El llanto de la niña se convirtió en aullidos. Yngvar no conseguía acostumbrarse a los broncos sollozos de la criatura.
– Kristiane -dijo abatido-. No estoy enfadado contigo. Hablo con… ¿Hola? No puedo. Por muy espectacular que sea todo el asunto, no puedo abandonar a mi familia en estos momentos y ya está. Adiós. Suerte.
Cerró la tapa de un golpe y se sentó en el suelo. Hacía ya rato que deberían estar en el hospital.
– Kristiane -repitió-. Mi pequeña Pipi. ¿No podrías enseñarme al señor Nilson?
No se le ocurrió la mala idea de abrazarla, sino que se puso a silbar. Jack se tumbó en su regazo y se echó a dormir. Bajo la boca abierta, una mancha de humedad se fue entendiendo por el muslo de su pantalón. Yngvar tarareó y canturreó y entonó todas las canciones infantiles que consiguió recordar. Pasados cuarenta minutos, el llanto de la niña se acalló. Sin mirarlo, Kristiane se quitó los leotardos de la cabeza y empezó a vestirse lentamente.
– Ya es hora de visitar a la heredera al trono -dijo sin tono en la voz.
El teléfono móvil había sonado siete veces.
Yngvar lo apagó vacilante, sin escuchar el contestador.
Transcurridos ocho días era obvio que la policía no había avanzado un solo paso. Cosa que no le sorprendía.
Los periódicos de Internet son desastrosos, pensó la mujer, sentada ante el ordenador portátil. Al no haberse tomado la molestia de contratar una conexión local, navegar le resultaba sangrantemente caro. Se estaba agobiando al pensar en el dinero que iba desapareciendo mientras ella esperaba la respuesta de una parsimoniosa línea analógica que se mostraba reticente en la conexión con Noruega. Obviamente podía irse al Chez Net. Cobraban cinco euros por cuarto de hora y tenían banda ancha. Desgraciadamente el sitio estaba desagradablemente lleno de australianos borrachos y británicos ruidosos, incluso ahora en invierno. Pasaba, por lo menos por ahora.
Era sorprendente lo poco que había llamado la atención el asesinato los primeros días. La niña de la realeza llenaba ella sola todo el circo mediático. El mundo verdaderamente quería que lo engañaran.
Pero ahora, por fin, habían empezado a cubrir la noticia.
La mujer, sentada ante el ordenador, no soportaba a Fiona Helle, simple y llanamente. Sus sentimientos, por supuesto, eran de una inquietante corrección política, pero así iba a tener que ser. Los periódicos usaban la expresión «apreciada por la gente». Ciertamente, ya que más de un millón de personas seguían sus programas, todos y cada uno de los sábados durante cinco temporadas consecutivas. Ella no había visto más que un par de ellos, justo antes de marcharse. Más que suficiente para constatar que, por una vez, iba a tener que estar de acuerdo con el modo en que la élite cultural, tan insoportablemente arrogante como de costumbre, calificaba ese tipo de entretenimiento. De hecho, fue uno de esos agresivos análisis, un artículo en el periódico Aftenposten, escrito por un catedrático de sociología, el que hizo que una noche de sábado se sentara ante la pantalla y desperdiciara una hora y media con Fiona en faena.
Claro, que tampoco fue en balde. Hacía siglos que nada la provocaba tanto. O los participantes eran idiotas o eran profundamente infelices. Pero difícilmente se les podía reprochar ninguna de las dos cosas. Fiona Helle, en cambio, era una mujer calculadora y de éxito, que ni siquiera era consecuente con su populismo, ya que entraba en el estudio engalanada con ropa de diseño comprada muy lejos de H &M. Sonreía sin pudor a la cámara mientras aquellas pobres criaturas revelaban sus sueños sin esperanza, sus falsas expectativas y desde luego también, su extremadamente limitada inteligencia. Prime time.
