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Se iba a esforzar más para conseguir el trabajo.

Pronto saldría del bosquecillo. A la vuelta de la curva en ligera pendiente, pasando la pequeña loma donde en tiempos construyó una casa en un viejo roble, junto al borde del bosque, estaba la casa de su infancia. Su madre le había prometido comida, aunque llegara tarde.

Alguien venía caminando detrás de él. La angustia le oprimía el cuello, reconocía el miedo de las sofocantes carreras de su infancia a través del bosque con los fantasmas en los talones.

Se volvió tranquilamente. Notó que agarraba las bolsas de las compras con más fuerza, como si lo peor que le pudiera ocurrir fuera que le robaran sus prendas nuevas.

La persona no estaba detrás de él, ahora se daba cuenta. Salía del bosque, de entre los árboles, donde no había sendero y las huellas formaban una cadena de irregulares agujeros negros en la nieve nueva. Resultaba difícil percibir más que el contorno de la silueta. A Vegard Krogh casi lo deslumbra la luz de una potente linterna.

Llevaba ropa llamativa, vio.

Un mono blanco.

El miedo se apaciguó un poco.

– ¡Joder! -dijo Vegard Krogh alzando el brazo para hacerse sombra de la potente luz-. Asustas a la gente yendo así de hurtadillas.

La linterna fue bajada y apartada; ahora era la propia cara de la silueta la que estaba iluminada, desde abajo, como hacían los niños más traviesos para asustar a los más pequeños, en la penumbra de las noches de verano, cuando se exaltaban los unos a los otros hasta que echaban a correr aterrorizados, sobre los muertos vivientes.

– Tú -dijo Vegard Krogh, sorprendido, medio irritado; entrecerró los ojos y examinó el rostro más de cerca-. ¿Tú? ¿Eres…? -Se inclinó, ahora furioso-. ¿Eres tú? ¿Qué…? Joder, me has…

Cuando la linterna de dos kilos de peso lo alcanzó en la sien con una tremenda fuerza, no murió. Simplemente se desplomó y cayó de rodillas.

La linterna lo golpeó otra vez, esta vez en la parte de atrás de la cabeza, con un crujido carnoso que quizá lo hubiera fascinado en caso de haber tenido la oportunidad de oírlo.

Pero Vegard Krogh estaba sordo. Murió antes de que el cuerpo alcanzara el deslizante suelo helado.

Capítulo 9

La mañana del viernes 20 de febrero, Yngvar Stubø caminaba detrás de Sigmund Berli y Bernt Helle. Lo primero que percibió al cruzar las puertas acristaladas del hospital color amarillo situado a las afueras de Oslo fue el hedor a institución. No entendía por qué se obligaba a las personas que necesitaban cuidados a vivir entre el olor del pescado hervido hasta la saciedad y el de los penetrantes productos de limpieza. La pobreza pública no carecía de riesgos, pero estaba claro que el aire fresco era gratis. Al entrar por la puerta del cuarto en que Yvonne Knutsen yacía inmóvil en su cama, por tercer año consecutivo, apenas pudo controlar su impulso de abrir las ventanas.

– Yvonne -dijo Bernt Helle-. Soy yo. Hoy vengo con la policía. ¿Estás dormida?

– No.

Volvió la cara hacia su yerno. La sonrisa era reservada. Bernt Helle le puso la mano sobre el brazo y le dio un fugaz beso en la mejilla. Después acercó a la cama la única silla del cuarto y se sentó. Yngvar y Sigmund seguían de pie junto a la puerta.

– Ya sé que preferirías no hablar con nadie -dijo Bernt Helle cogiendo con su manaza la fina mano de Yvonne Knutsen, en la que se veía brillar las venas en azul pálido bajo la piel-. Aparte de Fiorella y yo, quiero decir. Pero ahora es un poco importante. Que hables. Verás…

Se pasó la mano por la coronilla y suspiró ostensiblemente.

– ¿Qué pasa? -dijo Yvonne.

– Verás, ha pasado…

Volvió a trabarse. Manoseaba un metro de madera que le asomaba de uno de los bolsillos de sus pantalones de carpintero de color caqui.

Yngvar se aproximó.

