– Espero que dadas las circunstancias todo vaya bien -dijo Yngvar.
– Bueno, sí -dijo la voz.
Nuevo silencio.
– Llamo porque tengo una pregunta con la que no lo quiero entretener demasiado -dijo Yngvar apretando el botón del altavoz antes de dejar el auricular y llevarse la mano al bolsillo de la camisa-. Es sólo una tontería, en realidad.
– Está bien -dijo Bernt Helle, y se puso a toser-. En realidad, estoy a punto de… -Ruidos. Un fuerte ataque de tos-. Pregunte -dijo por fin-. ¿De qué se trata?
La funda para puros estaba abollada.
– No estoy seguro de la importancia que tiene -dijo Yngvar mientras intentaba recordar el tiempo que hacía que llevaba encima la misma funda-. Pero podría decirme algo sobre… ¿Fue Fiona alguna vez estudiante de intercambio?
– ¿Estudiante de intercambio?
– Sí, ya sabe, esos acuerdos de…
– Sé lo que es un estudiante de intercambio -dijo Bernt Helle, desanimado, y tosió una vez más-. Fiona no estuvo en el extranjero en aquel tiempo. De eso estoy seguro. Aunque durante esos años no la conocía muy bien. Ella iba al instituto, mientras que yo hice Formación Profesional. Ya sabe…
Yngvar lo sabía.
Además se sentía como un idiota. Si hubiera esperado al día siguiente para llamar, al menos tendría alguna idea de por qué lo preguntaba. Pero Inger Johanne había insistido.
Pulcramente sacó el puro de la funda.
– Sí -dijo-. Y si de veras hubiera pasado una temporada estudiando en el extranjero, obviamente habrían hablado de ello más tarde.
– Por supuesto. No se me ocurre otra cosa.
En el estante que estaba detrás de Yngvar había una tijera de plata; una guillotina en miniatura. El chasquido que sonó al descapullar el puro le hizo la boca agua. Encendió el mechero y rotó el puro lentamente sobre la llama.
– No salió para nada al extranjero -constató Yngvar-. ¿Ningún viaje de estudios a Inglaterra? ¿En las vacaciones de verano? ¿Unas largas vacaciones en el extranjero en casa de algún amigo o familiar?
– No… Escuche… -Una violenta bala de tos resonó feamente en el altavoz-. Disculpe -gimoteó Bernt Helle.
El puro sabía mejor de lo que Yngvar había soñado. El humo era azul y seco contra su lengua, y no demasiado caliente. El olor le llenaba la nariz.
– Escucho, sí. Dígame.
Bernt Helle continuó:
– Obviamente no puedo rendir cuentas de los movimientos de Fiona cuando iba al instituto, así en detalle. Como he dicho, no salíamos juntos en aquella época. Nos volvimos a encontrar un poco más tarde, después de que… -Un fuerte estornudo-. Lo siento.
– No pasa nada. Debería meterse en la cama.
– Llevo un negocio. Y tengo una niña que acaba de perder a su madre. No se puede decir que tenga exactamente tiempo para meterme en la cama.
– Ahora me toca a mí disculparme -dijo Yngvar-. No lo entretengo más. Que se mejore, entonces.
Yngvar colgó. Una delicada niebla gris claro estaba a punto de inundar la habitación. Fumaba lentamente. Una calada cada medio minuto permitía que el sabor se asentara e impedía que el puro se calentara demasiado.
Nunca conseguiría dejarlo. Tendría que tomarse pausas; largos periodos sin el placer de un buen cigarro, el sabor a pimienta y cuero, quizá con una pizca de dulce cacao. En el fondo no estaba seguro de que a los niños les hiciera mal una pizca de aroma masculino alguna que otra noche de viernes. Los puros cubanos eran los mejores, por supuesto, pero también disfrutaba con un suave Sumatra, después de una comida de viernes, con un coñac o, mejor aún, con un Calvados muy aromático.
Esos tiempos habían quedado atrás.
Se pasó el dedo índice por el labio inferior. El puro se había quedado un poco seco tras varias semanas en el bolsillo. No tenía ninguna importancia. Ya se sentía más aliviado y se recostó en la silla antes de formar tres perfectos anillos de humo. Flotaron lentamente hacia al techo y desaparecieron.
