Se durmió.
– ¡Estaba durmiendo!
Pegó un respingo cuando él intentó arroparla con una manta.
– Sigue así -susurró Yngvar.
– No. Ya estoy despierta.
– Necesitas ayuda.
– No.
– El riesgo de muerte súbita no es… -intentó decir él.
– ¡No digas esa palabra!
– El riesgo no desaparecerá del todo hasta que Ragnhild cumpla dos años. -Se sentó con aire pensativo junto a ella. Sólo había una taza de café sobre la mesa del salón, y la apartó cuando ella la quiso coger-. ¡Y te digo que no puedes pasarte los próximos dos años sin dormir!
– He encontrado algo -dijo ella.
– Pues mañana me encantaría que me lo contaras -dijo acariciándose la cabeza, todavía no se había acostumbrado al peinado-. Cuando las niñas se hayan acostado y aún quede un resto decente de lo que se puede llamar día.
Ella cogió la taza. Él meneó la cabeza y se volvió a recostar en el sofá con resignación. Ella bebió. Él cerró los ojos.
– Esta serie de asesinatos se parece absurdamente a algo -empezó ella, vacilante, tentativamente-, a algo que he…
El sofá estaba lleno de Yngvar. Estaba tumbado con los brazos apoyados sobre los cojines y con las piernas separadas. La cabeza cayó hacia atrás y se le quedó la boca abierta, como si estuviera durmiendo profundamente.
– No hagas el payaso -dijo ella-. Sé que estás despierto.
Se le abrieron los ojos. Miró al techo, seguía en silencio.
– Una conferencia -dijo Inger Johanne rápidamente, y bebió más café.
– ¿Cómo?
– Me hablaron de estos asesinatos en una conferencia. Hace trece años.
Él se incorporó entre los cojines.
– Te hablaron de estos asesinatos hace trece años -repitió él sin tono en la voz-. Está bien.
– No de los mismos asesinatos, claro.
– Hasta ahí lo entiendo.
Ahora la voz estaba completamente despierta.
– Sino de unos que se les parecen -aclaró ella, como si fuese necesario.
– ¿Podrías devolverme mi taza, cariño?
Él sonrió tranquilizadoramente, como si ella no estuviera en sus cabales y tuviera que ser anclada a la realidad mediante alguna acción concreta y cotidiana. Inger Johanne se levantó asiendo la taza con las dos manos.
– Ayer estuve en casa de Line -dijo-. Nuestro ordenador es…
– Ya lo sé -la interrumpió él-. Ya te he prometido que lo vamos a arreglar. Uno de los chicos del trabajo…, sólo que tienen…
– Hice una especie de sentimental journey, se podría decir. Sólo que no era muy sentimental, en realidad.
La frente había adquirido tres marcadas arrugas cuando se inclinó hacia delante.
– ¿Qué quieres decir, Inger Johanne?
– Hace tiempo que tengo la impresión de que en este caso hay algo conocido. En los asesinatos de Fiona Helle, Vibeke Heinerback y Vegard Krogh. Sólo que no conseguía apresarlo. La idea, quiero decir. El recuerdo. Pero tenía que haber algo que…
Acercó la cara al café. El vapor se le adhirió al rostro.
– ¿Algo como qué?
– Tenía que ser algo que supiera de cuando estuve en Washington. O Quantico. Resultaba tan remoto. Tan… olvidado y guardado. Y tenía razón. No me hizo falta buscar mucho rato. Al ver la foto de…, sólo con la foto de…, olvídalo.
Se colocó el pelo detrás de la oreja, y no quería soltar el calor de la taza de café. Ahora se aferraba de nuevo a ella con ambas manos y le dio la espalda a Yngvar.
– Amor mío -dijo él, levantándose.
– Siéntate.
– Está bien -dijo él dócilmente.
– No me hizo falta más que mirar la foto de la Academy -dijo tan bajo que a él le costó captar las palabras-. Entonces me acordé. Recordé las clases. Recordé los largos días, las cansadas, exigentes, divertidas… -Se acercó a su reflejo en el cristal de la ventana, como si fuera más seguro hablar consigo misma-. Ahora recuerdo incluso el ciclo de conferencias en que estaba incluido. Behavioral science. Warren nos divirtió con una conferencia que había titulado Proportional retribution.
