Выбрать главу

Ella le echó un vistazo a la botella de vino, le quedaba un tercio. Fue a por un vaso y se sirvió.

– Estoy de acuerdo -asintió ella-. Tienes razón. Hay que tener cierta pericia. Pero tampoco mucho más que eso. No necesitas, por ejemplo, un gran equipo. Ninguna de las tres víctimas fue asesinada con arma de fuego, al fin y al cabo cuesta un poco conseguirlas y, además, dejan huellas interesantes. Lo más importante de todo es que te puedes echar atrás. Hasta el último momento. Si algo sale mal. Si pasa algo inesperado o perturbador, puedes tranquilamente no llevar a cabo el crimen. Sobre todo porque no necesitas aliarte con otros para matar, que es una gran ventaja: lo que sabe uno, no lo sabe nadie, lo que saben dos, lo sabe todo el mundo.

– Tu madre…, lo dice ella. -Yngvar se rió y se dejó caer en el sofá.

– Mmm. No todo lo que dice es igual de tonto.

Ella lo siguió. Y esta vez se sentó a su lado. Admitió:

– Me asusta pensar en la posibilidad de que de verdad se trate de alguien que sabe de esto. Un… profesional.

– ¿De verdad hay de eso? -dijo Yngvar, hastiado de Asesinos Profesionales S.A.-. Quiero decir, ¿en este país, en esta parte de Europa?

Ella ladeó la cabeza y lo miró como si hubiera preguntado si alguna vez era invierno en Noruega.

– ¿Lo preguntas en serio?

– Vale -murmuró él-. Los hay. Pero ¿no deberían tener un motivo? ¿Una causa por la que luchar? ¿Alguna razón retorcida, ya sea el dinero o la voluntad de Dios?

Sus miradas se encontraron un instante. Luego ella se reclinó sobre él. Él la agarró, con firmeza.

– ¿Qué piensas sobre el Mats Bohus este? -preguntó Inger Johanne bajando la voz.

– Que lo tenemos que encontrar.

– Pero ¿crees que tiene algo que ver con los asesinatos?

Yngvar suspiró ostensiblemente. Inger Johanne se recostó mejor, subió las piernas al sofá y le pegó un sorbito a la copa. Lo acarició levemente en el antebrazo.

– Es fácil pensar que esté involucrado en el asesinato de Fiona Helle -dijo él-. Por lo menos tiene un motivo. Presumiblemente. Sabemos demasiado poco sobre lo que pasó cuando contactó con ella. Pero ¿qué podía tener el tipo en contra de Vibeke Heinerback y Vegard Krogh?

– Nemo -dijo la niña de nueve años en el umbral de la puerta-. Sulamit y yo queremos ver Nemo.

– Kristiane -sonrió Inger Johanne-. Ven aquí. Es muy tarde, pequeñina. No se ven películas en mitad de la noche.

– Sí -dijo Kristiane, y se subió al sofá haciéndose un hueco entre ellos-. Leonard dice que Sulamit no es un gato.

Se llevó un cochecito de bomberos al pecho y lo besó en la escalera, que estaba rota.

– Tú eres la que decide si Sulamit es un gato -dijo Yngvar.

– Sólo yo -asintió Kristiane.

– Pero creo que Leonard ve a Sulamit como un coche de bomberos. También está bien, ¿no?

– No. Gato -insistió Kristiane.

– Gato para ti. Coche de bomberos para Leonard.

– Y gato para ti -dijo Kristiane llevando el triste coche de juguete sin ruedas a la cara de Yngvar; él besó la parrilla.

– Te tienes que volver a acostar -dijo Inger Johanne.

– Con vosotros -dijo Kristiane.

– En tu propia cama -dijo Yngvar-. Vamos.

Cogió a la niña y el coche de bomberos en brazos, y se los llevó. Inger Johanne se quedó sentada. Le dolían las articulaciones del cansancio. Se sentía más débil de lo que había estado en mucho tiempo. Era como si le estuvieran chupando las fuerzas; la voraz boca del bebé mamaba las pocas fuerzas que le habían quedado después del parto, cada cuatro horas, día y noche, la pequeña criatura la iba volviendo aprensiva y débil, y era obvio que tendría que emplear más tiempo con Kristiane. Pero no había más tiempo disponible.

Ya ni siquiera las noches eran suyas.

Obviamente, Mats Bohus podía haber matado a su madre biológica.