– ¿No te ibas a ir pronto a casa? -Era la voz de Sigmund Berli.
Los pies de Yngvar, cruzados sobre el escritorio, cayeron del golpe al suelo.
– ¿Qué hora es? -dijo apagando concienzudamente el puro en una taza con restos de café.
– Las dos y media.
– ¡Joder!
– Apesta por todo el pasillo -dijo Sigmund Berli olisqueando el aire con reprobación-. El jefe se va a mosquear de veras, Yngvar. ¿No leíste la nueva circular sobre que…?
– Sí. Me tengo que ir pitando.
Derribó el perchero en el momento en que intentó descolgar el abrigo.
– Debería estar ya en casa -dijo pasando por delante de Sigmund y sin molestarse en abrir la ventana-. Voy muy tarde.
– Espera -le gritó Sigmund.
Yngvar redujo la carrera y se detuvo, al tiempo que intentaba meter el brazo en una manga retorcida.
– Acaba de llegar esto -dijo Sigmund, que le pasó un sobre.
– Joder -gruñó Yngvar entre dientes y con el abrigo a medio poner mientras sacudía el resto del mismo-. Esta mierda está estropeada…, ¿o qué?
Sigmund se echó a reír. Con paciencia, como si estuviera ayudando a un niño crecido y rebelde, le enderezó la manga, sujetó el abrigo por el cuello y permitió que Yngvar metiera el brazo.
– Ya está -dijo Sigmund alegremente, y le plantó a Yngvar el sobre-. Dijiste que corría prisa.
– Y así es. Muy diligente.
Yngvar sonrió fugazmente, se metió el sobre en el bolsillo y salió a toda prisa. Sigmund notaba cómo el suelo se mecía por cada paso, pesado como el plomo.
– Un día vas a tener problemas con esos papeles que andas llevando de acá para allá -se dijo Sigmund a sí mismo a media voz-. No está del todo bien que lo hagas.
Yngvar Stubø había dejado tras de sí una estela de olor a puro; agrio y desagradable.
Vegard Krogh bebía perezosamente cerveza y estaba feliz.
Algo debía de fallar en el grifo de cerveza de Coma, el único restaurante decente de Grunerløkka. Alzó el vaso hacia la ventana. La espuma estaba muerta y mala. La luz de la tarde apenas conseguía atravesar la bebida a temperatura del tiempo. Refracciones doradas jugaban ante él sobre la mesa y sonrió ampliamente antes de beber.
El número del puenting se había ido a la mierda.
La película estaba bien hasta la mitad de la caída. En ese momento Vegard Krogh desaparecía de la imagen. El objetivo titubeaba un poco contra el cielo. Enfocaba una grúa. Se giraba hacia el suelo. De pronto, en una milésima de segundo, se vislumbraba a Vegard Krogh, pegando un colosal tirón. Directo hacia arriba. Hasta que el sonido de las sirenas y los esfuerzos del fotógrafo por abandonar el lugar hacían que la película mostrara la tierra, las piedras y los materiales de construcción.
No tenía ninguna importancia.
La invitación le llegó.
Vegard Krogh la había estado esperando. De vez en cuando se sentía completamente seguro. Llegaría. Había pasado las noches pensando en la invitación. La última imagen consciente que recordaba, antes de haberse dormido, era una bella invitación con un monograma y su nombre escrito con primorosa caligrafía.
Entonces llegó.
Le temblaban las manos al abrir el sobre; papel grueso, tieso y de color huevo. La tarjeta era exactamente tal y como se la había imaginado. La tarjeta de sus sueños, que apareció en el buzón en el momento en que más la necesitaba.
Por fin Vegard Krogh había llegado a su destino.
Finalmente podía ser uno de los que contaban. A partir de ahora sería uno de ellos. Uno de los elegidos, que respondía «sin comentarios» cuando lo llamaba la prensa del corazón; los que llamaban constantemente, y para su disgusto, eran los amigos de su pareja.
– Me van a acosar -murmuró Vegard Krogh ahogando su eufórica sonrisa en el vaso de cerveza.
Los hijos de los reyes de Suecia se rodeaban de buenas familias, la aristocracia antigua y los personajes decadentes, pensó. En Noruega todo era distinto. En Noruega lo que importaba era la cultura. La música. La literatura. El arte.