– Ni se te ocurra -le gritó ella-. Nunca, nunca voy a hablar de lo que pasó. Sólo estoy intentando darte una explicación de por qué esta historia se me había escondido. Ha estado tan cerca, tan…
Él se levantó. La agarró por las muñecas y notó lo delgada que se había puesto. El reloj de pulsera, que se le había quedado estrecho durante los últimos meses de embarazo, amenazaba ahora con deslizarse por la mano. Ella, sin voluntad, dejó que la agarrara. Él le acarició la espalda. Las vértebras se notaban a través del jersey.
– Tienes que comer -dijo con la cara en su pelo, que estaba muerto y revuelto-. Tienes que comer y dormir, Inger Johanne.
– Y tú tienes que escucharme -lloró ella-. ¿No podrías escuchar mi historia? Sin preguntar lo que…, sin mezclarlo todo… -Inger Johanne se estiró y puso la manos contra el pecho de él-. ¿No podrías dejar de preguntar sobre lo que tiene que ver conmigo? ¿Podrías olvidar eso y escucharme?
– Me es difícil. En algún momento vas a tener que…
– Nunca. ¿Vale? Nunca. Me prometiste que…
– Nos íbamos a casar al día siguiente, Inger Johanne. Tenía miedo de que cancelaras toda la boda si no me doblegaba a tus deseos. Ahora todo es distinto.
– Nada es distinto.
– Sí. Estamos casados. Tenemos hijos. Estás poniéndote… Sufres, Inger Johanne. Sufres por algo en lo que no me permites entrar. Y eso simplemente no lo acepto.
– Vas a tener que hacerlo.
Él la soltó. Se quedaron así de pie, juntos, pero sin rozarse. Él le sacaba casi una cabeza. Inger Johanne alzó la cara. En sus ojos había una oscuridad que Yngvar no reconocía, y se le aceleró el pulso cuando por un momento creyó ver algo que parecía… odio.
– Inger Johanne -susurró.
– Te amo -dijo ella en voz baja-. Pero tienes que olvidar ese asunto. Quizás algún día sea capaz de contarte lo que pasó entre Warren y yo. Pero no ahora. No en mucho tiempo, Yngvar. Me he pasado las últimas semanas intentando sacarlo del olvido. Ha sido un viaje duro. Ya no aguanto más. Quiero volver. A la vida aquí. Contigo y las niñas. Nosotros.
– Por supuesto -dijo él con la voz ronca, el corazón seguía latiendo con fuerza.
– Me he traído una historia, y es la que quisiera contar. Al resto le voy a poner la tapa, por ahora… Quizá por mucho tiempo, quizá para siempre. Pero tienes que…, tienes que escuchar lo que tengo que decir.
Él tragó saliva y asintió con la cabeza.
– ¿Nos sentamos? -dijo, la voz seguía siendo áspera.
– No te pongas así -dijo Inger Johanne acariciándole el pelo-. ¿No podrías…?
– Me has asustado -dijo él, sin quererle soltar los ojos.
Ahora estaban amables. Los auténticos, amables y cotidianos ojos de Inger Johanne.
– No era mi intención.
– Nos sentamos, ¿te parece? -insistió él.
– No podrías dejar de…
– ¿Dejar de qué?
– Siento haberte asustado. Pero no tienes que tratarme como a un invitado cualquiera por eso -concretó Inger Johanne.
Por un momento su mirada había sido beligerante. No había odio, como Yngvar había sentido al principio, sino agresividad y beligerancia.
– Tonterías -dijo él sonriendo-. Lo dejamos estar. Vamos a dejarte a ti y a…, a ti y a Warren a un lado. Cuéntame.
Fue a buscar otra taza, sirvió café para los dos y se sentó en el sofá palmeando el cojín junto a él para animarla.
– Venga -dijo fingiendo una despejada cordialidad.
– ¿Completamente seguro? -dijo ella interrogativamente, y cogió la taza recién servida sin sentarse.
– Seguro.
La sonrisa seguía sin llegar a los ojos.
– Está bien -dijo ella lentamente-. El segundo caso era un asesinato de provincias en California. O…, sí, California. Un político local murió ahogado en citas de la Biblia, literalmente. Clavado a la pared con la boca llena de papel mojado. Arrancadas de la propia Biblia del pobre desgraciado.
