– Sé que lo está. Suele despertarse sobre las cinco. Se queda sólo en la sala de actividades hasta que aparecen los demás. Prefiere estar solo. Por lo menos cuando está tan deprimido como ahora -detalló el médico.
– ¿Podemos? -preguntó Yngvar, y alzó el brazo hacia la puerta cerrada.
El doctor Bonheur asintió con la cabeza y salió delante de ellos. Cerró la puerta tras de sí y los condujo al ascensor. Nadie dijo nada. Entraron.
– Supongo que debo advertiros que… -El ascensor se detuvo. Cuando habían recorrido medio pasillo, el doctor se volvió y completó la frase-: Debo advertiros que Mats Bohus tiene… un aspecto particular.
– Está bien -dijo Yngvar, sorprendido.
– Tiene un problema de metabolismo que lo hace grande. Pesado. Además nació con labio leporino. Se lo operaron, por supuesto, pero sin mucho éxito. Le hemos ofrecido varias veces hacerle una nueva intervención. No quiere.
Siguió andando sin esperar respuesta. Abrió una puerta y entró.
– ¡Hola, Mats! Tienes visita.
En medio de la habitación, tras una mesa de fórmica, estaba sentado Mats Bohus, en una silla de madera. Los carrillos del trasero asomaban por los lados del asiento y daba la impresión de que el hombre tenía problemas para que le cupieran los muslos bajo la mesa. Llevaba puesto un chándal. Ante él había una fila de hermosos animales. Al acercarse, Yngvar pudo ver, un cisne. Una jirafa. Dos leones, con la melena revuelta y la boca abierta. El elefante era amarillo y brillante, con la trompa alzada y grandes orejas transparentes.
– ¿Qué estás haciendo? -dijo Yngvar en voz baja; se había acercado a la mesa, los otros dos hombres seguían de pie ante la puerta.
Mats Bohus no respondió. Los dedos trabajan raudos algo que parecía papel de seda. Yngvar se quedó de pie viendo cómo se creaba un caballo, detallado anatómicamente hasta las pezuñas y la cola alzada.
– Yngvar Stubø -dijo finalmente-. Vengo de la policía.
Mats Bohus se levantó. A Yngvar le sorprendió la facilidad con que echó la silla para atrás, colocó el caballo entre el león y la jirafa, dio un paso a un lado y se giró hacia el policía.
– Teníais que llegar -dijo sin sonreír-. Pero ha llevado su tiempo.
La cicatriz sobre el labio era ancha y roja. Estaba tirante. Se podía ver una de las paletas, aunque la boca estuviera cerrada. La nariz era pequeña, la zona de la barbilla poco definida, con pliegue tras pliegue sobre un cuello que no se veía.
Los ojos eran los de Fiona Helle. Ligeramente rasgados, de color azul intenso y largas pestañas oscuras.
– No me arrepiento -dijo Mats Bohus-. No os vayáis a pensar que me arrepiento.
– Comprendo -dijo Yngvar Stubø.
– No -dijo Mats Bohus-. La verdad es que creo que no. ¿Nos vamos?
Ya había cruzado media habitación.
Capítulo 11
Line Skytter entró arrastrando los pies en su cuarto de trabajo. Las zapatillas le quedaban demasiado grandes. La bata debían de haberla comprado para otra. El dobladillo del brazo tenía veinte centímetros de ancho.
– Aunque seas mi mejor amiga -dijo, y se sentó sobre la cama de invitados-, espero que no vayas a coger la costumbre de aparecer los sábados a las siete y media de la mañana para usar el ordenador. Por cierto, ¿no tenéis ahora a Kristiane? ¿Qué has hecho con ella?
– Está con los vecinos, los de abajo -murmuró Inger Johanne-. Con Leonard.
Había un bloc de notas junto al teclado. Aunque siempre sabía dónde estaba, hacía muchos años que no lo abría. Trece años, pensó. Se había mudado tres veces desde entonces. Tres veces había encontrado el cuaderno en una caja de zapatos con secretos: un anillo de latón de cuando era pequeña, a los cinco años se había comprometido con el chico más guapo de la calle. La cinta de plástico que había llevado Kristiane en torno a la muñeca en la clínica al nacer. La niña de Inger Johanne Vik. Una carta de amor de Isak. El camafeo marrón de su abuela.
El cuaderno.
