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Ella no salía de su habitación. Incluso ahora, con el gélido frío de febrero entrando desde Øresund, Copenhague estaba llena de noruegos. Se iban de compras, bebían y se congregaban en tabernas marrones, comían hamburguesas y ya añoraban la siguiente visita, en primavera, cuando pudieran disfrutar de las cervezas al sol, cuando el Tivoli por fin empezaba la temporada.

Quería volver a casa.

A casa. Con sorpresa se dio cuenta de que Villefranche era su casa. No le gustaba la Riviera. De verdad que no. Eso era antes.

Ahora todo era tan nuevo.

Había vuelto a nacer, pensó, y su propio tópico la hizo sonreír. Se recorrió la tripa con los dedos. Ya estaba más firme, al menos más plana. Estaba tumbada desnuda en la cama, sobre el edredón. No había corrido las cortinas de terciopelo. Sólo los visillos, ligeros y medio transparentes, la separaban de cualquiera que pudiera estar fuera. Si alguien quería mirar, si había alguien al otro lado de la calle, en una ventana en el segundo piso, o en el tercero, si alguien de verdad quería verla, estaba a la vista. Entraba corriente de aire por la ventana. Se estiró. Notaba claramente la piel de gallina bajo las yemas de los dedos cuando los pasó por encima del brazo. Braille, pensó la mujer; su nueva vida estaba relatada en letras de ciego sobre la piel.

Sabía que ahora estaba corriendo riesgos. Nadie sabía hacer esto mejor que ella, y podría haber elegido seguir por un camino más seguro.

El primero fue perfecto. Inaprensible.

Pero lo seguro se le hacía demasiado invulnerable. Lo había comprendido en cuanto volvió a la villa junto a Baie des Anges.

La falta de libertad de lo aburrido, el entumecimiento de lo carente de riesgo, eran cosas sobre las que nunca había reflexionado y con las que, por tanto, no había sido capaz de hacer nada. No hasta que finalmente despertó y salió de una existencia acolchonada por las rutinas y el deber pasivo, donde nunca hacía más que aquello por lo que le pagaban. Nunca más, nunca menos. Los días se amontonaban lentamente. Formaban semanas y años. Envejecía. Cada vez más diestra. Cumplió cuarenta y cinco años y estaba a punto de morirse de aburrimiento.

El peligro le insufló nueva vida. El pánico la mantenía ahora despierta. El miedo hacía que le golpeara el propio pulso. Los días pasaban volando y la tentaban a salir corriendo detrás, felizmente aterrorizada, como un niño persiguiendo a un elefante de circo a la fuga.

«Y mueres tan lentamente que crees vivir -pensó la mujer, e intentó recordar el poema-. Trataba sobre mí. Era sobre mí sobre quien escribía el poeta.»

«The Chief sostiene que ella es la mejor. Se equivoca. Me tiro desde lo alto de los edificios con el equipo que nadie se atreve a probar. Ella es la que se queda en tierra y sabe si el equipo aguantará o se romperá. Yo buceo hasta profundidades en las que nunca he estado. Ella está sentada en el barco y ha calculado cuándo revientan los pulmones. Ella es una teórica, como yo en tiempos. Ahora yo soy alguien que actúa. Soy el Realizador, y por fin existo.»

Los dedos se deslizaron entre las piernas. La mirada buscó las ventanas al otro lado de la calle. Estaban iluminadas, y en una de las habitaciones se movía una sombra. Desapareció.

Tenía frío, y giró el cuerpo hacia la ventana. Tenía las piernas separadas. El que arrojaba sombra no volvió.

Podía tomarle el pelo eternamente a Inger Johanne.

Pero en eso no había deportividad.

Ni emoción.

Ragnhild eructó. Un líquido amarillo con vetas blancas le cayó por la barbilla y desapareció entre los profundos pliegues de su cuello. Inger Johanne la limpió cuidadosamente y volvió a recostar a la niña contra su hombro.

– ¿Duermes? -susurró.

– Mmm.

Yngvar se dio la vuelta, pesado como el plomo, y se puso la almohada sobre la cabeza.

– Estaba pensando una cosa -dijo ella en voz baja.

– Mañana -jadeó él, y volvió a darse la vuelta.