¿Podría haber matado a los otros dos?

Debería dormir.

Bebió. Dejó reposar el vino en la boca, lo dejó correr por la lengua, lo saboreó y tragó.

Si Mats Bohus quería camuflar el asesinato de su madre, había cometido un error trivial. Había matado a Fiona Helle la primera. El verdadero asesinato de una serie de asesinatos de camuflaje nunca debería ser el primero.

Elemental, pensó. Un error de principiante. Sin conocimientos.

El asesino era un profesional. Sabía lo que hacía.

Quizá no.

Tenía que dormir.

Había otro caso. Se parecía. En algún sitio del disco duro de su cabeza había una historia que no era capaz de encontrar.

Había tanto silencio. Echaba algo en falta, sin saber exactamente qué.

Inger Johanne se durmió. Los sueños no la atormentaron.

Sigmund Berli vació su cuarta taza de café amargo en tres horas. Éste ya no estaba sólo tibio, sino frío. Le moqueaba la nariz. Junto a la pantalla había una bolsa de gominolas. Se metió tres en la boca y las masticó lentamente. Su mujer estaba harta de que engordara. Pues que probara a quedarse aquí sentada hasta las cuatro de la mañana, delante de un ordenador que no quería revelarle nada; esa mujer debería probar a mantenerse despierta durante veinticuatro horas seguidas para después intentar sacarle algún sentido a las columnas, nombres, cifras y letras que centelleaban sobre una superficie cuadrada haciendo que le lloraran los ojos.

Podía ser difícil encontrar a una persona que estuviera en busca y captura. Incluso en un país pequeño como Noruega había escondites. Con el acuerdo de Schengen llegó la colaboración policial intereuropea que era útil para la caza de personas. Pero al mismo tiempo se hizo más fácil eludir las fronteras y se multiplicaron los escondites. Una persona en busca y captura se les podía escapar. A un noruego cualquiera, en cambio, a un Mats Bohus -sin antecedentes y noruego de pura cepa, con residencia fija y número de identidad-, deberían poder encontrarlo al cabo de un par de horas.

Llevaban ya casi veinticuatro.

Desaparecido. El hombre estaba completamente desaparecido.

Cuando por fin consiguieron aclarar que la última vez que había sido visto en el apartamento de la calle Louise fue el 20 de enero, todo Kripos se puso patas arriba. Probablemente Yngvar fue el único que se pudo ir a casa, con el argumento de que tenía una hija recién nacida.

Una punzada de envidia. Una ráfaga de deseo; Sigmund vio la cara de Inger Johanne en un reflejo de la pantalla. Se metió tres gominolas rojas en la boca. El azúcar crujía entre los dientes. La lengua se le pegaba al paladar. Alzó la taza a pesar de que sabía que estaba vacía.

Los extranjeros, todos estos malditos extranjeros, entraban y salían de Noruega como les daba la gana, como si sólo se pasaran por ahí para echar una cagada. Jugaban con la policía. Si la gente supiera. Por suerte algunos empezaban a entender. Extranjeros.

Pero ¿Mats Bohus?

A Fiona Helle la asesinaron el 20 de enero. Nadie lo había visto desde entonces.

¿Dónde mierda estaba?

– ¡Joder, Sigmund!

Lars Kirkeland estaba en la puerta, con la camisa por fuera y los ojos rojos. Sonrió como un corderito y golpeó el marco con el puño cerrado.

– ¡Hemos encontrado al tipo!

Sigmund se echó a reír, dio varias palmadas con las manos y se metió el resto de las gominolas en la boca.

– Mmm -dijo masticando a mandíbula batiente-. Tenemos que llamar a Yngvar.

Tendría que haber elegido otro hotel. El hotel SAS, por ejemplo, con diseño de Arne Jacobsen y un personal discreto y cosmopolita. Allí se reunía casi de todo bajo un mismo techo, y podía dejar de salir. Copenhague era como una ciudad noruega, demasiado noruega, repleta de hombres bebiendo cerveza con estúpidas gorras en la cabeza y mujeres con bolsas de plástico y gafas de sol baratas. Como una bandada de salmones llevados por el instinto, cruzaban una y otra vez la plaza del Ayuntamiento, corrían entre el Tivoli y Strøget, siempre el Tivoli o Strøget, como si Copenhague consistiera en una gran plaza con una casa de comidas en un extremo y una calle comercial sucia en el otro.