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Entre todos los delegados, que aullaban, aplaudían y silbaban, había una que ni sonreía ni reía. Sus manos entrechocaban lentamente y en silencio, en una protesta muda y elocuente.

La mujer era Kari Mundal. El hombre del autobús habría visto que le daba la espalda a la tribuna y salía tranquila y calladamente de la sala de fiestas antes de que a Rudolf Fjord le hubiera dado tiempo a dar las gracias por tan formidable muestra de confianza.

Un observador agudo se hubiera percatado de todo esto.

Sin embargo, el hombre que pasaba casualmente había querido llegar a tiempo al autobús. Ahora estaba sentado durmiendo, con la cabeza sobre el hombro de un desconocido.

Era la una de la mañana de la noche del sábado. Kristiane estaba de vuelta. Estaba excitada, como siempre que se alejaba de su madre, y no se durmió hasta medianoche. Yngvar se había metido en la cama al mismo tiempo que la niña. Ni siquiera intentó convencer a Inger Johanne de que lo acompañara. Apenas habían cruzado palabra, con todo el ajetreo. Isak se había quedado con ellos hasta bien tarde.

Inger Johanne sabía que tenía que intentar no irritarse con él. Al mismo tiempo reconocía que nunca lo iba a conseguir. Lo que más la irritaba era el que Isak lo diera por supuesto; aquella desenfadada suposición de que siempre les venía bien que se quedara, de que nunca tenían nada mejor que hacer que servirle comida y darle charla cada vez que entregaba a Kristiane. Incluso ahora, transcurrido sólo un mes desde el parto, corría por la casa montando un escándalo y jugando a Superman con Kristiane a la espalda, sin pensar ni por un momento en que Ragnhild estaba durmiendo.

– Estate contenta -había dicho Yngvar antes de acostarse, había algo de abatimiento en la voz-. Kristiane tiene un buen padre. Es un pelín…, se toma libertades, pero ama a la cría. Sé un poco generosa, haz el esfuerzo.

Quizá la culpa de que no consiguiera del todo aguantar a Isak fuera sobre todo Yngvar. Debía ser él quien protestara. Era Yngvar, su marido, quien debería poner límites al intruso, su esmirriado primer esposo que siempre que llegaba golpeaba en el hombro al heredero, a pesar de que le doblaba en tamaño, y le ofrecía una de las seis cervezas tibias que se había cogido la costumbre de traer viernes sí viernes no, junto con un saco con la ropa sucia de Kristiane. Siempre sucia. Y nunca se acordaba de traer sus cosas de aseo.

– Tengo cerveza fría -sonreía Yngvar siempre en respuesta.

Inger Johanne se negaba a verlo como un signo de debilidad.

Indecisión.

Se levantó bruscamente del sofá.

– ¿Qué pasa ahora? -dijo Yngvar.

Ella se paró y se encogió de hombros.

– Nada. Vuelve a acostarte.

Se había vestido. La sudadera cutre y los pantalones grises del chándal le fastidiaban. Para Navidad él le había regalado un chándal de Nike azul marino para andar por casa. Estaban en el armario sin estrenar.

– Acuéstate -repitió tajante, y se dirigió a la cocina.

– Esto simplemente se tiene que acabar -dijo él-. No puedes enfadarte conmigo uno de cada dos viernes. No puede ser.

– No estoy enfadada contigo -dijo Inger Johanne dejando que corriera el agua-. Si de algún modo estoy irritada, es con Isak. Pero vamos a dejarlo estar.

– No, no podemos.

– Déjalo estar, Yngvar.

Y lo dejaron estar. Yngvar entró al salón. Oyó cómo ella en la cocina llenaba un vaso de agua del grifo. Bebió a grandes sorbos. El sonido del vaso contra el banco de la cocina fue más duro de lo necesario. Después se hizo el silencio.

– ¿Qué tal si trabajamos un rato?

La sonrisa era dócil. Yngvar agarró la mano de Inger Johanne cuando ésta pasó por delante de él para sentarse en el otro sofá. Sólo le permitió sostenerla un momento, antes de recoger el brazo.

– Un bolígrafo en el ojo -dijo Inger Johanne lentamente, y se dejó caer entre los cojines, daba la impresión de tener que hacer todo un esfuerzo para interesarse lo más mínimo-. Altamente simbólico, en todo caso.

