Guiñó el ojo. La mirada daba miedo; un ojo azul y otro marrón, como un gélido perro husky.
Habían llegado a la cuarta planta. El policía con calva aporreó la puerta verde con el puño antes de mirar una vez más el papel, clavado en la puerta con una chincheta, en él estaba escrito el nombre.
– Ulrik Gjemselund -leyó-. Es aquí, vamos.
De pronto dio dos pasos hacia atrás. Y golpeó la puerta con el hombro con una fuerza tremenda. Dentro sonaron gritos. El policía volvió a coger carrerilla y le pegó una patada. La puerta cedió, arrancada del marco y de los pernios. Como en película lenta, cayó pausadamente en la entrada.
– Así lo hacemos -sonrió el policía, y entró-. ¡Ulrik! ¡Ulrik Gjemselund!
Petter Kalvø se quedó de pie en el pasillo. El sudor corría bajo su gabardina de Berberí. «Está loco -pensó aturrullado-. Este tipo está como una cabra. Me han dicho que haga lo que me pida. Que lo mejor es obedecer y hacer como si nada. Después de la suspensión nadie quiere trabajar con él. Un perro solitario, dicen que es; alguien que ya no tiene nada que perder. No quiero…»
– Agente Kalvø -berreó el compañero desde algún lugar del piso-. ¡Ven aquí! ¡Entra de una puta vez!
Entró a regañadientes. Vislumbraba un televisor en lo que debía de ser el salón. Se acercó más.
– Mira a este payaso -dijo su compañero.
Un hombre de poco más de veinte años estaba de pie en el fondo de un rincón, junto a un aparato de estéreo, bajo un estante con libros que recorría todas las paredes bajo el techo. Estaba desnudo y se aferraba a sus propios genitales. Tenía la espalda y los hombros hundidos, y la media melena alborotada.
– Ahí lo tenemos controlado -dijo el compañero a Kalvø-. Ahora tú te puedes quedar aquí vigilando a nuestro chico y yo me voy a dar una vuelta por aquí. Se está cuidando la polla con tanto esmero que da la impresión de que cree que se la vamos a cortar. Pero no lo vamos a hacer. Tranquilízate.
Lo último iba dirigido al habitante de la vivienda, que seguía aplastado contra el rincón.
– Coged lo que queráis -balbuceaba-. Coged…, tengo dinero en el monedero. Podéis coger…
– Relájate -dijo Petter Kalvø.
Dio un paso hacia el hombre desnudo, que alzó un brazo para protegerse la cara.
– ¿No se lo has dicho? -preguntó Kalvø, sorprendido por su propio enfado-. Joder, ¿no le has dicho que somos de la policía?
El chico gimió.
El compañero bramó:
– Tranquilo. Claro que se lo he dicho. El tipo tiene que ser duro de oído. No dejes que vaya a ningún lado.
El agente de policía Petter Kalvø se esforzaba en pensar con claridad. Se enderezó cuidadosamente la chaqueta y tiró de la corbata, como si durante este escandaloso e ilegal registro fuera especialmente importante ir bien vestido. Tenía que hacer algo. Parar esto. Dar la alarma. Protestar. Podía, por ejemplo, salir, bajar al coche y llamar a una patrulla.
– No te preocupes -dijo en cambio, intentando forzar una sonrisa-. Hace mucho ruido, pero no es peligroso.
La voz era débil y sin rastro de convicción. Él mismo se dio cuenta. Volvió a dar otro paso hacia el muchacho, que por fin había bajado el brazo.
– Sólo queremos comprobar que…
– Pipiolo -dijo el compañero quejumbroso desde la puerta-. ¡Ulrik Gjemselund es un verdadero principiante, por lo que entiendo! -En la mano tenía una pequeña bolsa de plástico con polvo blanco-. La cisterna -dijo, y chasqueó la lengua-. Es el primer sitio donde buscamos, Ulrik. El primero de todos. Enséñame un piso en el que crea que haya drogas y yo voy al baño con los ojos cerrados, destapo la cisterna y miro. Joder, qué coñazo. -Se acarició el bigote rojo óxido con vetas grises. La cabeza giraba lentamente de un lado a otro mientras abría la bolsa, metía un meñique sucio en lo blanco y lo probaba-. Cocaína -dijo fingiendo sorpresa-. Y yo que estaba seguro de que guardabas la fécula de patata en el váter. O heroína o algo así. Y en cambio lo que tenemos es una buena cantidad de mierda de pijos. Muy mal, muy mal. ¡No te muevas!
