– Estoy intentando mantener una conversación.
– Chorradas. Está intentando generar confianza. Hablando de cosas que no son peligrosas. De modo introductorio, simplemente. Quiere crear un ambiente relajado. Hacer que me sienta seguro. Que crea que en realidad está intentando ayudarme.
– Estoy intentando ayudarte.
– Mucho. Me va a coger, por supuesto. Cree que ese estilo afable le va a dar beneficios. Poco a poco se acercará al núcleo del asunto. Ése… -un dedo índice, rechoncho y con pliegues, vibraba en dirección a Sigmund Berli- acabará siendo the bad guy, si su táctica de amabilidad no funciona. Bastante fácil de desenmascarar.
El policía tenía un corte justo detrás de la oreja. La costra parecía una Y, como si alguien hubiera empezado a tallar su nombre sobre el cráneo pero a último momento se hubiera arrepentido.
– Es tu opinión -señaló Stubø.
– Esto no es más que una chorrada -dijo Mats Bohus.
La torre estaba chapada en plata en torno a las almenas. Un hombre diminuto de rodillas apuntaba con una ballesta desde una de ellas. Mats se puso a toquetear el soldado en miniatura con cuidado.
– ¿No recuerdas lo que te he dicho cuando has llegado?
– Sí.
– ¿Qué? ¿Qué es lo que he dicho?
Yngvar Stubø se quedó mirando al joven. Ya no daba la impresión de tener intención de irse. La puerta seguía cerrada y Mats Bohus volvía a mirar de frente al resto de los hombres.
– Has dicho que no te arrepentías de nada.
– Justo. ¿Cómo lo ha interpretado?
– Como una confesión.
– ¿De qué?
– De eso no estoy del todo seguro.
– Yo la maté. A eso me refería.
El abogado abrió la boca y dio un paso al frente mientras elevaba el brazo en señal de advertencia. Después, de pronto se detuvo, la mandíbula se le cerró con un golpe audible. El doctor Bonheur estaba sentado sin expresión y con los brazos cruzados sobre el pecho. Dio la impresión de que Sigmund Berli se iba a levantar, pero cambió de idea con un suspiro y se reclinó en la silla.
Nadie dijo nada.
Mats Bohus cruzó la habitación y se sentó en el profundo sillón de invitados. Yngvar lo seguía con los ojos. Había una curiosa estética en el modo en que el hombre se movía. Se mecía. La grasa rodaba ondulada hacia delante, sinuosamente, como una ballena de las profundidades.
– Maté a mi madre.
Ahora la voz había cambiado. Todo en el hombre daba a entender que había pasado por un enorme esfuerzo. La cicatriz sobre el labio superior estaba más roja, más tensa; se la humedecía con la lengua. Los brazos caían lacios a ambos lados del sillón.
Todos continuaron callados.
Yngvar también se sentó. Se inclinó sobre la mesa de trabajo.
Mats Bohus aparentaba tener menos de sus veintiséis años. Apenas se le insinuaba algo de barba. La piel era limpia. No tenía granos ni cicatrices aparte del ancho tajo rojo sobre la boca. Los ojos se le llenaron de lágrimas.
– No quería tener nada que ver conmigo -dijo-. No me quería cuando nací, y no me quería ahora. En sus programas…, en las entrevistas decía que nunca podía salir nada malo de reunir a las familias. Todo el mundo recibía la ayuda de Fiona Helle. A mí, en cambio, a su propio hijo, podía darle tranquilamente la espalda. Había mentido. No quería nada conmigo. Nadie quiere nada conmigo. Yo tampoco quiero nada conmigo mismo.
– Tu madre te quería -dijo Yngvar-. Tu verdadera madre, y tu padre. Ellos te querían.
– Pero no eran de verdad. Según se vio.
– Eres demasiado listo como para creer realmente en eso.
– Están muertos -recordó Mats.
– Sí. Eso es verdad. -Yngvar vaciló un segundo antes de continuar-. Los demás, ¿qué pasa con ellos?
Mats Bohus estaba llorando. Enormes lagrimones se agarraron a las pestañas hasta que se desplomaron, y cayeron hacia las aletas de la nariz. Se echó lentamente hacia delante, apartó los papeles y las fotos familiares y enterró la cabeza entre los brazos. El vaso de agua cayó al suelo, sin romperse.