Por un momento a Yngvar le dio la impresión de ver el reflejo de una sonrisa.
– ¿Sonríes?
– Nos divertía -repitió ella-. La verdad es que eso es lo que hacía. Nos reíamos. Todos nos reíamos cuando Warren quería que nos riéramos. Era un día de junio. Se acercaban las vacaciones. Hacía calor. Un bochorno horrible y calor. El aire acondicionado del auditorio estaba estropeado. Nosotros sudábamos. Pero Warren no. Siempre parecía fresco, siempre…, cool. En todos los sentidos de la palabra.
Se volvió lentamente. Bajó la taza. Estaba vacía y colgada de su dedo índice por el asa.
– Empleo tantas fuerzas en olvidar -dijo sin mirarlo-. Quizá no sea tan extraño que tenga grandes problemas para recordarlo. A pesar de que…
Se le llenaron los ojos de lágrimas. Echó la cabeza hacia atrás para evitar que se derramaran. Yngvar volvió a hacer gesto de que se quería levantar.
– Inger…
– No -dijo ella, tajante. De pronto sonrió entre las lágrimas y se pasó el dorso de la mano por el ojo izquierdo-. La conferencia trataba sobre vengadores con gusto por la tesis del «ojo por ojo, diente por diente» -dijo-. Sobre criminales con una inclinación exagerada hacia los castigos reflejos. Y hacia el simbolismo, no menos. A Warren le encantaban esas cosas. Amaba todo lo que era violento. Claro. Exagerado.
– Siéntate, Inger Johanne.
Yngvar dio unas palmadas sobre el cojín del sofá a su lado.
– No. Quiero estar de pie. Tengo que contarlo ahora. Mientras tenga fuerzas. O mejor dicho… -De nuevo esa fugaz sonrisa pequeña-. Mientras tenga fuerzas para hacerlo -añadió.
– La verdad es que no sé exactamente de qué estás hablando, Inger Johanne.
– Nos habló de cinco casos -continuó ella, como si no lo hubiera oído-. Uno de ellos era…, se trataba de uno de esos excéntricos que sólo te encuentras en Estados Unidos. Un tipo intelectual y un poco retorcido, con mucha maña para las plantas. Tenía un jardín magnífico, que protegía con uñas y dientes.
»No recuerdo de qué vivía, pero debía de tener dinero, porque el jardín era la joya de todo el barrio. Un vecino lo llevó a juicio por un problema con las lindes de los terrenos. Pensaba que la valla estaba unos metros metida en su propiedad. Los tribunales dieron la razón al vecino, tras una larga ronda por el ente judicial. No lo recuerdo muy bien. La cosa es que…
Se quedó rígida, con la punta de la lengua a la vista y la cabeza ladeada.
– Sigue, por favor.
– ¿Has oído algo?
– No. ¿No podrías…?
Inger Johanne tragó saliva y respiró profundamente antes de continuar:
– La cosa es que encontraron al vecino muerto justo antes de que se dictara la última sentencia. Le habían cortado la lengua y la habían metido en un sobre hecho con la portada de House & Garden. Una revista sobre…
– Sobre casa y jardín -dijo Yngvar con desánimo-. ¿No podrías hacer el favor de sentarte? Tienes frío. Ven aquí.
– ¿No me estás escuchando?
– Sí, pero…
– ¡Le habían cortado la lengua! ¡Y la habían envuelto bellamente! La más obvia y vulgarmente simbólica…
– Estoy seguro… -dijo él con la voz moderada- de que hay ejemplos en todo el mundo de cadáveres que están mutilados de este modo, Inger Johanne. Y que no tienen nada que ver con el asesinato de Fiona Helle. Tú misma lo estás diciendo: pasó hace mucho tiempo, y no lo recuerdas muy…
– La putada es que lo recuerdo -dijo con enfado-. ¡Ahora lo recuerdo! ¡No podrías intentar comprender, Yngvar! ¿Comprender lo… difícil que resulta obligarse a recordar algo que se ha intentado desesperadamente olvidar? ¿Lo…? ¿Lo terriblemente doloroso que es…?
– Me es difícil comprender algo de lo que nunca se me ha contado nada -dijo Yngvar, y se arrepintió inmediatamente-. Quiero decir…, ya veo que esto es doloroso para ti. No es difícil de…