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– ¿Un caballo nuevo? Te lo he dicho mil veces: nada de caballos nuevos.

– Ya veremos -dijo Yngvar, que se río y se encaminó a la cocina-. Kristiane me anima. Ragnhild también, seguramente. Y Jack. Somos cuatro contra una.

Inger Johanne quería corresponder a su risa, pero todavía le quedaba una inquietud en el cuerpo; los restos de una fugaz sensación de peligro.

– Olvídalo -dijo-. Que se te quite ese caballo de la cabeza.

Capítulo 8

La tormenta se había calmado. El viento todavía soplaba ligeramente, pero, hacia el sur, la capa de nubes se había resquebrajado en jirones azul claro. La lluvia había aplastado y había podrido la nieve sucia de los jardines y las cunetas. Inger Johanne procuraba evitar los peores charcos maniobrando el cochecito por la estrecha acera de Maridalsveien. El tráfico pesado y los autobuses pasaban atronando. No estaba a gusto, así que cruzó la calle junto a Badebakken para llegar al río Aker. Jack pegaba tirones de la correa y quería olerlo todo.

La temperatura estaba empezando a bajar. Habían anunciado nieve para la noche. Inger Johanne se detuvo y se ajustó la bufanda antes de proseguir. Tenía frío en la nariz y moqueaba. Debería haberse puesto un gorro. En todo caso, Ragnhild estaba lo suficientemente abrigada metida en su saco de dormir forrado con piel de oveja y una manta de lana extra cubriéndolo todo. La carita apenas asomaba cuando Inger Johanne tiró ligeramente del borde del saco. El chupete vibraba y, por el movimiento de los delgados párpados, supo que Ragnhild estaba soñando.

Delante de la guardería junto a Heftveløkka se sentó en cuclillas. Soltó a Jack para que echara a correr y éste salió pitando hacia el río a ladrarles a los patos, que apenas le hacían caso. Se limitaron a paletear un par de veces en los canales abiertos en el hielo. El animal gruñía y ladraba, y probó a meter una pata en el agua.

– Cálmate -murmuró Inger Johanne, con miedo a despertar a Ragnhild.

El frío atravesaba la tela del abrigo, pero era un placer quedarse así sentada, ella sola, meciendo el cochecito con una mano, adelante y atrás, adelante y atrás. Era ya martes 17 de febrero y a las doce podría llamar. Faltaban ocho minutos, pudo constatar al sacar su teléfono móvil. La mejor amiga de Fiona Helle había dicho que a esa hora estaría de vuelta en la oficina. Dio la impresión de estar sorprendida, pero bien dispuesta. Inger Johanne no se había presentado como agente de policía. Pero lo vago de su formulación podría de todos modos haber dado a Sara Brubakk la sensación de que se trataba de un requerimiento de carácter oficial. No estaba bien.

Esto no era propio de ella. En realidad quería salirse de este caso, pensó, no quería profundizar más en él, y desde luego no con métodos al límite de lo aceptable.

Inger Johanne se sonó los mocos. Se estaba constipando, como era de esperar.

No había casi nadie en el sendero. Un hombre haciendo footing pasó resoplando envuelto en una nube de humedad. Saludó con la cabeza y sonrió, pero pegó un respingo cuando Jack salió disparado desde detrás de unos arbustos, y se lanzó a por sus talones.

– Póngale una correa al perro -berreó, y salió acelerando.

– Ven aquí, Jack.

Se dejó atar al cochecito meneando el rabo y se tumbó. Eran las doce, marcó el número.

– Aquí Inger Johanne Vik -empezó-. Hemos hablado esta mañana y…

– Sí, hola otra vez. Oye, ¿me permites que me siente? Acabo de entrar por la puerta y…

Arañazos. Ruidos. Un golpe.

– ¿Hola?

– Sigo aquí -dijo Inger Johanne.

– Oye, ya me he acomodado. A ver, ¿de qué se trataba en realidad?

– Sólo tengo una pregunta, acerca de la época de bachillerato de Fiona Helle. De su juventud. Tú ibas a su clase, ¿verdad?

