El libro desaparecido no le importaba nada.
Que Rudolf Fjord se comprara uno nuevo.
– Yngvar.
Inger Johanne le pegó un empujón.
– Hummm…
Yngvar se colocó de costado.
– Tengo miedo -dijo ella.
– No tengas miedo. Duerme.
– No lo consigo.
Él suspiró elocuentemente y se cubrió la cabeza con la almohada.
– A veces tenemos que dormir un poco. -Su voz sonó medio ahogada-. Sólo alguna que otra vez. Asomó la cabeza y bostezó.
– ¿Y de qué tienes miedo ahora?
– Me he despertado cuando ha pitado tu móvil y entonces… -aclaró ella.
– ¿Me han llamado al móvil? Joder, debería…
Sus manos tantearon la lamparita de la mesilla en busca del interruptor. El vaso de agua se volcó.
– Joder -jadeó Yngvar-. ¿Dónde…?
La luz lo alcanzó en toda la cara. Hizo una mueca y se incorporó en la cama.
– No han llamado -dijo Inger Johanne rápidamente-. Pitó. Y después…
Yngvar manejaba torpemente el móvil. La luz verde brillaba.
– Por Dios -murmuró-. Vaya horas para mandar un mensaje. Pobre chico. No podrá dormir, supongo. Parece un poco aprensivo, si te soy sincero.
– ¿Quién? -ella estaba despejada.
– Trond Arnesen. Olvídalo. No tiene importancia. -Se levantó entumecido y se estiró los calzoncillos-. Está bien que por fin hayas accedido a que Ragnhild duerma sola, la verdad. Si no andaríamos todos por aquí como zombis. Como si no lo estuviéramos ya.
– No te enfades, anda. ¿Adónde vas?
– El agua -dijo él, airado y señalando-. Tengo que buscar un trapo.
– Déjalo. Sólo es agua.
Por un momento vaciló, luego se encogió de hombros y se volvió a meter bajo el edredón. Amortiguó la luz y alargó el brazo hacia Inger Johanne. Ella se arrimó a él.
– Hummm…
– ¿De qué tienes miedo? -repitió Yngvar-. Ragnhild está bien.
– No es eso. Son estos casos…
– Lo sabía -dijo él, desanimado, y se recostó mejor.
La luz seguía rasgándoles desagradablemente los ojos.
– Nunca debería haberte metido en este lío. Soy un idiota. ¿Podrías apagar la luz?
– Mmm. Sólo que creo que andáis mal de tiempo -apuntó ella.
– ¿Qué quieres decir?
– Lo que digo. -Inger Johanne pretendía ser clara.
– Todos sabemos que el tiempo es nuestro peor enemigo -dijo él bostezando largamente-. Pero, por otro lado, ya que el caso es que no encontramos pistas calientes, es mejor que seamos minuciosos. Que pongamos una piedra sobre otra.
– Pero…, y si…
Él se desembarazó bruscamente y se incorporó hasta sentarse.
– Son casi las tres -jadeó-. ¡Quiero dormir! ¿No podríamos dejarlo para mañana?
– ¿Y si el autor de los hechos hubiera ido sólo por una de las víctimas? -dijo lentamente Inger Johanne-. Si por ejemplo iba por Fiona, y a Vibeke se la quitó de en medio para camuflar sus motivos.
– Oye -dijo Yngvar llenándose los mofletes de aire-. Vivimos en Noruega. ¡Asesinatos de camuflaje! ¿Alguna vez has oído hablar de algo así?
– Sí. Muchas veces -admitió ella.
– Pero ¡no aquí! -Al estampar las manos contra el edredón, Yngvar produjo un sonido ahogado-. ¡No en el pequeño reino de Noruega, donde la gente, por lo general, se mata con un cuchillo y porque está borracha! ¡Además de que un solo asesinato es un camuflaje bastante mísero, la verdad! ¡Y ahora tenemos que dormirnos!
– Shhhhh -sopló ella.
– Hablo tan alto como me dé la gana.
– Estoy de acuerdo en que un solo asesinato es poco camuflaje -insistió Inger Johanne-. Por eso andáis mal de tiempo.
