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Sin embargo, esto era diferente.

Por una vez no había visto a la víctima. Por una vez no había estado ahí desde el principio. Entró cojeando en el caso, desorientado y por la puerta trasera. En cierto modo eso lo ponía especialmente alerta. Lo notaba sobre todo durante las reuniones, los coloquios de creciente frustración colectiva en los que, por lo general, mantenía la boca cerrada: pensaba de modo diferente a ellos.

Los demás se dejaban enterrar por pistas que en realidad no existían. Con precisión y pulcritud intentaban montar un puzzle que nunca estaría completo, sencillamente porque las piezas mostraban cielo azul allí donde la policía buscaba las sombras oscuras de una foto nocturna. Aunque en total se habían encontrado treinta y cuatro huellas dactilares en la vivienda de Fiona Helle, nada indicaba que una sola de ellas perteneciera al asesino. Una inexplicable colilla de cigarrillo junto a la puerta principal tampoco señalaba ninguna dirección determinada; los últimos análisis mostraban que debía de llevar allí varias semanas. Las huellas en la nieve podían tacharlas con una gruesa línea roja, por lo menos hasta que no pudieran combinarlas con alguna otra información sobre el asesino. La sangre del lugar de los hechos tampoco proporcionaba nada sobre lo que se pudiera seguir construyendo. Provenía exclusivamente de Fiona Helle. Los restos de saliva sobre la superficie de la mesa, el cabello sobre la alfombra y la grasienta huella de color rosa pálido sobre la copa de vino no contaban más que la historia, completamente común, de una mujer que había pasado tranquilamente la tarde en el despacho de su casa revisando el correo de la semana.

– Un asesino fantasma -dijo Sigmund Berli sonriendo desde el umbral de la puerta-. Te juro que estoy empezando a creerme la monserga de la gente de Romerike. Eso de que fue un suicidio.

– Impresionante -sonrió Yngvar de vuelta-. Primero se estranguló ella misma hasta casi perder la vida, y luego se rebanó la lengua antes de sentarse aplicadamente a esperar la muerte por pérdida de sangre. Para después reanimarse por un instante y dejar la lengua preparada en un bello paquetito de papel rojo. Original, cuanto menos. Por cierto, ¿cómo va? La colaboración, quiero decir.

– Son buena gente…, los chicos de Romerike. Un gran distrito, ya sabes. Obviamente tienen que pavonearse un poco, de vez en cuando. Pero da la impresión de que ante todo se alegran de que estemos implicados en el caso.

– Ajá…

Sigmund Berli se sentó y acercó la silla al escritorio.

– Han seleccionado a Snorre para participar en una gran competición de jockey sobre hielo este fin de semana -dijo, asintiendo elocuentemente con la cabeza-. No tiene más que ocho años, ¡y ya ha entrado en el primer equipo! ¡Con los chicos de diez!

– Creía que no hacían jerarquías en los equipos con chicos tan pequeños.

– Eso no es más que una tontería que se le ha ocurrido a la Asociación Nacional de Deporte. No se puede pensar así, sabes. El chiquillo vive para el jockey sobre hielo, todo el día… ¡El otro día durmió con los patines puestos! Si no se hacen cargo ya de la seriedad de la competición, se quedan atrás.

– Bueno, bueno. El hijo es tuyo. Aunque yo no hubiera…

– ¿Adonde nos dirigimos? -le interrumpió Sigmund pasando la mirada por las carpetas y las pilas de documentos-. ¿Adonde carajo nos dirigimos con este caso?

Yngvar no respondió. En su lugar le dio la vuelta al reloj de arena e intentó contar los segundos. A la arena le llevaba un minuto y cuatro segundos atravesar el cuello del cristal, eso ya lo sabía de chico. Un error de fabricación, suponía, y contó en voz alta:

– Cincuenta y dos. Cincuenta y tres. Y ya se ha vaciado. Siempre falla. -Le dio una vez más la vuelta al reloj-. Uno. Dos. Tres.

– ¡Yngvar! Corta el rollo. ¿La vigilia nocturna te ha sorbido los sesos o qué?

– No. Ragnhild es preciosa. Nueve. Diez.

– ¿Adonde nos dirigimos, Yngvar? -Ahora la voz de Sigmund se había vuelto insistente, y se inclinó hacia su colega antes de proseguir-: Joder, no tenemos ni una puta pista. Ninguna pista técnica, pero tampoco ninguna táctica, por lo que entiendo. Ayer y hoy he repasado todos los interrogatorios que tenemos. Fiona Helle era una mujer apreciada…, por la mayoría. Una señora graciosa, dice la gente. Pintoresca. Muchos destacan que resultaba especialmente emocionante por lo versátil que era. Cultivada e interesada en las formas de expresión cultural más refinadas. Pero a la vez leía tebeos y amaba El señor de los anillos.

– La gente que tiene tanto éxito como Fiona Helle siempre tiene…

Yngvar buscaba las palabras.

– Enemigos -propuso Sigmund.

– No. No necesariamente. Sino gente con la que está peleada. Siempre hay alguno que se siente ninguneado por este tipo de personas. Ignorado. Para colmo, Fiona Helle brillaba con mucha fuerza. Pero, a pesar de todo, me cuesta imaginar que algún empleado de la televisión, ofendido y con ambiciones de liderar los programas de entretenimiento de los sábados, pudiera llegar tan lejos como… -Señaló el corcho de la pared con la cabeza, donde la fotografía de una Fiona Helle despatarrada y con el pecho al descubierto chillaba hacia ellos en tamaño póster-. Me convence más que la respuesta esté aquí -dijo Yngvar, que sacó un fajo de copias de cartas metidas primorosamente en un sobre rojo-. He seleccionado veinte cartas. Al tuntún, en realidad. Para hacerme una idea del tipo de gente que escribía a Fiona Helle.

Sigmund frunció el ceño en señal de interrogación y cogió la primera carta.

– «Querida Fiona -leyó en voz alta-. Soy una chica de veintidós años de Hemnesberget. Hace tres años averigüé que mi padre era un marinero de Venezuela. Mi madre dise que era un mierda que la avandonó y nunca volvió a dar seniales de vida…» -Sigmund se rascó la oreja-. Joder, no sabe escribir -masculló antes de seguir leyendo-: «… después de saber que iba a naser yo. Pero hay una señora aquí en la tienda del pueblo que dice que Juan María era un buen tipo y que fue mamá la que quizo que…».

Sigmund se quedó observando la punta de su dedo. Un bulto amarillo sucio parecía fascinarle, se quedó callado varios segundos antes de limpiarse en la tela de las perneras.

– ¿Son todas tan desamparadas como ésta? -preguntó.

– Yo no diría que ésa es desamparada -dijo Yngvar-. Al fin y al cabo, ha tomado una iniciativa de importancia. Su falta de conocimientos de ortografía y gramática no le ha impedido llevar a cabo por su cuenta una investigación bastante completa. De hecho sabe dónde vive el padre. La carta es un ruego para que Fiona en faena se encargue del caso. La chiquilla tiene pánico de que la rechacen, y piensa que las posibilidades de que el padre quiera saber de ella son mayores si todo sale en la tele.

– Por Dios -dijo Sigmund cogiendo otra carta.

– Esa es de un calibre completamente distinto -dijo Yngvar mientras los ojos de su colega recorrían el papel-. Un dentista que se expresa muy bien y que está acercándose a la edad de la jubilación. No era más que un chiquillo durante la guerra, vivía en la parte este de Oslo y, en el cuarenta y cinco, demacrado, falto de sangre y huérfano, lo enviaron al campo para que engordara. Allí conoció a…