Inger Johanne escondió la cara en el pequeño bulto. Al sentir el suave aroma de ropa limpia, sollozó. La madre le acarició el pelo y sacó con cuidado a Ragnhild de los brazos de su hija.
– ¿Lo ves? -dijo la madre-. Estás completamente exhausta. Acuéstate, anda, que ya encontraré yo todo lo que necesito.
– No puedo… No puedes…
– He criado a dos hijas. Me saqué el título de la Escuela de Amas de Casa. He llevado mi hogar toda la vida. Puedo hacerme cargo de un bebé una noche o dos.
Los decididos pasos de la madre resonaron sobre el parqué cuando se dirigió al cuarto de las niñas. Inger Johanne quería salir corriendo detrás, pero le faltaban las fuerzas.
Sueño. Muchas, muchas horas de sueño.
Poco le faltó para acostarse en el suelo. En su lugar, cogió una botella de agua medio llena y bebió. Después se metió en su cuarto. Apenas le llegaron las fuerzas para desvestirse. La ropa de cama le producía una buena sensación de frescor contra la piel. La habitación estaba fría. El edredón caliente. Durante algunos minutos oyó cómo la madre le murmuraba cosas a la nieta. Pasos que iban de acá para allá, salían al cuarto de baño, volvían a la cocina, entraban en la habitación de Ragnhild.
– La pomada -murmuró Inger Johanne-. No se te vaya a olvidar la pomada.
Pero ya estaba dormida y no se despertó hasta dieciséis horas más tarde.
– No soy así -dijo Trond Arnesen, desesperado-. ¡En realidad, no soy así!
Sobre la mesa que lo separaba de Yngvar Stubø había cinco sobres reunidos con una goma de pelo. Todas las cartas estaban dirigidas a Ulrik Gjemselund. Las grandes letras mayúsculas eran las mismas que adornaban la primera hoja de un filofax que había junto a la pila de cartas.
– Trond Arnesen -leyó Yngvar Stubø martilleando el dedo índice contra el papel-. Tienes una letra muy característica. Podemos acordar que no es preciso un análisis grafológico, ¿no? ¿Zurdo?
– ¡De verdad que no soy así! ¡Tiene que creer lo que le digo!
Yngvar se balanceó sobre la silla. Se cogió las manos detrás de la nuca. Se pasó los pulgares por los pliegues. Rítmicamente dejaba que el respaldo pegara contra la pared. Se quedó mirando al chico, sin decir nada. Tenía una expresión chata y neutral, como si estuviera esperando algo o a alguien, y se estuviera aburriendo.
– Tiene que creerme -insistió Trond-. Nunca he estado con… ningún otro chico. ¡Se lo juro! Y esa noche, esa noche, fue la última vez que iba. Si yo me iba a casar y…
Grandes lagrimones le corrían por la cara. Moqueaba por una de las fosas nasales. Se secó con la manga, pero era incapaz de calmar el llanto. Los sollozos sonaban como los de un niño pequeño. Yngvar se balanceaba adelante y atrás. La silla golpeaba. Tam. Tam. Tam.
– ¿No podría dejar de hacer eso? -dijo Trond-. ¡Por favor!
Yngvar continuó balanceándose.
– Sigue.
– Me emborraché tanto -dijo Trond-. Sobre las nueve estaba ya como una cuba. Hacía mucho que no veía a Ulrik y entonces…, sobre las diez y media, salí para tomar un poco de aire. Salí del pub para despejarme un poco. Y, bueno, quedaba muy cerca. La calle Huitfeldt, quiero decir…, y entonces…
La silla de Yngvar cayó de golpe sobre el suelo. El joven pegó un fuerte respingo. La taza de plástico con agua de la que acababa de beber se volcó. El policía cogió las cartas. Quitó la goma y ojeó los sobres una vez más sin abrir ninguno de ellos. Después volvió a poner la goma diligentemente, y metió todo el montón en una carpeta gris. Trond reconocía al policía amable que había estado en la reconstrucción. Era imposible leerle los ojos, y casi no decía nada.
– Sigo escuchándote.
– Ha sido bastante difícil -dijo dócilmente, tomando aire entre los hipidos-. Ulrik ha estado…, dice que…, en realidad había pensado contarlo. Quería decir la verdad, pero cuando me di cuenta de que pensabais que me había pasado toda la noche en el Smuget, no entendí bien por qué…, pensé que… -De pronto echó la cabeza hacia atrás-. ¿No podría decir algo? -se lamentó, y se echó bruscamente hacia delante, apoyando las manos sobre la superficie de la mesa-. ¡Podría decir algo, hombre!
