– ¡Francamente!
Ahora Trond Arnesen se reía, una risa alta y sin alegría.
– ¿Eres completamente… bobo? ¿Tonto del bote? -Volvió a reírse, casi con desesperación-. Obviamente la policía se ha llevado todos los papeles. ¿Eres…? ¿No entiendes nada? ¿No tienes ni idea de lo que pasa cuando se mata a alguien? ¿Eh?
Dio un paso al frente. Se quedó de pie al borde del porche. Se puso las dos manos sobre las orejas, como si acabara de ser testigo de una catástrofe. Después bajó los brazos, tomó aire profundamente y dijo:
– Habla con la policía. Adiós.
En el momento en que cruzaba la puerta y estaba a punto de cerrarla, Rudolf Fjord había subido las escaleras de un salto. Su pie estaba como una barrera sobre el umbral, la pierna bloqueaba la apertura entre la puerta y el marco. Trond se quedó mirando hacia abajo. Registró con sorpresa su propia furia, antes de tirar con todas sus fuerzas.
– ¡Ay! ¡Joder, Trond! Escucha… ¡Ay!
– Aparta el pie -dijo Trond soltando por un momento la puerta.
– Pero el ordenador es mío -dijo Fjord metiendo aún más la pierna-. Y además…
Trond Arnesen no cedió ni una pulgada. Tenía las dos manos sobre el pomo.
– Se te va a acabar rompiendo la pierna -dijo Trond, ahora completamente tranquilo-. Apártate.
– Necesito esos papeles. Y el ordenador.
– Estás mintiendo. El ordenador era el suyo, privado. Se lo regalé yo.
– Pero el otro, el…
– No había ningún otro -afirmó Trond.
– Pero…
Trond agarró la puerta con todas sus fuerzas y tiró.
– ¡Ay! ¡Aaayy! ¡Además se había llevado prestado un libro!
La pierna ya se le había retorcido considerablemente. Trond se quedó mirando la bota negra con fascinación. La hoja de la puerta se clavaba en el cuero, justo sobre el hueco del tobillo.
– ¿Qué libro? -preguntó sin alzar la vista.
– El último de Bencke -jadeó Rudolf.
Eso al menos era cierto. Trond se había fijado en el ex libris, le sorprendía un poco que esas dos personas se prestaran libros.
– Ha desaparecido -dijo.
– ¿Desaparecido?
– ¡Joder, Rudolf! El libro ha desaparecido, y ahora mismo es el menor de mis problemas. También para ti, la verdad. Cómprate la edición de bolsillo.
– ¡Suéltame, anda! -suplicó Rudolf Fjord.
Trond cedió tentativamente un par de centímetros. Rudolf Fjord recogió la pierna. Se le escapó un triste gemido cuando levantó el pie hacia la otra rodilla e intentó darse con cuidado un masaje para que la sangre volviera a la pierna.
– Adiós, entonces -dijo débilmente.
Bajó las escaleras a la pata coja. Trond se quedó mirándolo. En el camino de gravilla hacia la cancela, Rudolf Fjord estuvo a punto de caerse un par de veces, el hombre daba lástima a pesar de la anchura de sus hombros y del caro abrigo de piel de camello, al verlo saltar a la pata coja hacia la calle. El coche estaba a bastante distancia. Trond apenas veía el techo, como una plancha de plata bajo la farola sobre el pico de la cuesta. Por un momento se compadeció del individuo. No entendía por qué.
– Un tipo patético -se dijo a sí mismo, y sintió que ya no tenía miedo de estar solo.
Rudolf Fjord se quedó sentado en el coche hasta que se empañaron las ventanas. Todo estaba en silencio. El pie le dolía intensamente. No se atrevía a quitarse la bota para comprobar si había algo realmente dañado, por miedo a no poder volver a ponérsela. Pisó tentativamente el embrague. Por suerte el dolor no era inaguantable. Había tenido miedo de no poder conducir.
En el mejor de los casos no pasaría nada.
Los papeles estaban con la policía. Ellos no iban a encontrar nada. Ese no era el tipo de cosas que buscaban.
