– ¿Cómo te has acordado y por qué me cuentas esto ahora?
Al fin y al cabo, él era el mayor.
Bård se encogió de hombros.
– Con todo este dramatismo… Es como si hubiera tenido otras cosas en las que pensar. Pero ahora, ahora que… ¡Te largaste sin más! Te estuve buscando. Cuando volví del servicio. Me ayudaste. ¿Te acuerdas?
Trond no asintió con la cabeza. No dijo nada.
– Supongo que eras el único que no estaba completamente ciego. Quería que me prestaras dinero. Había usado más de tres mil coronas. Invitaba a todo el mundo, creo. No estabas. No te encontraba en ningún sitio.
– ¿Le preguntaste a alguien por mí? -dijo Trond.
– ¡Todo el mundo preguntaba por todo el mundo todo el rato! ¿No te acuerdas? Nos habíamos hecho con el sitio, más o menos. Un alegre caos. -Sonrió ampliamente después de interrumpirse-. La siguiente vez que te vi eran las doce y tres minutos. Eso lo tengo claro, porque montaste todo un número con el reloj, con el que te había regalado…
– ¿Mi reloj? No llevaba puesto el reloj.
– Sí. Deja de decir tonterías. Estabas en la barra y querías tomar el tiempo de la carrera de cervezas con el monstruo ese en el brazo.
Trond se acaloró. Aún más. Sentía el olor de su propio cuerpo, avergonzado y amargo. Tenía la vejiga llena. Quería levantarse. Quería ir al baño, pero las rodillas se negaban a ayudarle.
«Por qué lo habré admitido -pensó Trond-. ¿Por qué no lo habré negado, sin más? Bård estaba como una cuba. Se puede haber confundido. Haberse hecho un lío con la hora. Había tanta gente. Todos han confirmado que andaba por ahí bebiendo. Dando el espectáculo. Tendría que haberlo negado. Tenía todas las posibilidades para negarlo. Lo niego.»
– Te estás haciendo un lío -dijo Trond, aferrándose al borde de la mesa con ambas manos-. No desaparecí. Te desmayaste en el baño. No sé cuánto tiempo…
– ¿Qué carajo estás diciendo? ¡Cómo si no me enterara cuando me desmayo! No me dormí hasta las ocho de la mañana siguiente. Esa noche estaba bastante ciego, pero no tanto como para no darme cuenta de que…
Trond se obligó a levantarse de la silla. Inspiró profundamente. Sacó pecho, echó los hombros hacia atrás. Él era el hermano mayor. También era el más grande, le sacaba casi diez centímetros a su hermano.
– Tengo que mear -dijo cortante.
– ¿Y bien?
– Eres mi hermano. Somos hermanos.
– Bien -repitió Bård, con una expresión de sorpresa medio irritada, como si Trond estuviera malgastando sus fuerzas para convencerlo de que la Tierra era redonda y que estaba en órbita en torno al Sol-. ¿Y qué?
– Te equivocas. Estuve ahí todo el rato.
– ¿Me tomas por un gilipollas total o qué? -dijo Bård casi gritando.
Se precipitó hacia Trond y se colocó delante de él. Se le cerraron los puños. Bård era más bajo que su hermano, pero mucho más fuerte. Sólo un palmo de aire separaba los dos rostros.
– Hace diez minutos que lo has admitido -le espetó, se le estrecharon los ojos; Trond sintió una fina lluvia de saliva contra la piel.
– No admito nada de nada.
– Has dicho que no le podías contar nada a Stubø. Has dicho que mentiste. ¿Acaso eso no es admitirlo? -Bård parecía seguro de sí mismo.
– Tengo que mear -dijo Trond.
– Admítelo.
Bård golpeó a su hermano en el hombro. Con fuerza y con el puño cerrado.
– ¡Admítelo!
Repentina y sorprendentemente, Trond lo agarró por la cintura. Bård tuvo problemas para mantener el equilibrio, se aferró a la camisa del hermano con la mano izquierda mientras intentaba encontrar un asidero firme con la derecha. Se percató un poco tarde de que el pie de Trond estaba en medio cuando intentó dar un paso a un lado. Se cayeron los dos. En la caída, Bård arrastró consigo el cable del robot de cocina. Al ver de refilón la Kenwood, pesada como el plomo, consiguió girar la cabeza en un reflejo que le salvó la vida. El canto de metal le rasgó la oreja. Gritó e intentó alzar la mano para comprobar la herida. Tenía los brazos atrapados. Sólo la cabeza estaba libre y la lanzaba de acá para allá mientras aullaba.
