– Ragnhild es un bebé de ocho días de edad sano como una manzana -susurró-. Se despierta tres veces cada noche, toma leche y se vuelve a dormir inmediatamente después. ¿Quieres un café?
– No hagas ruido, anda -dijo ella.
Él quiso agregar algo. Abrió la boca, pero finalmente negó imperceptiblemente con la cabeza, recogió un jersey del suelo y se lo puso de camino a la cocina.
– Siéntate aquí, por favor -dijo finalmente-. Si para ti es cosa de vida o muerte quedarte despierta toda la noche, lo mejor es que hagamos algo sensato.
Inger Johanne acercó la banqueta de bar al banco de la cocina y se ajustó la bata. Con los dedos hojeaba sin concentrarse la gruesa carpeta del caso, que no debería estar en la cocina.
– Sigmund no se rinde -dijo ella restregándose los ojos bajo las gafas.
– No, pero es que tiene razón. Se trata de un caso fascinante.
Yngvar se volvió tan bruscamente que el agua de la cafetera salpicó.
– He estado una hora en el trabajo -dijo a la defensiva-. Desde que salí de aquí hasta que volví…
– Relájate, hombre. No pasa nada. Entiendo perfectamente que tengas que pasarte por ahí de vez en cuando. Tengo que admitir que…
Sobre la carpeta había una fotografía, un lisonjero retrato de una futura víctima de asesinato. Su estrecho rostro parecía aún más estrecho porque llevaba la raya de su media melena en medio. Por lo demás, pocas cosas eran anticuadas en Fiona Helle. La mirada era desafiante, los labios gruesos y la sonrisa que le dirigía al fotógrafo, segura de sí misma. El maquillaje de los ojos era pesado, pero paradójicamente no resultaba vulgar. En suma, había algo fascinante en la foto, un toque abiertamente erótico contrastaba fuertemente con el perfil mundano y familiar de su programa, que ella había construido con gran éxito.
– ¿Qué tienes que admitir? -preguntó Yngvar.
– Que…
– Que el caso te parece jodidamente interesante -se río Yngvar entre el ruido de las tazas-. Sólo voy a buscar un par de pantalones.
El pasado de Fiona Helle no era menos fascinante que su retrato. Inger Johanne se fijó mientras iba leyendo: era diplomada en Historia del Arte. Con sólo veintidós años se casó con el fontanero Bernt Helle, se hizo cargo del chalé de los abuelos en Lørenskog y vivió sin hijos durante trece años. Resultaba evidente que la llegada de la pequeña Fiorella en 1998 no había frenado ni sus ambiciones ni su carrera. Más bien al contrario. Desde su estatus de culto en el pequeño programa Arte que mola, en el canal NRK2, fue con el tiempo trasladada a la sección de entretenimiento. Tras un par de temporadas en un talk-show, los jueves a última hora, por fin «llegó a casa». Ésa era al menos la expresión que ella misma usaba, en las incontables entrevistas que había concedido en los últimos tres años. Fiona en faena era uno de los mayores éxitos del canal público desde la década de los sesenta, cuando la gente no tenía otra cosa mejor que hacer que reunirse en torno a las pantallas, con un solo canal, dándole forma colectiva a lo que era una noche de sábado en Noruega.
– ¡A ti te gustaban sus programas! ¡Un hombre hecho y derecho ahí sentado llorando!
Inger Johanne sonrió a Yngvar, que ya había vuelto, ahora con un forro polar rojo eléctrico, pantalones de chándal grises y calcetines de lana naranja en los pies.
– No lloraba en absoluto -protestó Yngvar mientras echaba café en las tazas-. Me emocionaba, tengo que admitirlo. Pero ¿llorar? ¡Nunca! -Acercó su banqueta más a la de ella-. Fue el episodio ese con la hija del alemán -dijo en voz baja-. Habría que tener el corazón de piedra para no emocionarse con esa historia. Después de haber sufrido humillaciones y abusos durante toda la infancia, se fue a Estados Unidos en la adolescencia. Lavó los suelos del World Trade Center desde que lo construyeron y tuvo su primera baja por enfermedad el 11 de septiembre de 2001. Siempre echó de menos al vecinito noruego que…
– Que sí -dijo Inger Johanne, humedeciéndose ligeramente los labios con el café hirviendo-. ¡Sshh! -Se quedó petrificada-. Es Ragnhild -dijo con tensión.