– Soy Yngvar Stubø -saludó, alzando la mano sin tendérsela-. He estado aquí antes. Justo después de que…

– De eso me acuerdo, hombre -dijo Yvonne Knutsen-. Desgraciadamente aún no tengo demencia senil. Recuerdo lo suficiente como para saber que prometiste que no vendríais a molestarme más.

– Es cierto -asintió Yngvar-. Pero es que la situación ha cambiado.

– No para mí -dijo Yvonne.

– Se ha producido otro asesinato -dijo Yngvar.

– Y bien -dijo la inválida.

– También en esta ocasión se trata de una persona famosa.

– ¿Quién?

– Vegard Krogh -dijo Yngvar.

– Nunca he oído hablar de él.

– Famoso, famoso… Todo es relativo. La cosa es que… -trató de precisar Yngvar.

– La cosa es que yo estoy aquí tumbada muriéndome -dijo Yvonne Knutsen con la voz tranquila, sin atisbo de dramatismo o autocompasión-. Cuanto antes, mejor. Mientras espero, preferiría que no me molestaran. No hablar con nadie. Un deseo modesto, en mi opinión, si tenemos en cuenta mi estado.

Yngvar dejó que los ojos recorrieran la manta. Ni un solo movimiento delataba que hubiera una persona viva debajo, ni siquiera la caja torácica se elevaba perceptiblemente bajo la cubierta. Sólo en la cara quedaban rastros de lo que alguna vez fue una hermosa mujer, de frente ancha y grandes ojos con forma de almendra. La boca no era más que una grieta entre las mejillas hundidas, pero seguía habiendo la suficiente información bajo la pálida máscara mortuoria como para que pudiera hacerse una idea de Yvonne Knutsen tal y como tuvo que ser: esbelta, segura de sí misma y atractiva.

– Entiendo -dijo-. De verdad que sí. El problema es que desgraciadamente no puedo cumplir su deseo. La situación es ya tan grave que tenemos que seguir las pistas que tenemos.

– Ya he dicho que no conozco a ningún Vegard Krag y no puedo…

– Krogh -dijo Sigmund desde su puesto de vigilancia en medio del suelo-. Vegard Krogh.

– Krogh -repitió ella, abatida y sin mirar en dirección a Sigmund-. No conozco a nadie que se llame así. Y por tanto no sé en qué os puedo ayudar.

– Tengo unas preguntas vinculadas al hijo de Fiona -dijo Yngvar calladamente.

– Fiorella -dijo la mujer de la cama con sorpresa, pasando la mirada de Yngvar a Bernt y de vuelta-. ¿Qué pasa con ella?

– Fiorella no -dijo Yngvar-. El primer hijo. Quisiera saber algo del hijo que dio a luz Fiona en la adolescencia.

Yvonne Knutsen se transformó. Se le enrojeció el arco de la nariz. El color se extendió con rapidez, formando una mariposa sobre la piel gris pálida. La respiración era más rápida, más profunda, e hizo un vano intento de incorporarse en la cama. Le creció la boca. Se humedeció los labios que se pusieron más rojos y carnosos. Los ojos, que hacía escasos segundos parecían haberse tomado la muerte por adelantado, brillaban en profunda desesperación.

Bernt le puso la mano suavemente sobre el pecho.

– Tranquila -dijo.

– Bernt -jadeó ella.

– No pasa nada -dijo Bernt.

– Pero…

– Tranquilízate.

Yngvar Stubø se acercó más. Apoyó los muslos contra la alta cama y se inclinó sobre la enferma.

– Entiendo que esto tiene que haber sido muy duro…

Bernt Helle lo apartó. Por primera vez en toda la larga e infructuosa investigación del asesinato de Fiona resultaba agresivo. No se rindió hasta que Yngvar se había alejado un metro de la cama. Después le acarició el pelo a Yvonne.

– La verdad es que para mí es un alivio saberlo -dijo en voz baja, como si los policías ya no le incumbieran-. Fiona era tan…, como si siempre estuviera a la búsqueda de algo. Me he preguntado muchas veces por qué podía ser. Tampoco veo que fuera algo tan terrible de contar, tantos años después, tantos…

– Bernt…

La voz de Bernt había adquirido un tono de enfado reprimido; se oyó a sí mismo y tragó saliva. Yngvar vió cómo agarraba la mano de su suegra con más firmeza antes de continuar: