Inger Johanne apagó la televisión. Siguió un silencio demasiado intenso y la volvió a encender. Se esforzaba por escuchar ruidos provenientes del piso de abajo. Debían de haberse acostado ya. Lo que más deseaba era ir a recoger a Kristiane. Subírsela al regazo, charlar sobre cosas raras y poco peligrosas. Ponerle a la niña de nueve años un pañal de noche que era invisible…, cuando no lo sabía más que mamá. Podían jugar al ajedrez al modo de Kristiane: el caballo tenía derecho a galopar a donde quisiera, con tal de que le dejaran comer peones para la cena. Podían ver una película. Estar despiertas juntas.
Inger Johanne tenía frío. No servía de gran cosa empaquetarse con mantas. Aquella misma mañana, en un entorno que no era el suyo, se había atrevido finalmente a echar un ojo al cuarto que llevaba tanto tiempo cerrado. Al llegar a casa, jadeando y alterada, se había puesto a llorar. Le habían impuesto algo. No lo quería. Se sentía desamparada y humillada; y tenía frío.
¡Con tal de que volviera Yngvar!
Se llevó a Ragnhild al pecho. El bebé pesaba ya casi cinco kilos, y la piel tenía pequeños pliegues de carne sobre el dorso de las manos. El tiempo pasaba tan rápido. La pelusa oscura de la cabeza ya casi había desaparecido. El pelo que crecía en su lugar parecía que iba a ser rubio. La mirada de la niña se aferró a la suya y, aunque todo el mundo explicaba que era demasiado pronto para decir algo seguro, Inger Johanne pensaba que los ojos iban a ser verdes. En la barbilla tenía una sombra del hoyuelo de Yngvar.
Tenía que estar al llegar. Eran ya las once.
Al día siguiente habría una comida familiar. Inger Johanne no estaba segura de que fuera a ser capaz de dejar la casa.
Un ruido en la puerta de abajo hizo que, instintivamente, cogiera a Ragnhild con más fuerza. La boca perdió el pezón y la pequeña empezó a llorar.
Entrechocar de llaves. Pasos pesados subiendo las escaleras.
Por fin le iba poder contar a Yngvar a qué se enfrentaban.
Un solo asesino.
Un mismo autor que había asesinado y maltratado tanto a Fiona Helle como a Vibeke Heinerback y a Vegard Krogh. Había un patrón, los contornos inconcebibles de un plan que, por ahora, sólo indicaba que los crímenes habían sido llevados a cabo por una sola persona.
Y que habría más asesinatos.
Yngvar estaba en la puerta. Bajo el abrigo tenía los hombros hundidos.
– Fue él. Mats Bohus. Lo ha confesado.
– ¿Cómo?
Inger Johanne se levantó del sofá. Temblaba y casi se le cae el bebé. Se volvió a sentar lentamente.
– ¿Qué…? Pero… ¡Qué enorme alivio, Yngvar!
– Mató a su madre.
– ¿Y?
– A Fiona Helle, me refiero.
– Y…
– No hay «y». Nada más.
Yngvar se arrancó el abrigo y lo tiró al suelo. Salió a la cocina. Inger Johanne oyó cómo se abría y cerraba la puerta de la nevera. Yngvar se abrió una lata de cerveza.
Pero Yngvar se equivocaba y ella lo sabía.
– Mató a los demás también, ¿no? Él…
– No.
Yngvar cruzó la habitación y se detuvo detrás del sofá, con una mano sobre el hombro de ella y la otra aferrando la cerveza. Bebió. Los tragos eran audibles, casi ostentosos.
– No hay asesino en serie -dijo, y se secó la boca con la mano antes de vaciar la lata-. Sólo una puta serie de asesinatos. Será algo que anda por ahí. Me acuesto, cariño. Estoy agotado.
– Pero… -comenzó ella.
Yngvar se detuvo ante la puerta y se giró hacia Inger Johanne.
– ¿Te ayudo con Ragnhild?
– No hace falta. Voy a… Pero, Yngvar…
– ¿Sí?
– Podría estar mintiendo. Que… -No había vacilación en las palabras de ella.