– No -empezó él, y la quiso parar antes de que se saliera corriendo hacia el cuarto de los niños.
Demasiado tarde. Inger Johanne se deslizó por el suelo sin hacer prácticamente ruido y desapareció. Sólo la inquietud quedó tras ella. Un pinchazo de acidez en torno al estómago le hizo servirse más leche en el café.
La historia de Yngvar era peor que la de Inger Johanne. Las comparaciones no eran sólo odiosas, sino también imposibles.
El dolor no se podía medir, las pérdidas no se podían pesar. Pero él no conseguía evitarlo del todo. Desde que se conocieron, un dramático verano hacía casi cuatro años, ella sé había pillado algunas veces de más irritándose con la tristeza de Inger Johanne por la particularidad de Kristiane.
Al fin y al cabo, Inger Johanne tenía una hija. Una niña viva con gran apetito por la vida. Rara como pocos, pero a su manera Kristiane era una niña cariñosa y completamente presente.
– Ya lo sé -dijo de pronto Inger Johanne, que había entrado desde el pasillo sin que él se diera cuenta-. Tú cargas con más que yo. Tu hija murió. Yo debería estar agradecida. Y lo estoy.
Un temblor en el labio inferior, apenas perceptible, la hizo callar. La mano le cubrió los ojos.
– ¿Estaba todo bien con Ragnhild? -preguntó Yngvar.
Ella asintió.
– Es que tengo tanto miedo -susurró-. Cuando duerme, tengo miedo de que esté muerta. Cuando se despierta, tengo miedo de que se muera. O de que le pase alguna otra cosa.
– Inger Johanne -dijo él, abatido, dando palmas sobre el asiento junto a él-. Ven aquí. Siéntate. -Ella se dejó caer lentamente junto a él. Él le acarició la espalda, arriba y abajo, un poco apresuradamente-. Todo va bien…
– Estás irritado -susurró ella.
– No.
– Sí.
La mano se detuvo, la cogió levemente de la barbilla.
– Que no, te digo. Pero ahora… -Yngvar se interrumpió.
– ¿No podrías sencillamente dejarme…?
– ¿Sabes qué? -dijo él, con alegría fingida-. Estamos de acuerdo en que las niñas están bien. Ninguno de los dos puede dormir. Así que ahora le vamos a dedicar una hora a este asunto… Y luego vemos si conseguimos dormir un poco. ¿Vale? -Con dedos torpes martilleó sobre la cara de Fiona Helle.
– Eres muy buen profesional -dijo ella, y se restregó la nariz con el dorso de la mano-. Y este caso es peor de lo que os teméis.
– Ya.
Yngvar vació su taza, la apartó y extendió los papeles de la carpeta sobre el amplio banco. La foto yacía entre ellos. Pasó el dedo índice sobre la nariz de Fiona Helle, le rodeó la boca y se lo pensó un rato antes de levantar la fotografía para mirarla atentamente.
– ¿Qué sabes tú, en realidad, sobre lo que nosotros nos tememos?
– Ni una sola pista -dijo ella con ligereza-. Lo he leído todo a escondidas. -Estaba buscando un documento pero no lo encontraba-. En primer lugar -dijo moqueando-, las huellas en la nieve son casi inutilizables. Aunque es cierto que encontrasteis tres huellas en la entrada de coches que probablemente sean del asesino, pero la temperatura y el viento, además de la nieve que cayó el martes por la noche, hacen que tengan un valor muy limitado. Lo único seguro es que se puso calcetines sobre los zapatos.
– Tras el puto caso Orderud cada jodido ladrón de bicicletas usa ese truco-murmuró él.
– Cuida tu lenguaje -dijo ella.
– Están durmiendo -adujo Yngvar.
– La talla de los zapatos está en algún sitio entre el cuarenta y uno y el cuarenta y cinco. Cosa que incluye al noventa por ciento de la población masculina.
– Y a una pequeña parte de la femenina -sonrió él, e Inger Johanne metió los pies un poco más bajo la banqueta.
– De todos modos el truco de los zapatos demasiado grandes ya es bastante conocido. Tampoco se puede deducir nada sobre el peso del asesino a partir de la profundidad de las huellas. El hombre ha tenido suerte con el tiempo, así de sencillo.