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– Alguien pensaba que Fiona Helle mentía -repitió Inger Johanne-. Que mentía de un modo tan decisivo y brutal que merecía morir por ello.

Ragnhild soltó el pecho. Una mueca que fácilmente podía confundirse con una sonrisa hizo que Yngvar cayera de rodillas y posara la cara sobre su cálida mejilla húmeda. La marca de mamar del labio superior de Ragnhild estaba rosa y llena de líquido. Las diminutas pestañas eran casi negras.

– Una puta mentira flagrante, en todo caso -murmuró Yngvar-. Una mentira mayor de lo que creo que yo me pueda imaginar.

Ragnhild eructó y se quedó dormida.

Ella nunca hubiera elegido este lugar.

A los demás, a los que notoriamente estaban sin blanca, se les metió de pronto en la cabeza que se iban a permitir el lujo de pasar tres semanas en la Riviera. Lo que pretendían hacer en la Riviera en pleno diciembre fue, desde el comienzo, un misterio, pero de todos modos dijo que quería ir con ellos. Por lo menos supondría cierta variación.

El padre se había puesto imposible desde la muerte de la madre. Lloriqueaba y se quejaba y se pegaba a ella. Olía a hombre viejo, una mezcla de ropa sucia y falta de control sobre la vejiga. Sus dedos, que la raspaban en la espalda en muy poco deseadas muestras de cariño en las despedidas, se habían vuelto repulsivamente escuálidos. El deber la obligaba a pasarse por ahí una vez al mes más o menos. El piso de Sandaker nunca había sido un palacio, pero, después de que el padre se quedó solo, se había desmadrado completamente. Por fin había logrado -tras varias cartas, furiosas llamadas telefónicas y mucho esfuerzo- conseguirle asistencia doméstica. Pero no fue de gran ayuda. La parte de abajo del asiento del váter seguía manchada de mierda. La comida seguía pasándose de fecha de caducidad en la nevera con lo que era imposible abrir la puerta sin sentir arcadas. Resultaba increíble que el Ayuntamiento no tuviera nada mejor que ofrecerle a un viejo contribuyente leal que una chiquilla poco de fiar que apenas había aprendido a poner la lavadora y poco más.

Las navidades sin su padre la habían tentado, aunque estaba escéptica ante el viaje. Sobre todo dado que los niños también iban. Le irritaba que los críos de hoy en día parecieran alérgicos a todo tipo de alimentación sana. «No me gusta, no me gusta», lloriqueaban constantemente. Un mantra por cada comida. No era de extrañar que de pequeños estuvieran escuálidos, para luego inflarse y desinflarse en la informe pubertad, atacados por las perturbaciones alimenticias modernas. La menor, una niña de tres o cuatro años, todavía tenía cierto encanto. Pero los hermanos…

En compensación la casa era grande, y el cuarto que le habían adjudicado era imponente. Le habían enseñado algunos folletos con enorme entusiasmo. Tenía la sospecha de que querían que ella pagara una parte mayor del alquiler de lo que le correspondía. Sabían que ella tenía dinero, aunque obviamente no supieran cuánto.

Para decir la verdad, había elegido separarse de la mayoría de sus conocidos. Giraban en sus pequeñas vidas, con problemas exagerados que de ningún modo podían despertar el interés de nadie que no fuera ellos mismos. En las cuentas sociales que con el tiempo le había parecido necesario llevar a cabo, los números rojos chillaban contra ella. Daba tanto más de lo que recibía… De vez en cuando, si se lo pensaba bien, llegaba a la conclusión de que sólo había conocido a un puñado de buenas personas.

Ellos querían que se apuntara, y ella no iba a soportar aún otras navidades con su padre.

Así que allí estaba, en el aeropuerto de Gardermoen, con los billetes en la mano, cuando sonó el teléfono móvil. La pequeña, la niña en cuestión, había sido ingresada en el hospital de imprevisto.

Se puso furiosa. Obviamente, sus amigos no podían dejar sola a una niña tan pequeña, pero ¿habían tenido que esperar a tres cuartos de hora antes de despegar para avisarla? Al fin y al cabo, la niña se había puesto enferma cuatro horas antes. Cuando aún tenía elección.

Se marchó.

Y los demás iban a tener que pagar su parte del alquiler, cosa que les dejó más o menos claro ya durante la conversación telefónica. Lo cierto es que le había hecho cierta ilusión la idea de pasar tres semanas en compañía de gente a la que, al fin y al cabo, conocía desde la infancia.