Yngvar se levantó de un salto y el suelo crujió por el golpe. El agua salpicó y él se puso a maldecir. El vaso rodó lentamente bajo la cama.
Agarró el edredón y fue hacia la puerta.
– Es admirable el poco sueño con el que tú te apañas -dijo. Ella hubiera jurado que le temblaba la voz, como si se estuviera obligando a no llorar-. Pero como ves a mí no me pasa lo mismo. Si tienes miedo…
– Yo…, esto.
A Yngvar se le hundieron los hombros. Tenía problemas con la ropa de cama. Después suspiró profundamente y continuó:
– Me puedes despertar, por supuesto. Pero que sea que tengas mucho miedo. Que estés verdaderamente aterrorizada. Me voy a dormir a la cama de Kristiane. Buenas noches.
La puerta se cerró de un portazo. Ragnhild rompió a llorar.
A Vegard Krogh no le gustaba el bosquecillo que tenía que atravesar para llegar a casa de su madre. Cuando era pequeño, sólo se atrevía a coger el sendero a pleno día y, preferiblemente, en compañía. Se contaba que entre los árboles había fantasmas. Se decía que el sitio fue en tiempos un cementerio desmantelado en el siglo XVIII sin ningún respeto por el descanso de los muertos. Los poltergeists se tomaban la revancha, pensaban los niños del barrio, asediando sin descanso a quienes alguna vez se aventuraban a penetrar en el bosque después de la entrada de la noche.
Pamplinas, por supuesto, y a Vegard Krogh le daba pereza dar el rodeo. Era ya tarde por la noche del jueves 19 de febrero. La nieve, que el último par de días se había posado sobre las ramas desnudas formando una fina manta entre los árboles, por suerte proporcionaba un poco de luz. Al menos veía el pie que ponía delante.
Llevaba dos elegantes bolsas de diseño. La madre le había prestado quince mil coronas sin vacilar y sin la preceptiva y quejumbrosa reprimenda por ser ya un hombre adulto y casado que debería mantener en orden su propia economía. Al contrario, le había entregado el dinero con brillo en los ojos. A cambio, le había prometido a la madre pasar un par de noches con ella. Estaba bien, tendría una buena comida a la mesa y vino gratis en la copa.
Quince mil coronas no daban para mucho, pero estaba contento. Al escribir el weblogg del día, estuvo tentado de mencionar la invitación. No lo hizo. Discreción, había pensado, y se conformó con hacer una descripción de sus compras. Acabó siendo una epístola irónica sobre las boutiques en las que hay cinco prendas y dos empleados que dan la impresión de estar tan cansados de la vida como para pegarse un tiro en la sien en cualquier momento.
Quizá los lectores más importantes comprendieran por qué él, que normalmente iba en vaqueros y sudadera de capucha, había fulminado una fortuna en Kamikaze y Ferner Jacobsen, donde finalmente había encontrado algo que creía ser tanto casual como sharp.
Tres de los ensayos de Puenting estaban accesibles en su página Web. No le había pedido permiso a la editorial. De todos modos no hacían una mierda por difundir el material. Lo mismo daba. Mañana pondría un par más. La gente se había abalanzado sobre ellos. La primera discusión tardó sólo un par de horas en comenzar. Era sobre todo la parte sobre la cultura ligera establecida la que había desencadenado el debate. Utilizaba el cartón de leche como metáfora en una historia sobre los superfluos productos de masas del estado del bienestar. No sabían a nada, no servían para nada y estaban por todas partes, en envases de marca fácilmente reconocibles que recirculaban eternamente en su corrección política. «Cultura desnatada», se llamaba el ensayo, y cuando añadió una pequeña pista con vínculo a la sección cultural del periódico Dagbladet, la polémica se desató.
Vegard Krogh caminaba a paso ligero. Las botas eran nuevas y le iban bien al pie. Las gruesas suelas le permitían caminar sin problemas por el sendero resbaladizo.
Quizá debería dar más la lata y llegar a un acuerdo con la NRK para trabajar como autónomo. Gran Estudio no era un programa exactamente de su tipo. Demasiado fácil, por supuesto, y demasiado superficial. Pero era un programa lo suficientemente ágil, a veces incluso rudo y urbano, y además Anne Lidmo era una mujer elegante.