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Inger Johanne no lo sabía. En general había demasiadas cosas de la historia de Fiona Helle que no habían llegado a las carpetas de Kripos.

– No, no lo sabía.

– Además -agregó Sara Brubakk-, es cien por cien seguro que Fiona me hubiera contado algo así. Éramos casi como uña y carne. ¿Embarazada? No. Ni hablar.

– Pero tú no la viste durante cinco meses -objetó Inger Johanne.

– No. Pero ¿embarazada? Eso no.

– Está bien. Te lo agradezco mucho.

– ¿Eso era todo?

– Por ahora sí. Gracias.

– ¿Vais a conseguir resolver el caso? -Sara Brubakk parecía interesada en que así fuera.

– Por lo general lo hacemos -dijo Inger Johanne evasivamente-. Sólo que lleva su tiempo. Entiendo que pueda ser difícil para vosotros. Para la familia y el círculo de amistades.

– Sí. Pero llámame con lo que sea. Estoy deseando ayudar.

– Lo entiendo. Adiós.

La comitiva de niños se había adentrado entre los edificios de ladrillo de la calle Mor Gohjerta y había desaparecido. Los patos se habían tranquilizado. Se agrupaban sobre los témpanos de hielo, con las patas recogidas bajo sí y los picos reposando plácidamente contra las plumas del pecho.

Inger Johanne empezó a subir por la vera del río. Jack la seguía obedientemente.

«Durante mucho tiempo éste ha sido un caso sin secretos -pensó-. Un caso sorprendentemente carente de odio y secretos. Luego van apareciendo. Como hacen siempre, en todos los casos, después de todo asesinato. Mentiras. Medias verdades. Datos ocultos y olvidados, historias escondidas.»

Ragnhild se puso a llorar. Inger Johanne miró dentro del cochecito. Las encías sin dientes estaban al descubierto debido al furioso llanto. La madre lo cubrió con el chupete. Se hizo el silencio.

Llevaba mucho tiempo pensándolo: en ambos casos, tanto en el de Fiona como en el de Vibeke, había muchas menos contradicciones y conflictos subyacentes de lo normal.

Incrementó el ritmo. El viento era frío y duro. Pronto Ragnhild se despertaría de verdad. Tenían que llegar a casa.

«El rechazo materno ya ha creado asesinos antes de esto -pensó mientras se enfrentaba al borde de la acera de la calle Bergen-. Pero ¿por qué casi veintiséis años más tarde? ¿Será que el niño, el niño adulto, no se ha enterado de la verdad hasta ahora? ¿Puede el descubrimiento de una antigua traición ser la base de un odio como éste? ¿Puede impulsar un crimen como éste, un ajusticiamiento tan grotesco y tan simbólico? O…»

Se detuvo, Jack la miró con sorpresa, con la lengua colgando fuera de la boca sonriente. Pasó un autobús. El humo del tubo de escape obligó a Inger Johanne a toser y a volverse.

Quizá no hiciera tanto tiempo que lo había repudiado.

La idea se le había pasado por la cabeza la noche anterior, cuando Yngvar la advirtió en contra de las especulaciones ligeras. El niño de Fiona Helle podía haberse puesto en contacto con su madre biológica recientemente. Sería una ironía, pensó Inger Johanne, que la propia Fiona hubiera sido objeto de las añoranzas cuyo valor había explotado para construir su carrera.

No especular. Yngvar tiene razón. Esto era demasiado difuso. Y si realmente existiera el niño…

– ¿Qué puede tener que ver una persona así con Vibeke Heinerback? -se preguntó a media voz meneando la cabeza.

Tenía que haber dos asesinos.

O quizá no.

Sí. Dos. O uno.

«Tengo que rendirme -pensó-. Esto es enfermizo. Poco profesional. Un perfilador tiene avanzados programas de ordenador. Trabaja en equipo. Tiene acceso a los archivos y a los últimos gritos en el conocimiento. Yo no soy una perfiladora. Soy una señora cualquiera de paseo con su bebé y su perrito bastardo. Pero hay algo, hay algo que…»

Entonces se puso a corretear. Ragnhild chillaba en el cochecito que vibraba y pegaba botes y casi vuelca cuando Inger Johanne, en el momento en que giraba la esquina de la calle Hauge, se resbaló sobre una zona con hielo.