Tres veces había decidido tirarlo. Cada una de las veces cambió de idea. El cuaderno amarillo de espiral y con un diminuto corazón en la penúltima hoja iba a seguir con ella. Dentro del corazón había escrito una «W» infantil. Es que ella era una niña, pensó. Una niña de veintitrés años.
– ¿Qué estás buscando? -preguntó Line.
– Preferirías no saberlo. Pero muchas gracias por dejarme venir otra vez. Nuestro ordenador va fatal. Está infectado con un virus y va muy lento.
– Un placer. Si ya casi no nos vemos.
– ¡He parido hace un mes, Line! Las dieciséis semanas de antes andaba como una vaca, con desprendimiento de la placenta y problemas de sueño.
– Siempre has tenido problemas de sueño -dijo Line jovialmente-. ¿Por qué no te quedas hoy aquí? Cuando hayas acabado podemos dar una vuelta por el centro. Ir de compras. Irnos a un café. Ya casi no se fuma en ningún sitio, así que no hay ningún problema con Ragnhild.
Echó un vistazo fuera. El cochecito estaba justo debajo de la ventana.
– Además duermen todo el rato, a esa edad.
– Pues la verdad es que no -dijo Inger Johanne-. Y gracias por la proposición, pero luego tengo que ir a casa.
– ¿Dónde está Yngvar? ¿Qué tal andáis últimamente? ¿Está loco por Ragnhild o qué? Apuesto a que…
Inger Johanne suspiró elocuentemente y miró a Line por encima de las gafas.
– Estoy contentísima por haber podido venir -dijo lentamente-. Pero cuando el sábado por la mañana decido despertar a mi amiga juerguista y sin hijos, es porque me traigo algo importante entre manos. ¿Crees que podría trabajar un ratito sin interrupciones…, y luego charlamos?
– Desde luego -dijo Line levantándose-. Por Dios, estás…
– ¡Line!
– Vale. Voy a hacer café. Si quieres, me lo dices y te lo traigo.
La puerta se cerró de golpe con un poco de fuerza de más. Inger Johanne le echó un ojo al cochecito. Ningún movimiento. Ningún sonido. Aliviada se volvió a reclinar en la silla.
Acababa de parir y tenía derecho a tranquilidad, pensaba cada vez que Line la llamaba, que su hermana le daba la lata o cuando Yngvar sugería con cuidado que podría estar bien tener alguna visita. Una pequeña cena, quizás, o un café el domingo. Tan pronto como preguntaba y veía cómo los hombros de Inger Johanne se elevaban otro poco, lo dejaba estar. Hablaba de otra cosa. Luego ella lo olvidaba. Hasta la siguiente vez que sonaba el teléfono y alguien empezaba a dar la lata con que quería ver a Ragnhild, que quería saludarlos a todos.
Tenía que conseguir normalizar sus noches.
Tenía que dormir.
Los dedos corrieron por el teclado: www.fbi.gov.
Fue pulsando hasta llegar a una página con una retrospectiva sobre la institución. Sobre todo porque no sabía exactamente qué buscaba. Bajo una foto de una Star Spangled Banner ondeando, aparecía John Edgar Hoover retratado como un jefe eficaz, democrático y, en lo político, modélicamente neutral, y que ejerció como tal a lo largo de casi medio siglo. Incluso ahora, bien adentrado un nuevo milenio, más de treinta años después de que el pervertido director por fin exhalara el último suspiro, se lo aclamaba patrióticamente como el creador, responsable y visionario del FBI moderno, la organización policial más poderosa del mundo.
Sonrió. Se pilló a sí misma riendo.
El entusiasmo. La confianza en sí mismo. La indoblegable soberanía estadounidense que se contagiaba tan rápidamente. Ella era joven, estaba enamorada y casi se convirtió en uno de ellos.
El cuaderno seguía cerrado.
Pulsó el vínculo con «The Academy». La fotografía del inmueble, encerrado en un hermoso parque con árboles amarilleados por el otoño, hizo que se le tensara la tripa. Inger Johanne no quería recordar Quantico, Virginia. Se negaba a imaginarse a Warren caminando ágilmente por el aula, no quería recordar cómo le caía sobre los ojos el prominente flequillo gris cuando se inclinaba sobre los estudiantes, sobre ella con más frecuencia, mientras citaba a Longfellow y guiñaba el ojo derecho con el último verso. Inger Johanne lo oía reírse, burda, violenta y contagiosamente; incluso la risa era norteamericana.