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Bård se encogió de hombros y siguió cojeando.

Iba de camino al dormitorio de Trond para confiscar los más caros de sus pantalones. Therese, su prometida, podía subirles el dobladillo. Sus mejores pantalones era lo menos que le podía pedir.

– Me has pegado una paliza -murmuró impresionado.

La visita a Yvonne Knutsen fue un fracaso. Advirtieron a Inger Johanne ya en el pasillo. Una enfermera le susurró que la mujer, que sufría gravemente de esclerosis múltiple, rechazaba a la mayoría de las personas. Sólo su yerno y su nieta eran siempre bienvenidos.

La mujer de blanco tenía razón. Yvonne Knutsen se cerró en banda tan pronto como Inger Johanne entró en la habitación. Yacía rígida en la cama, ubicada en medio de la estancia. Por lo demás el cuarto estaba considerablemente desnudo. Una descolorida litografía colgaba de una de las paredes, pero torcida y con el marco roto. Junto a la cama había una silla de madera. El punzante sol bajo, que había deslumbrado a Inger Johanne en el coche el último tramo del camino al hospital, se veía ahora reducido a un débil gajo sobre el horizonte a través del cristal sucio y con regueros de la ventana. Inger Johanne no le sacó a Yvonne Knutsen más que un «por favor, vete de aquí», antes de que la enferma girara la cabeza y aparentemente cayera dormida.

– Lo siento muchísimo -había dicho la enfermera, posando una mano consoladora sobre su hombro cuando salió, como si fuera la madre de la propia Inger Johanne la que yacía ahí dentro, inmóvil, esperando la muerte.

El viaje de vuelta fue terrible. En la autopista E18, dirección Oslo, se le pinchó una rueda. Cuando Inger Johanne encontró por fin un hueco para apartarse, la cubierta estaba hecha jirones. La lluvia parecía una tormenta tropical. Estaba empapada antes de haber colocado el gato.

Al final, llegó a casa con más de una hora de retraso.

– La esclerosis múltiple es una enfermedad horrible -murmuró colocándose mejor el relleno de mamar del sostén; estaba sentada, en chándal, con Ragnhild medio dormida al pecho.

– A ti todas las enfermedades te parecen horribles -dijo Yngvar.

– No.

Yngvar le sirvió una generosa cucharada de miel en el té y se lo removió.

– Bebe. Le he echado jengibre. Te irá bien.

– Está demasiado caliente. Imagínate que Ragnhild se mueve y se me cae sobre…

– Toma -dijo con decisión cogiendo al bebé-. Ya está llena. Tú bebe, así te mantendrás sana. ¿Quieres que le eche un chorrito de alcohol?

– No, gracias. De verdad que ha sido horrible verlo.

– Estoy de acuerdo. Hablé con ella justo después del asesinato. Cuenta -dijo Yngvar, y se sentó en el sofá frente a ella.

Inger Johanne se llevó la taza a la boca, recogió los pies y se colocó el cojín tras la columna.

– Fiona tiene dos hijos -dijo.

– Fiona tiene…, tiene una hija.

– Sí. Pero no cabe duda de que ha dado a luz a dos criaturas.

Ragnhild eructó. Yngvar se la puso al hombro. Acariciaba la pequeña espaldita.

– Ahora entiendo bien poco -dijo Yngvar.

– Yo también -dijo Inger Johanne-. Hasta cierto punto.

Se alargó hacia los papeles que le había dado Yngvar cuando llegó a casa empapada y malhumorada. La última hoja todavía estaba reblandecida por la humedad.

– En el informe médico acerca del embarazo y del parto de Fiona, se dice siempre que es su primer parto. Y te aseguro que… -Lanzó los papeles sobre la mesa y se acomodó mejor-. A un médico o a una comadrona les cuesta muy poco determinar si una mujer ya ha parido antes. Pura rutina. Pero no aparece nada de eso en los papeles. Fiorella nació con cesárea, estaba planificado así. Por lo que entiendo del informe, sufría de algún tipo de pánico al parto, algo que al parecer se tomaron en serio. Decidieron una fecha para la cesárea, sin que sea capaz de ver que hubiera más motivos que los psicológicos.