Trond le pegaba.
Estaba sentado con una rodilla en cada brazo de su hermano y lo aporreaba.
Trond cerró los ojos y le propinó una paliza a su hermano.
Cuando se le acabaron las fuerzas se levantó rápidamente. Se peinó con los dedos, como si no consiguiera creerse lo que había sucedido y quisiera hacer como si nada. El hermano gimoteó. La sangre le corría por la oreja. Uno de los ojos ya se le había empezado a hinchar. Tenía el labio superior reventado. La camisa rasgada. Sobre la ingle, Bård estaba empapado, una franja oscura y con forma de mariposa sobre la tela color caqui.
– Me has meado encima -masculló Bård llevándose la mano a la oreja-. Me has meado encima, joder. -Se incorporó, entumecido y sin saber si se le había roto algo. Escrutó su sangrienta mano y volvió a llevarse la mano a la oreja-. ¿He perdido el lóbulo? -preguntó, tenía la voz ronca y escupía sangre-. ¿He perdido el lóbulo, Trond?
El hermano mayor se sentó en cuclillas y examinó la herida.
– No. Una mala herida. Pero la oreja está entera.
Bård se echó a reír. Al principio Trond creyó que estaba llorando. Pero su hermano menor se reía, se río hasta toser, se cogía las rodillas y se partía de risa mientras aún escupía más sangre.
– ¿Qué mierda te pasa? -jadeó-. Es la primera vez que te pegan una paliza. Joder, nunca has conseguido derribarme. ¿Es la primera vez que tienes una pelea?
– Aquí -dijo Trond tendiéndole la mano.
– Espera. Me duele todo. Tengo que hacerlo solo.
Le llevó un par de minutos ponerse en pie. Trond se quedó indeciso mirándolo, con las manos colgando a los lados. Se rascó el muslo con indecisión.
– Lo peor es lo del meado -dijo Bård sacudiendo con cuidado una de las piernas-. Además sigues teniendo una coartada compacta.
– ¿Cómo?
– Hora y media -dijo Bård tanteándose un diente.
– ¿Cómo?
– Puedo jurar sobre la Biblia que entre las diez y media y las doce estabas en el centro de Oslo. No te da tiempo a llegar hasta aquí y volver en ese rato. Por lo menos no sin que te vean.
– Podría haber cogido un taxi -admitió Trond.
– El taxista habría ido a la policía.
– Podría haber ido en coche.
– Tu coche estaba en casa de mamá y papá. Eso lo saben todos los chicos, nos fueron a buscar allí.
– Podría haber robado uno.
– Me cago en la puta oreja -dijo Bård cerrando uno de los ojos mientras probaba a mover uno de los hombros-. Me duele a morir. ¿Tendrán que darme puntos?
Trond se acercó más.
– Quizá. Puedo llevarte a Urgencias.
– Sigues teniendo coartada, Trond.
– Sí. Estaba en el Smuget, toda la noche.
Bård se mordió con cuidado el labio machacado.
– Está bien -dijo asintiendo con la cabeza.
Se miraron. Era como mirarse a sí mismo a los ojos, pensó Trond, a pesar de que el hermano estaba sanguinolento y magullado. La misma ligera inclinación del ojo izquierdo. Las vetas de verde en lo azul. El pliegue de mongol en los párpados; su madre siempre había dicho que era muy inusual en este país. Incluso las cejas, tan rubias que la frente parecía desnuda, eran iguales. Casi había matado a su hermano a golpes. No era capaz de comprender por qué. Aún entendía menos cómo lo había conseguido; Bård era más fuerte, más rápido y mucho más valiente.
– Está bien -dijo Bård, pasándose el torso de la mano bajo la nariz-. Estuviste en el Smuget. Toda la noche. Vale.
Se fue cojeando hacia la puerta del salón.
– Lo voy a dejar estar -dijo, y se detuvo-. Pero… -Se volvió a medias y tomó aire-. Nadie creería que mataste a Vibeke, Trond. Pienso que deberías contárselo todo a la policía. Yo puedo ir contigo, si quieres.
– Estuve toda la noche en el Smuget -dijo Trond-. Así no hará falta.