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Los dos sabían que era imposible.

Ella le había dado una historia importante, y al mismo tiempo había metido una cuña entre ellos. Durante los días siguientes iba a tener que remover cielo y tierra para desenterrar hasta el último detalle de los casos. Tendría que poner en movimiento los organismos internacionales. Necesitaban los informes, las actas de los juicios, los interrogatorios policiales. Necesitaban nombres y fechas.

Necesitaban la ayuda de Warren.

– Creo -dijo, y vaciló un momento antes de proseguir-. Creo que por hoy lo vamos a dejar. Mañana será un largo día.

– Lo sé -dijo ella, y se sentó en cuclillas. Jack se había despertado y se restregaba contra ella-. Ahora ninguno de los dos da mucho de sí. Acuéstate, anda.

– Ven conmigo.

– No merece la pena, Yngvar. Acuéstate.

– No sin ti.

– Yo no quiero. No puedo -gimoteó ella.

– ¿Tienes hambre? -inquirió él.

– Sé que vas a hablar con Warren. Comprendo que tienes que hacerlo -admitió Inger Johanne.

– ¿Quieres que haga una tortilla? -respondió Yngvar.

– Te pareces a mamá. Crees que la comida resuelve todos los problemas. -Luego hundió la cara en el fuerte y cálido olor a perro sucio y murmuró-: No me trates como si fuese tonta, Yngvar.

Se volvió a ver en un apuro para decir algo.

– ¿Tú crees…?

– Obviamente entiendo lo que tienes que hacer con la información que te he dado -continuó ella-. No es que quiera que me des las gracias por haberme hundido en un pasado que quisiera olvidar, pero lo menos que puedo exigir es algo de respeto. Hacer como si todo estuviera bien, como si me hubiera limitado a entretenerte con una historia de buenas noches, me parece… un poco puñetero.

Levantó al perro y escondió la cara en su pelambre.

«Deberíamos ser felices -pensó él-. Deberíamos estar encantados con Ragnhild. Con los progresos de Kristiane. El uno con el otro. Estamos bien, nosotros dos. Los cuatro. Aquella mañana, hace un mes, cuando Kristiane creía que habíamos tenido un heredero a la corona. ¿No estaba yo satisfecho? ¿Feliz? La cría estaba sana. Tú estabas un poco preocupada y muy contenta. Quiero echar el calendario hacia atrás y olvidar esto extraño y secreto que genera distancia entre nosotros. Tu mirada era beligerante y ahora estás desapareciendo de mí.»

– Mantenme fuera del asunto -dijo Inger Johanne-. Haz lo que tengas que hacer, pero déjame fuera. ¿Vale?

Él asintió con la cabeza. Jack agitaba las piernas y quería bajar.

– No le gusta que lo lleven en brazos -dijo Yngvar.

– ¿Mats Bohus está descartado?

– ¿Cómo?

– ¿Es cien por cien seguro que Mats Bohus no puede ser responsable de todos los asesinatos?

– Sí.

Jack hizo un movimiento y cayó al suelo con un golpe seco. Gimió levemente y salió pitando hacia un rincón con el rabo entre las patas.

– ¿Qué puede ser entonces? -dijo Inger Johanne sentándose en el otro sofá.

– Quieres decir quién -dijo él sin tono en la voz.

– No sé…, tanto quién como qué.

– No puedo con esto -dijo él.

– ¿Con qué?

– Con tu frialdad, Inger Johanne.

– No soy fría.

– Sí, estás siéndolo.

– No tienes remedio. Quieres que esté siempre contenta, cálida y cercana. Eso es imposible. Grow up. Somos dos personas adultas, con los problemas de la gente adulta. No tiene por qué ser peligroso.

Ella había dicho «no tiene por qué ser peligroso». Yngvar quería oír «no es peligroso». Se cogió las manos y empezó a estudiar sus nudillos, que se estaban poniendo blancos. Dentro de catorce meses cumpliría cincuenta años. La edad se le notaba cada vez más; la piel estaba seca y floja sobre el torso de la mano, incluso cuando tensaba los dedos.

– ¿Puede haber alguien dirigiendo esto? -dijo ella, vacilante.

– Déjalo ya -intervino él, y abrió la mano derecha.