El chico del rincón se puso firme, aterrorizado. Había estado a punto de hundirse hasta sentarse, todavía con las manos sobre la entrepierna. Se había puesto a llorar abiertamente.
– Tranquilo, pequeñín. Quédate ahí. No te vayas.
El policía abría cajones y armarios. Pasaba la mano bajo los estantes y detrás de los libros. Pasaba los dedos por los marcos de los cuadros y bajo los asientos de las sillas. Se detuvo ante la mesa del ordenador en el rincón que daba a la cocina. Había cuatro cajas de IKEA apiladas sobre la impresora. Abrió la primera y vació el contenido sobre el suelo.
– Vamos a ver -dijo animoso-. Aquí hay un poco de todo. Cinco condones… -Rasgó el pico de uno de los envases y se lo llevó a la nariz-. Plátano -olisqueó-. ¡Tú sabrás! -Los dedos recorrieron la pila del suelo. Sacó un cigarro con forma de trompeta-. Quien busque, encontrará -dijo-. Un zorrito astuto. -Volvió a oler la presa-. Una calidad horrorosa -gimoteó-. Está claro que no tienes ni idea de marihuana. Avergüénzate.
Vació otra caja.
– Aquí no hay nada de interés -dijo el policía, que le echó el ojo a una baraja de cartas antes de agarrar la tercera caja. Estaba vacía, aparte de un sobre-. Trond Arnesen -leyó en voz alta-. Este nombre me suena.
El muchacho del rincón se despistó. Dio cuatro pasos al frente, se detuvo de pronto y se echó las manos a la cara.
– Por favor -lloraba-. No toque eso. No es droga. No es… nada. No…
– Interesante -dijo el policía abriendo el sobre-. Qué curiosidad me ha entrado, qué barbaridad.
Dentro había cinco sobres más pequeños, unidos con una goma de pelo rota. Todos estaban dirigidos a Ulrik Gjemselund; letras neutrales que se inclinaban ligeramente hacia la izquierda. No tenían remitente. El policía sacó una hoja de la primera y leyó.
– Fíjate tú -murmuró, y volvió a meter cuidadosamente la carta en el sobre-. Trond Arnesen. Trond Arnesen… ¿Dónde he oído ese nombre?
– Francamente. -El chico lo intentó, ya no lloraba-. Deje eso. Son cosas privadas, ¿vale? No tiene ningún derecho a venir aquí a…
El policía era inexplicablemente rápido y ágil. Antes de que a Petter Kalvø le diera tiempo de enterarse de qué era lo que pasaba, el colega había dado cuatro grandes pasos, había alzado al chico agarrándolo firmemente de la cintura y lo había plantado de nuevo en el rincón. Su dedo índice se clavó profundamente en la mejilla de Ulrik Gjemselund.
– Ahora me vas a escuchar -dijo en voz baja presionando aún más. -Le sacaba al otro cabeza y media-. Yo soy quien decide aquí lo que es interesante y lo que no. Tú te vas a quedar completamente quieto y vas a hacer lo que yo te diga. Llevo casi treinta años recorriendo el fango que hacéis tú y la gente como tú. Eso es mucho tiempo. Mucho puto tiempo. Estoy hasta los huevos de los pijos…
El dedo índice daba la impresión de estar a punto de atravesar la mejilla y penetrar en la boca.
– Creo que ahora tenemos que… -empezó Petter Kalvø-. Creo que quizá…
– Calla -bramó el compañero-. Resulta que Trond Arnesen es el niñato que se iba a casar con Vibeke Heinerback. Estoy bastante convencido de que los chicos de Romerike y de Kripos tienen interés por echarle un vistazo a estas cartas.
Soltó al chico. Ulrik Gjemselund se desplomó. Un fuerte olor a mierda invadió el cuarto.
– Joder, y ahora se caga encima -dijo el policía, hastiado-. Ve a lavarte. Búscate algo de ropa. Te vienes con nosotros.
– ¿Lo acompaño? -preguntó Petter Kalvø-. Para que…
– No va a saltar desde el cuarto piso. Se mata. Tan tonto no es.
Ulrik Gjemselund caminaba con las piernas abiertas. Iba goteando y Petter Kalvø no pudo evitar apartarse cuando pasó y se metió en el cuarto de baño. Oyeron un llanto ahogado y el sonido del agua corriendo allí dentro.