– Pero… -Yngvar tragó saliva y lo volvió a intentar-. Pero ¿un hombre no…? Pero ¿Bernt no habría descubierto que…?
– No tiene por qué -dijo Inger Johanne-. Eso dijo Even, al menos. No necesariamente. Ni durante el coito ni… en otro tipo de juegos.
Él sonrió.
– Qué raro.
Ella le sonrió de vuelta.
– Pero así es -dijo no sin picardía.
Jack gruñó en sueños.
– Summa summarum -dijo Yngvar volviéndose a levantar, se acarició la barbilla con el pulgar y el índice-. Así que podemos constatar lo siguiente: Fiona Helle ha estado embarazada dos veces. El primer niño nació bajo circunstancias que hicieron que se desgarrara malamente. Debe de hacer muchísimo tiempo, porque nada indica que Bernt Helle supiera nada de esta criatura. Ni tampoco nadie más. Fiona ha hecho declaraciones públicas y sin pudor sobre la felicidad que conlleva parir tarde a tu primer hijo. No se hubiera atrevido a hacer algo así si hubiera alguien ahí fuera que supiera… -Se acercó a la ventana. La corriente se podía sentir. Con el índice pasó el dedo por el marco de la ventana-. El aire traspasa directamente la pared -murmuró-. Esto lo tenemos que arreglar pronto. No puede ser bueno para las niñas.
– Un poco de corriente refresca el aire de dentro, lo hace más sano -dijo Inger Johanne agitando la mano-. Continúa.
Le costaba decirlo y se puso a hurgar la obsoleta masilla de la ventana, que estaba a punto de desprenderse.
– No consigo imaginarme a Bernt mintiendo -dijo lentamente, y se volvió a girar hacia ella-. El comportamiento del tipo ha sido el adecuado durante toda la investigación. A pesar de que seguro que está hasta las narices de toda la lata que le damos y que no parece llevar a ningún resultado. Responde y colabora. Coge el teléfono. Acude cuando se lo pedimos. Parece completamente en activo, simple y llanamente bastante despierto. Se hubiera dado cuenta de que un dato así era importante para nosotros. ¿No crees?
Inger Johanne frunció la nariz.
– Sí -dijo-. Quizá se hubiera dado cuenta. En todo caso creo que podemos asumir que este niño nació antes de que se hicieran novios. En los sitios pequeños se sabe todo. Además se casaron muy pronto, y no consigo imaginarme a una pareja adaptada, aunque considerablemente joven, llevando un embarazo en secreto. En realidad, creo que la respuesta a este enigma es obvia. Tiene que haber sido un embarazo muy poco deseado y a una edad muy temprana.
– No me vengas ahora con un incesto -le advirtió él-. Un incesto es precisamente lo que no necesita este caso.
– No puede haber sido el padre de Fiona, en todo caso. Murió cuando ella tenía nueve años. Creo que con esa edad podemos descartarlo. Pero tiene que haber sido lo suficientemente joven como para que pudieran mandarla fuera una temporada sin montar mucho lío. Fiona era adolescente… -La boca formaba números mudos mientras calculaba- a finales de los setenta -completó-. En el setenta y ocho tenía dieciséis años.
– Tan tarde -dijo Yngvar, desilusionado. Tampoco era una catástrofe ser madre adolescente en esa época.
– ¿Cómo? -exclamó Inger Johanne poniendo los ojos en blanco-. ¡Típico de un tío! A mí me aterrorizaba quedarme embarazada desde los dieciséis, aunque fuera a mediados de los ochenta.
– Dieciséis -dijo Yngvar-. ¿Sólo tenías dieciséis años cuando…?
– Olvida eso ahora -dijo Inger Johanne furiosa-. ¿No podríamos concentrarnos en el caso?
– Que sí, por supuesto, claro. Pero dieciséis… -Se sentó y empezó a rascar a Jack detrás de la oreja-. Fiona no estuvo en el extranjero en esa época. No durante mucho tiempo, al menos. Lo comprobé con Bernt. Y eso lo hubiera sabido, supongo. Aunque no todo el mundo que conozco suelta mucha prenda sobre sus viajes de estudios al extranjero, dudo que Fiona se callara…
– Corta el rollo -dijo Inger Johanne inclinándose sobre él. Lo besó con ligereza-. Así que nació una criatura. No tiene por qué significar nada para la investigación. Por otro lado, la cosa provoca inevitables asociaciones con el programa…
– … que hizo durante un montón de años con mucho éxito y mucho carácter -completó Yngvar.