Cuando habían pasado diecinueve días, el dueño de la casa le había ofrecido la posibilidad de quedarse hasta marzo. No había encontrado nuevos inquilinos para el invierno y no le gustaba que la casa estuviera vacía. Probablemente contribuyó a ello el hecho de que la mujer hubiera hecho limpieza general antes de que llegara. Seguro que también reparó en que sólo se estaba usando una de las camas, cuando recorrió cuarto tras cuarto simulando revisar la instalación eléctrica.

Su ordenador portátil estaba en ese lugar tan bien como en casa. Y vivía gratis.

La fama de la Riviera era exagerada.

Villefranche era un pueblo falso, para turistas. Hacía mucho que carecía de toda verdadera realidad, pensaba ella; incluso el castillo centenario junto al mar parecía estar hecho de cartón piedra. Si los taxistas franceses hablaban un inglés aceptable, es que algo tenía que estar muy mal en el pueblo.

Le irritaba sobremanera que la policía no avanzara ni un paso.

Por otro lado, era un caso difícil. La policía noruega nunca había sido nada del otro mundo; eunucos provincianos y desarmados.

Ella, en cambio, era una experta.

Las noches se habían vuelto largas.

Capítulo 3

Habían pasado diecisiete días desde el asesinato de Fiona Helle: el calendario marcaba el 6 de febrero.

Yngvar Stubø estaba en su despacho, ubicado en la zona con menos carácter del este de Oslo, intentando seguir contando los granos de un reloj de arena. El hermoso reloj de cristal era inusitadamente grande. La base estaba hecha a mano. Yngvar siempre había pensado que debía de ser de roble; madera noruega de pura cepa, envejecida por el paso de los siglos hasta alcanzar un tono gastado y oscuro. Justo antes de navidades, un técnico criminal francés que estaba de visita había estudiado la antigualla con cierto interés. Caoba, había constatado, para luego negar con la cabeza ante el relato de Yngvar sobre el instrumento que había acompañado, durante catorce generaciones, a la familia de marineros.

– Esto -dijo el francés en impecable inglés-. Este pequeño objeto está fabricado en algún momento entre 1880 y 1900. Probablemente nunca haya estado a bordo de un barco. Se produjeron muchos como éstos, para adorno de los hogares más pudientes. -Luego se encogió de hombros-. But by all means -añadió-. Pretty little thing.

Yngvar decidió asignar más confianza a la saga familiar que a un viajero francés cualquiera. El reloj de arena había estado sobre la repisa de la chimenea de sus abuelos, intocable para todo el que tuviera menos de veintiún años; una valorada joya que el padre, de cuando en cuando, se tomaba la molestia de colocar boca abajo para que el chiquillo viera caer los granos de arena, que brillaban en gris plateado contra el fino cristal soplado a mano, a través del orificio que, según la abuela, era más estrecho que un cabello.

Las carpetas, apiladas a lo largo de las paredes y a ambos lados del reloj de arena situado en medio del escritorio, relataban otra historia, mucho más tangible. El relato del asesinato de Fiona Helle contaba con un comienzo grotesco, pero con nada parecido a un final. Los cientos de interrogatorios a testigos, los incontables análisis técnicos, los informes personales, las fotografías y todas las consideraciones tácticas conducían a todas partes y, al mismo tiempo, a ningún sitio.

Yngvar no recordaba haber estado nunca sobre un suelo tan yermo.

Se acercaba a los cincuenta. La policía había sido su lugar de trabajo desde los veintidós. Había recorrido las calles como policía de orden público, había detenido a ladronzuelos y conductores borrachos como agente uniformado, había husmeado en la patrulla canina, por mera curiosidad, y había estado a disgusto tras su escritorio de la policía económica, hasta que por pura casualidad acabó en Kripos. Daba la impresión de que habían pasado ya un par de vidas. Evidentemente no recordaba todos sus casos, hacía mucho que había dejado de intentar llevar un archivo mental. Los asesinatos llegaron a ser demasiados, las violaciones excesivamente brutales. Con el tiempo las cifras perdieron el sentido. Sin embargo, había una cosa segura e irrecusable: algunas veces, todo se torcía. Así eran las cosas, Yngvar Stubø no perdía el tiempo rumiando las derrotas.