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Últimamente tenía menos prudencia con el dinero.

Un repentino parche de color apareció en el cielo por el norte. Una persona se mecía rítmicamente de lado a lado bajo un parapente naranja. Apareció otro por encima de la loma, rojo y amarillo, con letras verdes imposibles de descifrar. Una turbulencia repentina lo desestabilizó. Perdió el impulso y cayó en picado cincuenta o sesenta metros antes de que el hombre consiguiera recuperar el control del vuelo y bajar lentamente al valle que había a sus pies.

Ella lo siguió con los ojos y se rió en voz baja.

Creían que desafiaban el destino.

Los deportes de riesgo siempre la habían provocado, sobre todo porque quienes los practicaban le resultaban patéticos. Es evidente que no a todo el mundo le toca una vida emocionante. Al contrario. La gran mayoría de los seis mil millones de personas de la Tierra, la mayor parte de los habitantes de Europa y la práctica totalidad de la población noruega viven vidas sin sentido. La lucha por la existencia puede consistir en conseguir suficiente comida para sobrevivir, salud para los niños, un trabajo mejor o el coche más nuevo del vecindario; la existencia humana sigue siendo una trivial nimiedad. Que a los jovenzuelos mimados y depravados se les antojara necesario desafiar la muerte con saltos y zambullidas, en escarpadas paredes de montaña y a gran velocidad, era una manifestación de la decadencia occidental que siempre había despreciado.

Padecer.

Padecían aflicción vital porque creían merecer algo distinto y mejor, algo más de lo que la vida era para la gran mayoría: un periodo de tiempo sin importancia entre el nacimiento y la muerte.

«Creen que pueden escapar de la falta de sentido de la existencia -pensó-. A base de tirarse desde el Trollvegg bajo una estructura de tejido incierto. Quieren llegar más alto, más lejos y con más riesgo. No alcanzan a avistar el aburrimiento, que los persigue constantemente, riéndose de ellos y vestido de gris. No lo ven hasta que han aterrizado, hasta que han llegado sanos y salvos a casa. Luego repiten la empresa, hacen otra cosa, cada vez más peligrosa, cada vez más temeraria, hasta que o bien entienden que la vida no se deja desafiar o bien se topan con la muerte en el intento de demostrar lo contrario.»

Los parapentes ya casi habían bajado, se preparaban para aterrizar sobre un repecho con largas filas de vid. Le dio la impresión de oír su risa. Imaginaciones suyas, por supuesto, el viento no soplaba en la dirección correcta y había mucha distancia hasta el fondo del valle. Pero podía ver cómo los hombres se daban palmadas en la espalda y pegaban saltos de alegría. Dos mujeres subían corriendo hacia ellos por las terrazas de la loma. Los saludaban alegremente agitando los brazos.

Seguía sintiendo repugnancia hacia los juegos mortales.

Los que los practicaban se limitaban a arriesgar la vida.

La muerte no era más que el agradable final del aburrimiento. Aparte de que morir te proporcionaba una fama apropiada, puesto que el lenguaje de las necrológicas es laudatorio y no verdadero. Al morir joven, a la vida no le daba tiempo a hacerte viejo o feo, gordo o escuálido. Quien no envejecía, dejaba tras de sí un monumento trágico, un relato embellecedor y conciliador en el que lo triste se volvía emocionante y lo feo hermoso.

«Vegard Krogh», pensó, y se mordió la lengua.

Ya no quería leer más sobre él. Los artículos eran engañosos. Periodistas y compañeros, amigos y familia contribuían todos a dibujar la imagen del artista Krogh. El tenaz e inconformista defensor de lo auténtico y verdadero. Un alma colorida, un imperturbable soldado al importante e insobornable servicio de la cultura.

Empezó a despotricar en voz alta y se apresuró a bajar el camino. El autobús tenía ya el intermitente puesto para salir de la parada junto a la carretera, pero se detuvo al llegar ella corriendo. Pagó y se sentó pesadamente en un asiento libre.

Pronto volvería a Noruega para siempre.

En todo caso tenía que salir de la casa de Villefranche. Le habían prolongado el contrato hasta el 1 de marzo, no más. Dentro de menos de una semana se quedaría sin vivienda, a no ser que volviera a Noruega.