– Los demás -repitió Yngvar Stubø-. Vibeke Heinerback y Vegard Krogh. ¿Qué habían hecho ellos?
– No quiero nada conmigo mismo -lloraba Mats-. No… quiero… nada… conmigo…
– Ahora no entiendo bien -dijo Axel Bonheur, la voz era tajante-. En primer lugar tengo que decir que este interrogatorio tiene que acabar aquí. No es aconsejable seguir. Además… -posó la mano suavemente sobre la espalda de Mats Bohus. El joven reaccionó sollozando en alto-, no veo que pueda haber relación entre…
– Seguro que sí lo entiendes -dijo Yngvar Stubø con serenidad-. Aunque Mats no lea los periódicos, supongo que tú sí. Como sabes, estamos hablando de varios asesinatos, con las mismas características y…
– Es imposible -dijo el doctor Bonheur lanzando una mirada de reproche al joven abogado, que seguía con la boca abierta, sin conseguir acordarse de lo que iba a decir-. Mats Bohus lleva con nosotros desde el 21 de enero.
Sigmund Berli intentaba pensar. Tenía las neuronas dormidas. Estaba tan cansado que apenas podía levantarse, pero tenía que pensar y gritó:
– Pero ¡si el hombre está aquí por propia voluntad! Tiene que entrar y salir de aquí, ¿no? De vez en cuando…
– No -dijo el doctor Bonheur-. Ha estado aquí todo el tiempo.
El silencio que siguió fue espeluznante. Finalmente el abogado había cerrado la boca. Sigmund mantenía la mano alzada, como en protesta, pero no era capaz de decir nada. Yngvar cerró los ojos. Incluso el llanto de Mats Bohus se había apaciguado. En el pasillo detrás de la puerta cerrada, antes habían sonado pasos que iban y venían, se había oído charla y alguien había gritado ostensiblemente. Ahora no se oía ni un ruido.
Fue Sigmund quien finalmente se atrevió a formular la pregunta:
– ¿Estás seguro? ¿Totalmente seguro?
– Sí. Mats Bohus llegó al hospital a las siete de la mañana del 21 de enero. Desde entonces no ha salido de aquí. Eso lo puedo garantizar.
Sigmund Berli nunca se había sentido tan despierto.
Los sábados por la noche no había nada interesante en la televisión. Eso le iba bien a Inger Johanne. De vez en cuando pegaba una cabezadita, pero la despertaban bruscamente sus propios pensamientos: cuando se adormilaba se transformaban en absurdos sueños.
Kristiane se había quedado a dormir en casa de los vecinos. Era la primera vez que se quedaba a dormir fuera de casa.
Leonard había venido con una invitación escrita, una hoja din A-4 con grandes letras rectas. Inger Johanne pensaba en los mojados nocturnos. Pensaba en Sulamit, que tenía que ser gato para que Kristiane pudiera dormir. Vaciló.
– Si es tan importante, el coche de bomberos puede ser gato por una noche -había dicho Leonard.
Gita Jensen había sonreído, estaba de pie en medio de las escaleras.
– Es verdad -dijo-. Leonard tiene tantas ganas. Y con Ragnhild, por las noches…, hemos pensado que quizás a vosotros también os viniera bien.
– Quiero ir -decidió Kristiane-. Quiero dormir en literas. Arriba.
Inger Johanne permitió que Kristiane se fuera, y ahora se arrepentía.
La niña podía asustarse. Era muy sensible a los cambios. Le había llevado meses acostumbrarse a la nueva casa. Cada noche, durante mucho tiempo, se despertaba y buscaba el dormitorio de los adultos donde estaba en el antiguo piso. Allí no encontraba sino una pared, y su llanto desesperado no se apaciguaba hasta que la dejaban dormir en un pequeño colchón junto a la cama de Yngvar.
Kristiane se iba a hacer pis en la cama. Se iba a avergonzar y a poner triste. Últimamente había empezado a registrar más el mundo que la rodeaba, a ser más consciente de su propia singularidad. Era una avance, pero también sumamente delicado.
Por lo menos para Inger Johanne.
Yngvar había llamado. Había sido breve, se había limitado a decir que volvería tarde.