– Pero… -Yngvar había dejado a Ragnhild en la cuna, que estaba de nuevo en el salón. Pisaba suavemente los patines-. Esto no lo entiendo -dijo.

– No me extraña. Parece que todo el mundo piensa que Fiorella era el único hijo de Fiona. También los médicos, aunque tienen que haber sabido que no era así.

– Pero oye -dijo Yngvar con el ceño fruncido y escéptico-. Así que tú sabes algo que no sabe nadie.

– Yo no. El patólogo.

Salió a la cocina y volvió con una tetera en una mano y el informe de la autopsia en la otra.

– ¿El patólogo?

– «Rotura perianal» -leyó

– ¿Qué significa…?

– Piensa.

– Estoy pensando. ¿Qué significa?

– Escucha la palabra -dijo ella con impaciencia, y se sirvió más té y más miel-. Me estoy constipando. Empieza por anal.

– Corta el rollo -dijo Yngvar-. ¡No se pare a los niños por el culo! ¡Explícame lo que es! ¿Cómo puedes…?

– Perineum -lo interrumpió ella- es la palabra médica para la zona entre la vagina y el ano. La rotura perianal es algo que puede ocurrir durante el parto, un desgarro de…

– Para -dijo él haciendo una mueca-. Entiendo. Pero ¿por qué no lo hemos visto nosotros? Si lo pone ahí tan…

Airado, se inclinó sobre la mesa del salón, cogió el informe de la autopsia y empezó a hojearlo.

– Simplemente no lo habéis entendido -dijo Inger Johanne-. Se os ha pasado, y ya está. Habéis mirado hasta la ceguera el hecho de que no hubiera agresión sexual y se os…

– Se nos ha pasado -exclamó Yngvar-. ¿Se nos ha pasado eso?

– No sois los únicos. Ha salido a la luz que la policía sueca archivó el caso Knutby, un posible caso de asesinato, porque no sabían lo que significaba «una dosis tóxica». ¿No lees los periódicos?

– Prefiero no hacerlo -murmuró él, hojeando febrilmente sin encontrar lo que estaba buscando-. Pero estos nuevos… ¿Y este informe qué?

Golpeaba con el dedo índice los papeles.

– ¿Por qué iban a mentir los médicos? ¿Es falsa la carpeta?

– No creo. He llamado a Even. Mi primo. El médico que conociste…

– Recuerdo a Even. ¿Qué ha dicho? -preguntó Yngvar mientras se sentaba en el sofá, justo frente a ella.

– Sólo puede haber una razón para que el informe médico no contenga datos que son a la vez relevantes y fáciles de comprobar para médicos y matronas -dijo Inger Johanne.

– ¿Que es…?

– Que el que los datos aparecieran pudiera causar daños esenciales en el paciente. Daños esenciales, ha dicho Even. Y para eso tiene que ser algo bastante serio, por lo que he podido entender.

Se quedaron sentados en silencio. Yngvar se rascaba la nuca. Le habían vuelto las ganas de fumar un puro. Tragó saliva, se quedó mirando abstraídamente por la ventana del salón. La lluvia golpeaba el cristal. Un coche se había detenido. Jóvenes, pensó; el motor resonaba una y otra vez. Unos gritaban, otros reían. Sonó un portazo y el coche siguió su camino y desapareció.

Ragnhild dormía profundamente. Jack llegó caminando procedente de la entrada. Se quedó quieto un momento, ladeando la cabeza con las orejas erguidas, como si no se acabara de creer el silencio que había. El animal posó el hocico en el regazo de Yngvar. Con la pezuña le arañaba el muslo.

– En el sofá no -murmuró Yngvar-. Túmbate en el suelo. Suelo.

Dio la impresión de que el perro se encogía de hombros. Después pasó ágilmente bajo la mesa y de un salto se subió al otro sofá, al lado de Inger Johanne.

– ¿Puede ese tipo de daño ser producido por una violación? -preguntó por fin Yngvar, sin comentar la indulgente educación de la bestia de color amarillo sucio.

– Pero bueno, Yngvar.

– Pero…

– Imagínate un parto. La cabeza de un bebé. ¿Por qué crees tú que se raja a las mujeres?

– No… -Yngvar se metió los dedos en los oídos.

– La respuesta es no -dijo Inger Johanne-. Violación no.