Se representaba su piso, arreglado con gusto y demasiado grande para una sola persona. Sólo el armario de acero del dormitorio rompía el suave estilo que había copiado de una revista de decoración de interiores. Había comprado la mayoría en IKEA, pero también se había topado con algún que otro objeto más exclusivo en las rebajas.

Ella no pegaba con la superficie que tenía su casa.

Casi nunca tenía invitados y no necesitaba tanto espacio. Cuando estaba en casa, se pasaba la mayor parte del tiempo en un despacho desordenado, y por eso le sacaba poco partido a que el resto del piso tuviera buena pinta. En realidad allí nunca se había sentido en su hogar; era como vivir en un hotel. En sus muchos viajes por Europa, con frecuencia se había alojado en habitaciones de hotel que resultaban más personales, cálidas y confortables que su propio salón.

Era una persona que no pegaba en absoluto en Noruega. Noruega no era para gente como ella. Se ahogaba en la gran idea igualitaria. Se sentía rechazada por la reducida élite excluyente. Noruega no era lo suficientemente grande para un tamaño como el suyo, no era vista como lo que era y por eso había decidido protegerse con una anónima capa de inaccesibilidad. Invisibilidad. Ellos no querían verla. Así que ella tampoco quería mostrarse ante ellos.

El autobús se bamboleaba hacia el este. La amortiguación era francesa y demasiado suave. Tenía que cerrar los ojos para evitar el mareo.

Correr el riesgo de morir no era ninguna hazaña. El peligro al que se exponían los escaladores de cumbres y los acróbatas del aire, los remeros solitarios de endebles barcos que cruzaban el Atlántico y los motociclistas con sus audaces ejercicios frente a un público que aguardaba entusiasmado a que algo fuera catastróficamente mal, estaban limitados por el tiempo que duraba la aventura; tres segundos u ocho semanas, un minuto o quizás un año.

Ella corría el riesgo de la propia vida. Era la emoción de no aterrizar nunca, de no llegar nunca a la meta, lo que la hacía única. El riesgo aumentaba cada día, como ella deseaba y quería. Siempre estaba ahí, intenso y vitaclass="underline" el peligro de ser encontrada y capturada.

Inclinó la frente contra la ventanilla. La noche estaba en camino. Las luces a lo largo del paseo marítimo allá abajo estaban encendidas. Una leve lluvia oscurecía el asfalto.

Nada indicaba que se estuvieran acercando. A pesar de las pistas que había dejado, de la clara invitación implícita en el patrón que había elegido, la policía seguía avanzando a ciegas. La irritaba, al mismo tiempo que le daba confianza para continuar. Desde luego era una contrariedad que la mujer acabara de tener un hijo. El momento no era el óptimo, eso ya lo sabía cuando empezó con todo el asunto, pero había límites para lo que podía controlar.

Quizá fuera a venir bien que volviera a casa. Que estuviera más cerca.

Correr mayores riesgos.

El autobús se detuvo y ella se apeó. Ahora ya llovía a cántaros y fue corriendo todo el camino hasta casa. Era ya martes por la noche, del 24 de febrero.

Capítulo 13

– Alguien podría estar manipulándonos desde atrás -dijo Yngvar Stubø, atiborrándose de pollo en salsa de yogur-. Ésa es su última teoría. Yo no sé.

Sonrió con la boca llena de comida.

– ¿Qué quieres decir? -inquirió Sigmund Berli-. ¿Cómo si alguien estuviera empujando a otros a cometer los asesinatos? ¿Engañándolos?

Cogió un pedazo del pan indio nan, lo sostuvo entre el pulgar y el índice y lo estudió con escepticismo.

– ¿Esto es una especie de pan sin levadura o qué?

– Nan -dijo Yngvar-. Pruébalo. La teoría no es una chorrada. Quiero decir, evidentemente es lógica. En algún sentido. Si tenemos que admitir que Mats Bohus mató a Fiona Helle, pero a ninguno de los otros dos, resulta plausible que haya alguien detrás de todo esto. Una mano rectora. Alguien con un móvil superior, digamos. Pero al mismo tiempo…