La mirada de Inger Johanne vagó por la habitación, como si necesitara aferrarse a lo seguro y lo cotidiano antes de avanzar en el relato. La oscuridad se cerraba en torno a la casa como una capa de aislamiento; había un silencio tal que a Yngvar le daba la impresión de poder oír sus propios pensamientos. Daban tumbos por su cabeza, aturdidos y desestructurados. ¿Qué era esto? ¿Qué historia absurda le estaba contando? ¿Qué relación podía haber entre tres asesinatos cometidos en Noruega en el 2004 y una conferencia, escondida y olvidada, sostenida en Estados Unidos hacía trece años?
En aquella ocasión, la Biblia. Ahora el Corán.
– ¿Por qué lo mataron? -Eso fue lo único que se le ocurrió preguntar.
– Un pastor que tenía sus propios feligreses, algo retorcidos, opinaba que el concejal merecía morir porque potenciaba un racismo poco cristiano. Consiguió que uno de los feligreses llevara a cabo el asesinato. Un tontorrón. Se pasó todo el juicio sonriendo como un bendito, contaba…, eso nos dijeron.
Racismo, pensó Yngvar.
Vibeke Heinerback no era racista. Vibeke Heinerback era una política financiera. Durante la investigación apenas habían rozado ese tema. Habían estado buscando motivos en la política, en los impopulares recortes de presupuesto y en las brutales luchas de poder. El racismo se descartó rápidamente como posible motivo, a pesar del Corán. La joven líder del partido solía evitar el tema, y tenía la pericia suficiente como para responder con generalidades poco peligrosas cuando los periodistas que no se dejaban comer por la charlatanería sobre los gastos que producía la inmigración y la problemática de los recursos la ponían entre la espada y la pared.
– Pero Vibeke Heinerback tenía algún que otro compañero de partido -dijo Yngvar, vacilante- al que difícilmente se le puede acusar de tratar muy bien a los inmigrantes. -No había tocado el café. Ahora se inclinó sobre la mesa. Le temblaba la mano-. Han sido dos casos -dijo sin tocar la taza-. Has dicho que os hablaron de cinco.
– Mataron a un periodista a golpes -dijo Inger Johanne-. Había destapado un caso sobre corrupción económica en una compañía de la costa Este, no recuerdo bien de qué se trataba. Pero la historia le costó la vida.
– Pero ¿no lo mataron con un… bolígrafo?
– No. -Ella sonrió pálidamente-. Una máquina de escribir. Una Remington, una enorme y anticuada…
Yngvar ya no la estaba escuchando.
Una máquina de escribir en la cabeza, pensó. Un bolígrafo en el ojo. Dos periodistas, entonces y ahora, asesinados con su herramienta de trabajo. Dos políticos, en aquella ocasión y en ésta, crucificados y humillados con textos religiosos. Dos lenguas. Dos supuestos mentirosos.
– Me cago en la madre que los parió -susurró.
Inger Johanne recogió una muñeca de trapo rojo del estante junto al televisor. Le faltaba un brazo. Tenía la cara de un gris sucio y el pelo rojo estaba tan descolorido como el vestido, casi rosa tras incontables visitas a la lavadora.
– Así que esto es lo que contaron una calurosa noche de principios de verano hace muchos años -dijo ella calladamente mientras acariciaba las piernas, absurdamente largas, de la muñeca-. En sí mismos no son suficientemente interesantes. Las crónicas criminales estadounidenses están llenas de historias mucho más espectaculares que éstas. -De pronto lanzó la muñeca a la caja de los juguetes-. Lo interesante para nosotros es que alguien en este país lo está poniendo de nuevo en escena. No tenemos que enterrarnos en el pasado, sino concentrarnos en… Fiona Helle, Vibeke Heinerback y Vegard Krogh. En el día de hoy. En nuestros propios crímenes. ¿No es verdad?
El deseaba asentir. Lo que más deseaba era sonreír y estar de acuerdo. La historia ya era lo suficientemente útil tal y como la había presentado; a grandes rasgos y sin precisión. Con eso tendría que bastar.