobre el biberón.
– Hola -dijo a media voz, con el auricular aplastado entre la barbilla y el hombro, en el momento en que se estiraba para coger el mando a distancia.
– Hola, corazón. ¿Estáis bien los chicos?
Sonrió. La agudeza de su voz la delataba.
– Sí, sí. Nos lo hemos pasado bien. Hemos jugado a un juego de cartas estúpido y al lego. Pero tú no llamas para que te cuente esto.
– No os voy a molestar mucho si estáis…
– El crío está durmiendo. Tengo tiempo.
– ¿Podrías…? Mañana, o tan pronto como sea posible, tienes que comprobarme un par de cosas.
– Muy bien.
Se equivocó al pulsar el mando. El presentador del telediario tuvo tiempo de berrear que cuatro estadounidenses habían sido asesinados en Basora antes de que Yngvar encontrara el botón adecuado. Amund se quejó y giró la cara contra el brazo de su abuelo.
– Estoy un poco… Espera.
– Es un segundo, nada más -insistió Inger Johanne-. Tienes que conseguirme el informe del médico que la atendió al nacer Fiorella. El informe médico de Fiona Helle, vamos. De cuando nació su hija.
– Está bien -dijo él-. ¿Por qué?
– No me gusta hablar de estas cosas por teléfono -dijo Inger Johanne, titubeando-. Ya que te vas a quedar a dormir en casa de Bjarne y Randi, tendrás que pasarte mañana por la mañana para que te dé los detalles o si no…
– No creo que me dé tiempo. Le he prometido a Amund que voy a acompañarlo a la guardería.
– Confía en mí, anda. Puede ser importante.
– Yo siempre confío en ti -dijo Yngvar con dulzura.
– Con razón.
Su risa resonó en el teléfono.
– Una cosa más -profirió él-. Querías que hiciera otra cosa más.
– Tienes que permitirme que… Dice en los papeles que la madre de Fiona está muy enferma y…
– Sí. Yo mismo hice ese interrogatorio. Esclerosis múltiple. Completamente lúcida en la cabeza, pero por lo demás derrotada -señaló Yngvar.
– ¿Así que está completamente lúcida?
– Por lo que sé, la esclerosis múltiple no ataca a la cabeza -dijo él.
– No te pongas así…
Amund se metió el pulgar en la boca y volvió a girarse hacia el cuerpo de Yngvar.
– No me pongo así -dijo sonriendo-. Te tomo el pelo, nada más.
– Tengo que hablar con ella. -La voz de Inger Johanne delataba decisión…
– ¿Tú?
– Estoy haciendo un trabajo para vosotros, Yngvar.
– Muy informalmente y sin ningún tipo de autoridad. Suficiente tenemos con que andes trapicheando con los documentos. A eso el jefe, de alguna manera, le ha dado su consentimiento tácito. Pero no puedo coger y darte…
– Hombre, no creo que nadie me pueda impedir que, en tanto que particular, visite a una anciana señora en un hospital -dijo ella.
– Y entonces, ¿por qué me preguntas?
– Por Ragnhild. No creo que sea buena idea llevarla conmigo. ¿No hay ninguna posibilidad de que pudieras volver a casa pronto mañana?
– Pronto -repitió él-. ¿Qué significa eso?
– ¿A la una? ¿A las dos?
– Quizá pueda salir de ahí sobre las dos y media. ¿Te vale?
– Me tendrá que valer, claro. Te lo agradezco.
– ¿Estás segura de que no me puedes contar nada? Tengo que admitir que tengo más que curiosidad por saber de qué se trata.
– Y yo muchas ganas de contártelo -dijo Inger Johanne, y le pegó un sorbo a algo; su voz casi desapareció-. Pero has sido tú quien me ha enseñado a ser cautelosa por teléfono.
– Pues entonces tendré que aguantarme. Hasta mañana.
– Tienes que meter a Amund en la cama -dijo ella.
– Está en la cama -respondió él, estupefacto.
– No. Está durmiendo en tu regazo con el biberón de Ragnhild.
– Pamplinas.
– Acuesta al niño, Yngvar. Y duerme bien. Eres el mejor del mundo.
– Tú eres…
– Espera. Si tienes tiempo, ¿podrías comprobar otra cosa? ¿Podrías averiguar si Fiona faltó al colegio durante un periodo largo de tiempo cuando iba al instituto?
– ¿Cómo? -La voz de Yngvar delataba desconcierto.
– Si fue estudiante de intercambio o algo de eso. Un viaje de estudios, alguna larga enfermedad o algún viaje a Australia para visitar a una tía, qué sé yo. Eso debería ser fácil de averiguar, ¿no?
– Siempre puedes preguntarle a la madre -dijo él, desalentado-. Ya que de todos modos la vas a ver, quiero decir. Supongo que es la más adecuada para responder a algo así.