– Aunque todas las víctimas tenían una fuerte vinculación con Oslo -dijo Inger Johanne, ya no tan bajito-, todos los asesinatos tuvieron lugar fuera de la ciudad. ¿Has pensado en eso?

– Mañana, por favor -rogó Yngvar.

– Vegard Krogh vivía en Oslo. Aquella noche estaba en Asker sólo por casualidad. Fiona y Vibeke trabajaban en Oslo. Trabajaban mucho. Pasaban la mayor parte del tiempo en la capital. Pero, a pesar de esto, todos perdieron la vida fuera de Oslo. Raro, ¿no?

– No.

Él se incorporó apoyándose sobre el codo.

– Tienes que dejarlo -dijo con seriedad.

– ¿Se te ha ocurrido que puede haber una razón para ello? -preguntó su mujer impasible-. ¿Te has preguntado a ti mismo lo que pasa cuando se comete un asesinato fuera de Oslo?

– No me lo he preguntado a mí mismo, no.

– Kripos -dijo ella dejando a Ragnhild suavemente en la cuna, estaba dormida.

– Kripos -repitió él, adormilado.

– Nunca apoyáis a la policía de Oslo en los casos de asesinato. -El aserto de Inger Johanne no era una crítica.

– Sí.

– No en lo táctico -insistió ella.

– Bueno, yo…

– ¡Escúchame, muchacho!

Él se volvió a tumbar en la cama y se quedó mirando al techo.

– Te escucho.

– ¿Crees que el asesino desea tener una oposición más fuerte? ¿Un contrincante con más pericia?

– ¡Joder, Inger Johanne! ¡Hay que poner un límite a las especulaciones! Para empezar seguimos sin saber si se trata de un solo asesino. En segundo lugar, estamos tras la pista de un posible sospechoso. En tercer lugar…, la policía de Oslo tiene pericia más que suficiente. Yo diría que la mayoría de los criminales chiflados lo considerarían reto suficiente.

– Después de que desapareciera la mujer esa, Wilhelmsen, se dice que la mayoría se ha descompuesto y que…

– No escuches los rumores -aconsejó Yngvar,

– Simple y llanamente no quieres asumir la situación.

– No a las cuatro y diez de la madrugada -dijo él, que escondió la cara entre las manos.

– Eres el mejor -dijo ella calladamente.

– No.

– Sí. Escriben sobre ti. En los periódicos. Aunque no te dejes entrevistar tras aquel descuido…

– No me lo recuerdes -dijo él medio ahogado.

– Te presentan como el gran táctico. El outsitler grandullón, sabio y raro que no quiere ascender en el sistema, pero que se…

– Déjalo ya.

– Tenemos que instalar una alarma -afirmó ella.

– ¡Tienes que dejar de tener miedo, cariño!

Posó el brazo laxamente sobre el abdomen de ella. Inger Johanne seguía medio incorporada en la cama. Entrelazó sus dedos con los de él. Sonó el teléfono.

– ¡Joder! -Yngvar tanteó la mesilla en la penumbra-. Diga -ladró.

– Soy yo. Sigmund. Lo hemos encontrado. ¿Vienes?

Yngvar se sentó en la cama. Los pies toparon con el suelo congelado. Se restregó la cara y sintió la cálida mano de Inger Johanne contra la columna vertebral.

– Voy -dijo, y colgó el teléfono.

Se dio la vuelta y se acarició la nuca, inusualmente desnuda.

– Mats Bohus -dijo calladamente-. Lo han encontrado.

Capítulo 10

El médico jefe de la sección de Psiquiatría saludó amablemente, aunque con algo de reserva. También a él lo habían sacado de la cama a horas intempestivas. Aún era completamente de noche al otro lado de las ventanas del despacho cuando una mujer, con los labios rojos y una bata verde de hospital, trajo café. Al irse dejó un aroma a primavera que hizo que Sigmund sonriera hacia la puerta, que se cerró silenciosamente tras ella. El despacho estaba ordenado, y era casi hogareño. En un estante tras la silla de oficina, había esculturas que a Yngvar le recordaban a África, máscaras y diosas orondas y sin cabeza. Un dibujo de niño enmarcado lo iluminaba todo con sus fuertes colores.