– Tú eres el que tiene que hablar.
– Pero ¡no tengo nada más que decir! Siento muchísimo no haberlo dicho inmediatamente, pero es que… ¡Yo amaba a Vibeke! La echo mucho de menos. Nos íbamos a casar, yo era tan… ¡Tiene que creerme!
– Ahora mismo no tiene mucho interés lo que yo piense -dijo Yngvar tirándose del lóbulo de la oreja-. Pero me importa mucho saber cuánto tiempo te ausentaste de la despedida de soltero.
– Durante una hora y media, ya lo he dicho. Desde las diez y media hasta las doce. Medianoche. Palabra de honor. Pregunte al resto, pregúnteselo a mi hermano.
– Está claro que la última vez que preguntamos se equivocaron. O, si no, mintieron, todos ellos. Juraron que estuviste toda la noche.
– ¡Eso creían ellos! Por Dios, era todo un caos, y yo me fui sólo un rato. Tendría que haberlo dicho inmediatamente, pero… me daba vergüenza. Me iba a casar.
– Eso ya lo sabemos -dijo Yngvar con dureza-. Lo has dicho unas cuantas veces.
– Tendría que haberlo dicho -gimoteaba el joven-. Pero es que me daba tanta…, pensé que…
– Pensaste que te ibas a librar -dijo Yngvar Stubø, la voz tenía una inflexión extraña-. ¿No es verdad?
Se levantó, se puso las manos a la espalda y recorrió lentamente la habitación. Trond se plegaba; dobló la nuca y encogió los hombros, como si tuviera miedo de que le fueran a pegar.
– Lo interesante -agregó Yngvar, la voz había adquirido algo fingidamente paternal, un tono medio afable, medio estricto-. Lo interesante es que me acabas de contar algo que no sabíamos.
El chico había dejado de llorar. Se secaba lágrimas y mocos con la punta de la camisa, y por un momento dio la impresión de estar más aturdido que desesperado.
– Ahora no entiendo lo que quiere decir -dijo mirando al policía directamente a los ojos-. Es obvio que han hablado con Ulrik y aquella noche…
– Te equivocas -dijo Yngvar-. Ulrik no quiere hablar con nosotros. Está metido en una celda en Granland y no suelta prenda. Hasta cierto punto tiene derecho a hacerlo. A no soltar prenda, quiero decir. Así que sobre esto de que has mentido a propósito de tu coartada, no teníamos ni idea. Hasta ahora no.
– ¿En una celda? ¿Qué ha hecho? ¿Ulrik?
Yngvar se detuvo a un metro del joven. Colocó el codo derecho en la mano izquierda, y se acarició la nariz con expresión pensativa.
– Tan tonto no eres, Trond.
– Yo…
– ¿Tú qué?
– Francamente, no tengo ni idea de qué va esto.
– Hummm. Está bien. Así que quieres que crea que has estado con Ulrik de…, de formas no superficiales, se podría decir…
Yngvar señaló con la cabeza la carpeta con los documentos. Las cartas asomaban levemente de la apertura. La cara de Trond se puso como un tomate.
– Yo…
– Sin saber nada de la relación de Ulrik con sustancias prohibidas -continuó Yngvar-. Con todos mis respetos, me cuesta mucho creerlo.
Trond tenía pinta de haber visto, por un momento, al mismísimo diablo, con cuernos en la frente y rabo en llamas. Tenía los ojos abiertos de par en par, la boca se le abrió y los mocos empezaron de nuevo a caer sin que hiciera ningún ademán de querer secárselos. Las palabras se convirtieron en sílabas sin sentido. Yngvar se mordió pensativo los nudillos, sin la menor intención de ayudarle.
– Drogas -consiguió por fin decir Trond-. De eso yo no sabía nada. ¡Lo juro!
– Tengo una cría en casa -dijo Yngvar, y empezó de nuevo a deambular, dando grandes zancadas, de un extremo a otro de la estrecha sala de interrogatorios-. Tiene casi diez años y posee una fantasía envidiable. -Se detuvo y sonrió-. Miente todo el rato. Tú dices «lo juro» con más frecuencia que ella. Eso no refuerza exactamente tu credibilidad.