– No miente. Por ahora su explicación se corresponde completamente con lo que hemos encontrado en la vivienda de Fiona. Nos hemos peleado hasta conseguir otro interrogatorio esta noche. Seguro que no es aconsejable, por su salud, pero… conoce detalles que no se han hecho públicos. Tenía un móvil fuerte. Fiona no quería saber nada de él. Como tú dijiste. Lo rechazó de plano. Mats Bohus sostiene que sentía repulsión hacia él. Repulsión, repetía. Una y otra vez. Incluso ha… -Yngvar se restregó la cara con la mano izquierda y respiró profundamente-, ha guardado el cuchillo. Con el que le cercenó la lengua. La mató, Inger Johanne.
– ¡Puede estar mintiendo sobre los demás! Puede asumir la responsabilidad del asesinato de su madre y mentir sobre…
Yngvar apretó la lata de cerveza vacía.
– No -sostuvo-. Nunca he topado con una coartada mejor. No ha salido del hospital desde el 21 de enero. -Abatido, se quedó mirando la lata, como si se le hubiera olvidado que la había destrozado. Ausente levantó la vista y preguntó-: ¿Ibas a decir algo?
– ¿Cómo?
Inger Johanne se colocó a Ragnhild sobre el hombro y las arropó a las dos mejor con la manta.
– Cuando he llegado, daba la impresión de que ibas a decir algo -observó Yngvar bostezando largamente-. ¿De qué se trataba?
Llevaba muchas horas esperándolo, mirando por la ventana a ver si llegaba, mirando el reloj; con impaciencia y aprensión había esperado deseando poder compartir con él la carga de lo que había visto y recordado. Y luego no era más que una casualidad, todo el asunto.
No. No podía ser una casualidad.
– Nada -dijo-. No era nada.
– Entonces me acuesto -dijo él, y se fue.
Apenas había comenzado el domingo 22 de febrero. Las aceras y calzadas de la ciudad estaban inusitadamente tranquilas. Casi no se veían peatones por la calle Karl Johan, a pesar de que los clubes nocturnos y algún que otro pub todavía iban a estar abiertos varias horas. El viento traía nieve pesada y fría del fiordo, y desanimaba a la mayoría de la gente. Ni siquiera había personas en la parada de taxis junto al Teatro Nacional, donde por lo general a esas horas se producían empujones y peleas. Sólo una chica joven, con las faldas demasiado cortas y los zapatos demasiado finos, se inclinaba sobre el viento. Pegaba pisotones y hablaba por un móvil con enfado.
– Lo más fácil es que cojas por la calle Droning Maud -dijo uno de los policías metiéndose un papel en el bolsillo.
– ¿No sería mejor…?
– Droning Maud -repitió el otro, tajante-. ¿Llevo yo años conduciendo por estas calles o no?
El más joven se rindió. Era su primer turno con el enorme bravucón en el asiento del copiloto. Hacía mucho que los rumores le habían contado que lo mejor era callar y hacer exactamente lo que indicaba. Acabaron el trayecto en silencio.
– Aquí -dijo el más joven, y condujo el coche hasta una pila de nieve en la calle Huitfeldts-. No encuentro mejor sitio para aparcar.
– Joder -masculló el otro al salir del estrecho coche-. Como tengamos problemas para sacar el coche, te va a tocar a ti ocuparte de toda la mierda. Y yo me cojo un taxi. Que te quede bien clarito. No pienso…
El resto desapareció entre murmullos y viento.
El más joven siguió las huellas de su compañero.
– Qué suerte -dijo el mayor, le llevó pocos segundos abrir la puerta al amparo de sus amplias espaldas-. ¡Anda, la puerta estaba abierta! A mí aquí no me hace falta la bendición de un puto jurista. Vamos, agente Kalvø.
Petter Kalvø tenía veintinueve años y aún conservaba una especie de fe infantil. Tenía el pelo tupido y corto, solía ir bien vestido. En comparación con el desaseado hombre en vaqueros y unas botas Doctor Martens ya casi sin suela, Petter Kalvø parecía un joven recién admitido en West Point. Junto a las escaleras se puso firme, con las manos a la espalda.
– Esto es muy poco reglamentario -dijo, pero la voz se quebró-. No puedo…
– Corta el rollo.
Se abrieron las puertas del ascensor. El compañero entró, Petter Kalvø lo siguió vacilante.
– Confía en mí -se rió el mayor-. En este trabajo no se sobrevive si no se coge algún que otro atajo. Tenemos que llegar de improviso, sabes. Si no…