Cuando por fin llegó a casa, cerró la puerta y echó la cadena de seguridad antes de quitarse el abrigo.

Trond Arnesen no conseguía dormirse. Eran las dos de la mañana del miércoles. Se había levantado varias veces para beber agua, tenía la boca como una lija y no sabía bien por qué. No había nada para ver en la televisión. Al menos nada que despertara su interés, o que por lo menos pudiera impedir que siguiera cavilando, que lo librara por unos minutos del molino de hierro que giraba y giraba impidiéndole dormir.

Se rindió. Se levantó por cuarta vez. Se vistió. Un paseo, pensó. Un poco de aire.

La nieve había caído sobre las ocho. Se había posado sobre el suelo como un ligero velo limpio, sobre las hojas putrefactas y la basura del invierno, sobre cunetas negruzcas y caminos enfangados. La gravilla crujía bajo sus pies y la cancela chilló cuando la abrió. Arbitrariamente, se puso a subir la cuesta, como si le atrajera la farola que había allí arriba.

No había modo de contar la verdad.

Ni siquiera hubiera podido decirlo al principio, cuando todavía tenía la oportunidad de hacerlo, en el cuarto, con el policía que tenía pinta de estar a punto de echarse a reír.

Ese viernes había sido la última vez, y no le había costado nada olvidarlo.

Entonces vino Bård.

Menudo idiota.

Trond metió las manos en los bolsillos del abrigo. Caminaba rápido. A esa hora no había nadie más en la calle y, en la fila de casas sin luz, hacía ya tiempo que la gente se había retirado. Un gato cruzó la calle, se detuvo un instante y lo miró fijamente con sus ojos amarillos fosforescentes antes de desaparecer entre unos matorrales.

Echaba de menos a Vibeke. Un sumidero se le había instalado bajo las costillas; una añoranza que no recordaba haber sentido antes, pero que se parecía a la añoranza de su madre, que sentía cuando era pequeño y estaba de campamento.

Vibeke era tan fuerte. Ella lo hubiera arreglado.

Las lágrimas le dejaban huellas heladas sobre las mejillas.

Se sorbió los mocos, se los sonó masculinamente con los dedos y se detuvo. En el mismo lugar donde el taxi había parado para que vomitara. La nieve lo cubría todo ahora, pero estaba bastante seguro. Probó a clavar la punta de la bota en la nieve. Aquí había más luz, cada quince metros había una farola. La nieve fulguraba como diamantes azulados cuando le pegaba patadas.

Apareció su reloj de pulsera.

Se inclinó con sorpresa.

Era su reloj. Sopló, le quitó la nieve, se lo puso ante los ojos. Las cuatro menos veinte. El segundero avanzaba fielmente y la pantalla de la fecha mostraba el número dieciocho.

El plástico helado le escoció en la piel al ponerse el reloj.

Se alegró y sonrió. El reloj le recordaba a Vibeke, colocó la mano en torno a la correa negra y presionó.

Debería avisar.

Con el jaleo que había montado con el reloj, tendría que avisar a Yngvar Stubø de que había aparecido. Trond se había equivocado, así de claro. No lo había dejado en casa, había ido con él a la fiesta y se le había caído cuando estaba agachado vomitando la borrachera.

Quizás el policía pensaba remover cielo y tierra para resolver el asunto. Lo último que deseaba Trond es que se removiera cielo y tierra. Quería tener tranquilidad y el menor contacto posible con la policía.

La solución era un SMS. Stubø le había dado el teléfono de su móvil asegurándole que podía llamar cuando quisiera. Un SMS no era nada peligroso. Un mensaje de texto era algo cotidiano y poco dramático, un método moderno de transmisión de recados triviales y pequeñas nimiedades.

«He encontrado el reloj. Lo había perdido. ¡Disculpas por el jaleo! Trond Arnesen.»

Ya estaba hecho. Se dio la vuelta. No podía pasarse las noches deambulando por las calles. Quizá pudiera encontrar un DVD con el que matar el tiempo. Podía tomarse una de las pastillas para dormir de Vibeke. Nunca las había probado, así que era probable que cayera rendido si se tomaba dos. Eso le resultaba tentador.