– Demasiado -asintió Yngvar, que seguía sin saber por dónde circulaba el pensamiento de ella-. Y por primera vez podemos hablar con certeza de una víctima con muchos enemigos. Vibeke tenía competidores y algún que otro enfrentamiento. A Fiona Helle se la envidiada y alguna vez se hablaba a sus espaldas. Vegard Krogh, en cambio, se había enemistado con todo y con todos. Tanto con su modo de comportarse como con lo que escribía. Quizás especialmente esto último.

– Ese tipo de gente es asquerosa -dijo Inger Johanne con enfado-. Unos chulos cuando están tras la pantalla de su ordenador y mansos y cobardes cuando están cara a cara con la gente a la que ponen verde. Cuando no se emborrachan hasta perder la conciencia, claro.

– Qué barbaridad -murmuró Yngvar-. ¿Queda algo del vino?

Ella asintió y se arrebujó mejor en la manta.

– A mí me parece que está bien que haya hot heads de ésos -dijo, y puso una generosa copa de vino sobre la mesa-. ¿Quieres?

Ella negó con la cabeza.

– Francamente -dijo Inger Johanne con inusual enojo-, ese tipo de gente destroza todo debate público. En este país es absolutamente imposible… -Su propia voz le hizo pegar un respingo y bajó el volumen antes de continuar-. Ya no tiene sentido discutir nada. No en los periódicos, al menos. La gente está más empeñada en encontrar la formulación más fina y en lucirse con sus elegantes ajusticiamientos verbales del contrario que en deliberar de verdad sobre el problema. Iluminarlo. Estar libre de prejuicios. Ganar comprensión. Compartir los conocimientos.

Yngvar se reclinó y alzó la copa. La estudió con cuidado. Tenía el pelo enmarañado y bolsas bajo los ojos. Como todos los demás en esa época del año, Inger Johanne estaba pálida, pero le daba la impresión de que, además, la piel de la cara había adquirido algo transparente, una vulnerabilidad que intentaba esconder tras un enfado que él no había conocido hasta entonces.

– Ven aquí -dijo suavemente-. No te lo tomes todo tan en serio. Deja que la gente sea un poco chillona. No suele ser con mala intención. Forzar las discusiones, un poco de pelea y las altas temperaturas sólo es entretenido. Pero nunca se puede tomar en serio.

Inger Johanne recogió las piernas bajo sí y se pasó los dedos entre el pelo. Le temblaba el labio inferior.

– Es que…

– Ven aquí -la interrumpió Yngvar-. Ven aquí, bonita.

– Es que me irrito tanto -dijo ella calladamente-. Y preferiría seguir sentada a mi aire.

– Bien. Vale.

– Mats Bohus -dijo ella.

– Así se llama.

– ¿Lo habéis encontrado?

– No.

– ¿Por qué no? -En la pregunta de Inger Johanne no había ningún tono de exigencia.

Yngvar se pasó la mano por su pelo rubio, que estaba a punto de estar demasiado largo. Sabía que tenía un aspecto muy malo, cada vez le quedaba menos pelo sobre la coronilla y se le doblaba hacia fuera en la nuca y sobre las orejas. Normalmente lo llevaba corto, pero así parecía más tupido y juvenil.

– Está empadronado en Oslo -dijo-. En Bislett. Calle Louise. Pero no está ahí ahora. Los vecinos hablan de él como un personaje curioso. Está mucho fuera, dijo la vieja al otro, lado del pasillo. El chico nunca da problemas, pero muchas veces está ausente durante largas temporadas. Nunca habla con nadie, aparte de hola y buenos días en las escaleras. Además tenemos la impresión de que tiene un aspecto muy particular. ¿Me podrías cortar mañana el pelo?

– Puedo cortártelo ahora.

Él se río y bebió más vino.

– ¿Ahora?

– Sí. Es ahora cuando tenemos tiempo -dijo ella con sensatez.

Jack meneó rotundamente el rabo cuando Yngvar se encogió de hombros y fue a buscar la maquinilla.

– Ahora no nos vamos de paseo -dijo severo-. ¡Túmbate!

El perro se retiró apesadumbrado a un rincón, dio un par de vueltas en torno a sí mismo y se tumbó sobre el parqué con un golpe seco.