Inger Johanne miró a Jack, que no dejaba de dar vueltas en torno a su cojín y no conseguía echarse a descansar.

– ¿Puede haber alguien que esté fuera manipulando a otros para que asesinen? -indicó ella, sobre todo para sí misma, como si pensara en voz alta-. Alguien que conoce estas viejas historias y que por alguna razón u otra quiere recrear… Me voy a volver loca -murmuró al final.

Por fin el perro se tumbó.

– Nos acostamos -dijo él.

– Sí -dijo ella.

– Dijiste cinco -dijo él.

– ¿Cinco qué?

– Cinco asesinatos. La conferencia trataba de cinco asesinatos. Todos ejemplos de lo que Warren llamaba… ¿proportional revenge?

– Retribution.

– ¿Cómo eran los dos últimos casos? -preguntó él sin levantar la vista de la mano.

Inger Johanne se quitó las gafas. El cuarto perdió nitidez, y ella limpió lentamente los cristales con los ojos medio cerrados.

– ¿Quiénes fueron asesinados? -preguntó él-. ¿Y cómo?

– Un deportista.

– ¿Qué le pasó?

– Le clavaron una jabalina en el corazón.

– Una jabalina… ¿Una de esas que se lanzan?

– Sí.

– ¿Por qué?

– El asesino fue un contrincante. Consideraba que lo habían desatendido en el reparto de una serie de becas para deporte en una de las facultades de la Ivy League. Algo así. No lo recuerdo muy bien. Estoy cansada.

– Así que ahora nos tenemos que quedar aquí sentados -dijo él-. Completamente impotentes…, esperando a que una estrella del deporte sea despachada brutalmente.

Ella seguía limpiando las gafas con la punta de la camisa, al tuntún y con indecisión.

– ¿Y el último? -preguntó él, con voz casi inaudible.

Inger Johanne sostenía las gafas contra la lámpara de pie y cerró un ojo. Miró hacia la luz a través de las dos lentes, varias veces. Después se las volvió a poner lentamente. Y se encogió de hombros.

– ¿Sabes?, la verdad es que creo que ahora voy a intentar dormirme. Se ha hecho…

– Inger Johanne -la interrumpió él, y se bebió el resto del café de un sorbo.

La taza resonó en la mesa.

Una potente luz se reflejó en el techo, el haz de luz pasó lentamente desde la cocina hasta la puerta que daba al balcón de la pared del sur. El ruido del motor de un camión hizo vibrar los cristales de la ventana.

– El camión de la basura -profirió Yngvar, alterado-. ¿Ahora?

Si no hubiera estado tan cansado, quizá se hubiera dado cuenta de que Inger Johanne contenía la respiración. Si la hubiera mirado en vez de acercarse a la ventana para comprobar quién se permitía dejar que un camión vagara vacío en medio de la noche por una zona residencial, probablemente se hubiera dado cuenta de que ella tenía la boca medio abierta y los labios pálidos. Habría visto que estaba ahí sentada en tensión, mirando hacia la entrada; hacia el dormitorio de las niñas.

Pero Yngvar estaba junto a la ventana, y le daba la espalda a Inger Johanne.

– Es un coche de estudiantes del último curso de bachillerato -dijo desazonado cuando por fin el jaleo desapareció por la calle Hauge-. En febrero. Cada año empiezan antes las celebraciones. -Titubeó por un momento, antes de sentarse de nuevo en el sofá frente a Inger Johanne-. El último -dijo-. ¿Qué le pasó al último?

– No lo consiguió. Warren incluyó el ejemplo porque…

– ¿A quién intentó asesinar, Inger Johanne?

Ella cogió las dos tazas y se levantó. Él la agarró en el momento que pasaba.

– Da igual -dijo ella-. No lo consiguió.

El movimiento que hizo para desembarazarse de él fue innecesariamente brusco.

– Inger Johanne -dijo sin seguirla, oyó cómo metía las tazas en el lavavajillas-. Te estás poniendo muy difícil.

– Seguro.

– ¿A quién intentó asesinar? -repitió Yngvar.

Le sorprendió oír el ruido del lavavajillas. Eran casi las dos. Inger Johanne andaba en los cajones y los armarios.