– Niños perdidos y madres en pena. Reencuentros y dolorosos rechazos. Ese tipo de cosas.
Jack alzó la cabeza. Aguzó una oreja. La casa parecía encogerse con el viento frío. La lluvia golpeaba la ventana que daba al sur. Inger Johanne se inclinó sobre Ragnhild y arropó mejor a la niña, que seguía durmiendo imperturbable. El aparato de música se encendió y se apagó solo, varias veces. La lámpara que colgaba del techo encima de la mesa parpadeó.
Luego todo quedó oscuro.
– ¡Mierda! -dijo Yngvar.
– ¡Ragnhild! -dijo Inger Johanne.
– Tranquila.
– Por eso fui a ver a Yvonne Knutsen -dijo Inger Johanne a la oscuridad-. Ella sabe lo que pasó. Eso es bastante seguro.
– Probablemente -dijo Yngvar y, al encender una cerilla, su cara adquirió sombras inquietas y burdas.
– Quizá no quiera hablar conmigo por eso -dijo Inger Johanne-. Quizás haya aparecido el niño, quizá…
– Se nos están amontonando los quizá -dijo él-. Para el carro.
Por fin encontró una vela.
Ella lo seguía con los ojos. Era tan ágil, a pesar de su tamaño. Al andar, pisaba con fuerza, como si quisiera subrayar lo grande que era. Sentado en cuclillas en la penumbra ante la chimenea, al romper un periódico a tiras, al coger leña de la cesta de acero y hacer el fuego, había soltura y ligereza en todos los movimientos, una suavidad fascinante en su cuerpo sólido.
El fuego prendió con fuerza en el papel.
Inger Johanne aplaudió con cuidado y sonrió.
– Hago un poco de trampa por si acaso -dijo Yngvar metiendo entre la leña un par de pastillas para encender-. Bajo al sótano por más leña. El corte de luz puede durar un rato con este tiempo. ¿Dónde está la linterna?
Ella señaló hacia la entrada y él se fue.
Las llamas chisporroteaban gratamente inundando el salón de una luz amarilla rojiza. Inger Johanne ya sentía el calor contra la cara. Una vez más arropó a su hija y dio gracias por que Kristiane estuviera en casa de Isak. Una manta de lana estaba apoyada sobre el respaldo del sofá. Se la echó sobre las piernas, se recostó y cerró los ojos.
Yngvar tendría que hablar con el médico que la atendió en el parto. O con la comadrona. Al principio apelarían al juramento hipocrático, pero al final se rendirían. Como tenían que hacer siempre en casos como éste.
Llevará tiempo, pensó Inger Johanne.
Si realmente había un descendiente vivo y adulto de Fiona Helle, se acercaban por primera vez a algo que se parecía a una pista. Era débil, claro, y quizá no condujera a ningún sitio. Ella o él no era el primer niño de la historia que había sido parido con vergüenza y que había sido adoptado con amor. Probablemente se tratara de un chico de veintitantos, bien adaptado; estudiante, quizás, o carpintero, con un Volvo y críos pequeños. No un asesino de sangre fría persiguiendo vengar un rechazo que quedaba un cuarto de siglo atrás en el tiempo.
Pero Fiona se había enfrentado a la muerte con la lengua dividida en dos.
El niño era la gran mentira de Fiona.
Vibeke Heinerback acabó clavada a la pared.
Dos mujeres. Dos casos.
Un hijo ilegítimo.
Inger Johanne se incorporó de pronto. Estaba a punto de dormirse cuando, como si se tratara de un rayo, la ráfaga de una idea la volvió a sacudir; era la conocida y desagradable sensación de que un pensamiento importante no encontraba asidero. Trajo a Jack aún más cerca y posó la cara sobre la piel del animal.
– ¿Podríamos hablar ahora de otra cosa? -dijo cuando Yngvar volvió con una pila de leña.
Él dejó lo maderos resinosos en el suelo.
– Claro -dijo, y la besó en la cabeza-. Podemos hablar de lo que te dé la gana. Como que quiero comprarme un caballo nuevo, por ejemplo.