– Sí, como os dije cuando me interrogasteis, Fiona y yo fuimos juntas a clase desde el primer curso del colegio. Éramos inseparables. Siempre amigas. Ha sido todo tan horrible desde que…, hasta la semana pasada no he tenido fuerzas para venir al trabajo, la verdad. Me concedieron una baja, simple y llanamente. Mi jefe es tan…

– Entiendo -dijo Inger Johanne-. Y yo desde luego no voy a molestarte mucho rato. Sólo estoy intentando averiguar si Fiona alguna vez… faltó al colegio. Durante un periodo largo de tiempo, quiero decir.

– ¿Faltar al colegio…?

– Sí. No un par de días por un constipado, quiero decir, sino por un periodo más largo…

– Bueno, estuvo en el balneario de Modum. En primero de bachillerato. Duró bastante tiempo.

– ¿Cómo? -Inger Johanne ya no tenía frío. Se pasó el teléfono a la mano izquierda y preguntó-: ¿Qué has dicho?

– Fiona tuvo una especie de colapso nervioso, creo. No se habló de eso, de alguna manera, íbamos a empezar el colegio después de las vacaciones. Yo había estado en Francia con mi familia, recuerdo, todo el verano. Tenía muchas ganas de volver a ver a Fiona y… no vino. La habían ingresado.

– ¿En el balneario de Modum?

– Síííí… ¿Sabes?, no estoy segura. Siempre he tenido la idea de que fue en el balneario de Modum, pero quizá sea porque era el único sitio que conocía donde ingresaban a gente por ese tipo de cosas. Nervios, quiero decir.

– ¿Cómo sabes que eran nervios?

Silencio.

Nuevos arañazos, esta vez más suaves.

– Ahora que preguntas… -dijo Sara Brubakk lentamente-, la verdad es que no estoy muy segura de nada de todo esto. Aparte de que estuvo fuera, vamos. Mucho tiempo. Creo recordar que no volvió hasta después de las navidades. O…, ah, sí, volvió un poco antes. Montábamos un espectáculo en el colegio y siempre empezábamos los ensayos a principios de diciembre.

– ¿Un espectáculo? ¿Justo después de un colapso nervioso?

Jack gruñó profundamente a un pato macho y bravucón. Ahuecaba las alas intentando agarrar un pedazo de pan que estaba a un par de metros del hocico del perro.

– Quieto -dijo Inger Johanne.

– ¿Cómo?

– Disculpa. Le hablaba al perro. Así que Fiona participó en… ¿Te contó por qué había estado fuera?

– Sí. Bueno, no… Oye, de esto hace ya mucho tiempo. -La voz había adquirido un matiz de disculpa. Al mismo tiempo que la mujer parecía sinceramente interesada en ayudar-. Como te he dicho, era mi mejor amiga. Hablábamos de todo, como hacen las buenas amigas. Pero recuerdo que yo estaba un poco dolida, porque Fiona no quería contarme nada sobre dónde había estado y sobre lo que le pasaba en realidad. De esto sí que estoy segura. Recuerdo que mi madre me dijo que la dejara estar. Que ése tipo de cosas no eran fáciles…, las enfermedades.

– Pero la historia de los nervios y el balneario de Modum pueden ser conclusiones que sacaras tú y no necesariamente algo que sepas o supieras -resumió Inger Johanne.

– Creo que sí, desgraciadamente.

– ¿Me podrías decir algo de la impresión que daba cuando volvió?

– No… ¿Impresión? Bastante normal, en realidad. Como antes. No la había visto en… cinco meses, ¿son cinco? ¿Desde San Juan hasta noviembre? A esa edad se crece rápido. Pero nosotras éramos muy amigas. Lo seguimos siendo después, quiero decir.

Se acercaba una comitiva de niños de guardería. Caminando de la mano de dos en dos, se tambaleaban sendero arriba con sus monos demasiado grandes. Un crío que llevaba el gorro calado hasta los ojos y que tenía las narices llenas de mocos lloraba dolorosamente. Una mujer adulta lo cogió en brazos y gritó:

– Ya no queda mucho, niños. ¡Vamos!

– ¿Podría haber estado embarazada? -lanzó Inger Johanne.

– ¿Embarazada? ¿Embarazada, dices? -Sara Brubakk rompió a reír-. No, ¡eso puedes descartarlo! Por Dios, si con el tiempo se vio que tenía verdaderos problemas para tener hijos. Fiorella es una niña probeta, ya sabes.