La mujer que se levantó de la mesa y se puso a dar vueltas por un salón ajeno sin saber exactamente lo que quería no participaba en el debate público. Pero tras un episodio de Fiona en faena se vio tentada de hacerlo. Cuando llevaba ya escrita media encendida carta al director, tuvo que sonreír e ironizar sobre sí misma antes de borrar el documento. Había pasado el resto de la noche alterada. El sueño se negaba a llegar y, para colmo, se permitió consumir un par de horrorosas películas nocturnas de TV3, de las que de todos modos sacó cierto provecho, según creía recordar.
Sentirse provocada era al menos una forma de emoción.
Y su forma de expresión no eran las cartas al director de Dagbladet.
Mañana iría a Niza para buscar prensa noruega.
Capítulo 2
Era de noche en Tåsen. En la casa vivían dos familias, una en el primer piso y la otra en el segundo. En la calleja tras la valla del fondo del jardín había tres tristes farolas. Hacía mucho que la furia de los niños había reventado las bombillas con bolas de nieve dura. El vecindario parecía tomarse en serio el llamamiento al ahorro de electricidad. El cielo estaba claro y negro. Hacia el noreste, sobre el cerro de Grefsen, Inger Johanne veía una constelación de estrellas que le parecía reconocer. Le produjo la sensación de estar bastante sola en el mundo.
– ¿Estás otra vez aquí? -preguntó Yngvar, abatido.
Estaba bajo el marco de la puerta de la entrada y se rascaba la entrepierna con gesto somnoliento. Los calzoncillos se le ceñían a los muslos. Sus hombros desnudos eran tan anchos que casi rozaban el marco de la puerta.
– Sí, aquí estoy…
– ¿Cuánto tiempo vas a seguir así, bonita?
– No lo sé. Vuélvete a acostar, anda.
Inger Johanne se giró de nuevo hacia la ventana. El cambio entre la vida en un piso y una zona residencial había sido mayor de lo esperado. Estaba acostumbrada al lamento de las tuberías, al llanto de bebé arraigado en las paredes, a los adolescentes peleándose y al sonido del televisor de la señora del primero, que realmente oía mal y con frecuencia se quedaba dormida viendo los programas nocturnos. En un piso se podía hacer café en mitad de la noche, escuchar la radio, mantener una conversación, incluso. Aquí casi no se atrevía a abrir la nevera. El olor del meado de Yngvar impregnaba el baño todas las mañanas, le había prohibido molestar a los vecinos de abajo tirando de la cadena antes de las siete.
– Andas por aquí de puntillas -dijo él-. ¿No podrías al menos sentarte un rato?
– No hables tan alto -dijo Inger Johanne en voz baja.
– Déjalo ya. Tampoco es para tanto. ¡Tú estás acostumbrada a tener vecinos, Inger Johanne!
– Sí, muchos. Más o menos anónimos. Aquí es como si estuviéramos demasiado pegados. Al estar sólo ellos y nosotros es como si… No sé.
– Pero ¡si es una alegría tener ahí a Gitta y a Samuel! ¡Por no decir al pequeño Leonard! Si no fuera por él, Kristiane apenas tendría…
– ¡Échale un vistazo a esto, anda!
Inger Johanne le enseñó el pie riéndose por lo bajo.
– Es la primera vez que uso zapatillas. ¡Casi no me atrevo a salir de la cama sin ellas!
– Son monas. Parecen amanitas muscarias.
– Bueno, ¡es que se supone que tienen que parecer amanitas muscarias! ¿No podías haberla convencido de que eligiera alguna otra cosa? ¿Conejos? ¿Ositos? ¿O, mejor, unas zapatillas marrones completamente corrientes?
El parqué crujió con cada paso que él dio hacia ella. La mujer hizo una mueca antes de volverse a girar hacia la ventana.
– Kristiane no es exactamente fácil de manejar -dijo él-. Y tienes que dejar de tener tanto miedo. No ocurre nada.
– Eso decía también Isak cuando Kristiane era un bebé.
– Eso es otra cosa. Kristiane…
– Nadie sabe exactamente qué le pasa. Nadie puede saber si a Ragnhild también le pasa algo.
– ¿Estamos ya de acuerdo sobre Ragnhild?
– Sí -dijo Inger Johanne.
Yngvar la cogió entre sus brazos.