Rudolf Fjord no estaba ni siquiera seguro de que hubiera algo así. Vibeke nunca le había dicho qué era lo que tenía en su poder. Sus insinuaciones eran veladas, las amenazas vagas. Pero tenía que haber encontrado algo.
Rudolf Fjord había esperado llegar a una casa vacía. No concebía por qué; en estos momentos toda la expedición le parecía absurda. Entrar por la fuerza en la casa no era muy sensato, suponía. No estaba ni vestido ni preparado para una incursión en casa ajena. Quizás había esperado que pudieran mantener una serena conversación. Que Trond le diera lo que pedía, sin preguntas. Que fuera posible poner un punto final; que todo este pequeño incidente opresivo e inflamado hubiera pasado para siempre.
El cansancio le presionaba detrás de los ojos, que estaban secos por la falta de sueño.
Hasta ahora no sabía que el miedo hacía daño físicamente.
Quizá lo de ella fuera simplemente un farol.
Por supuesto que no podía serlo, pensó.
El pie estaba cada vez peor. En la pierna sufría contracciones de dolor. Con enojo, secó la humedad de la luna delantera y metió la marcha del coche.
En el mejor de los casos no pasaría nada.
Tres deplorables reuniones por fin habían acabado. Yngvar Stubø se dejó caer en la silla de su despacho y se quedó mirando alicaídamente las pilas de correo entrante. Hojeó diligentemente las cartas y las notas. Nada corría prisa. El reloj de arena estaba amenazadoramente cerca del borde de la mesa. Con cuidado lo empujó hasta una superficie más segura. Los granos de arena formaban un pico de brillos plateados en el cristal de abajo. Los granos se pusieron en movimiento, cada vez más rápido, un número cada vez mayor de granos de arena.
Estaba a punto de acabárseles el tiempo.
Cada día resultaba más evidente. Nadie decía nada. Todavía había una seguridad fingida en todos ellos; un desgastado entusiasmo que hacía que el personal aún aceptara hacer horas extra sin demasiadas protestas. Todavía se daban ataques de optimismo entre muchos de los detectives. Al fin y al cabo, cada día se hacían nuevos hallazgos; por insignificantes que el tiempo demostrara que eran.
No podía durar mucho.
Tres semanas aproximadamente, pensó Yngvar. El descontento se extendería rápidamente una vez que se afianzara. Conocía el proceso por casos anteriores en los que las pistas firmes se hacían esperar. Hoy hacía exactamente cuatro semanas desde que Fiona Helle había sido asesinada. Tras veintiocho días de intensa investigación deberían al menos intuir los contornos de un posible sospechoso, un dedo que señalara a un autor de los hechos; una pista, una dirección que seguir.
No había nada de todo esto escondido en las carpetas de la mesa del despacho de Yngvar Stubø. Y pronto la gente se hartaría. El desánimo, tristemente, se contagiaba al caso más reciente, como si todos, a pesar de las reiteradas advertencias, dieran por supuesto que Vibeke Heinerback había sido despachada por el asesino de Fiona Helle y que el criminal, sencillamente, se había salido con la suya.
Los casos no serían archivados. Por supuesto que no. Pero los cuchicheos sobre el abuso de los recursos, la falta de resultados y las cargantes horas extra pasarían con el tiempo a ser agudas protestas. Todo el mundo sabía lo que nadie quería decir: por cada hora que pasaba, se alejaba la solución en los casos de asesinato. Posiblemente la Central de la Policía Criminal dirigía al equipo más motivado del país. Al menos era, sin duda, el más competente. Todos los detectives implicados eran abrumadoramente conscientes de la triste relación entre el paso del tiempo y la solución del caso.
Yngvar se moría por un puro.
Levantó el auricular del teléfono y marcó el número apuntado sobre un papelillo que colgaba en la parte baja del corcho.
Hacía una eternidad que no sentía un deseo tan fuerte de un cigarro.
– ¿Bernt Helle? Aquí Yngvar Stubø. Kripos.
– Hola -dijo la voz al otro lado de la línea.
Se hizo el silencio.