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– Fiona Helle jugaba con fuego -lo interrumpió Sigmund hojeando el resto de las cartas-. Esto es…

– Son destinos -dijo Yngvar con ligereza y abrió los brazos de par en par-. Cada una de las cartas que recibía esa señora, y la verdad es que no eran pocas, eran relatos de vidas transcurridas en la pena y la añoranza. En la desesperación. Por otro lado, también ha ganado dinero. Al final surgió el debate de siempre. Por un lado los intelectuales esnobs, con mal disimulado desdén, se distanciaban de este tipo de abuso cometido en perjuicio de la plebe ignorante. Por el otro, estaba el «Pueblo»… -en ese momento dibujó una P mayúscula en el aire- que opinaba que lo que tenía que hacer el esnob era callarse la boca y apagar el televisor si no le gustaba lo que veía.

– En eso quizá tengan razón -murmuró Sigmund.

– Supongo que los dos frentes llevaban algo de razón, pero como siempre el debate no llevó a ningún sitio. Nada más que gritos y chillidos y, para el programa, un índice de audiencia aún mayor, claro. Y en defensa de Fiona Helle hay que decir que la criba de los muy pocos que de hecho llegaban a las pantallas era muy estricta. Tenían al menos tres psicólogos en la redacción y cada uno de los participantes tenía que pasar una especie de screening. Un asunto bastante cuidado, por lo que puedo entender.

– ¿Y los que no eran seleccionados?

– Justo. Hay gente ahí fuera que ponía toda su vida en una carta a Fiona Helle. Muchas de esas cartas contienen historias que nunca antes habían contado a nadie. Debía de ser bastante doloroso ser rechazado, y eso es lo que le pasaba a la mayoría. Sobre todo dado que la redacción no tenía capacidad para responder a todo el mundo. Algunos de los críticos alegaron también que… -Yngvar se sacó del bolsillo del pecho una funda de puro de aluminio mate; la abrió cuidadosamente, sacó un puro y se lo llevó bajo la nariz-, que Fiona Helle se convertía en un dios -dijo-. Un dios que respondía con silencio a los rezos de los desesperados.

– Bastante dramático.

– Más bien melodramático. Sí, señor.

Yngvar volvió a meter el puro cuidadosamente en la funda.

– Pero un poquitito verdad, como suele decir Kristiane cuando la pillamos mintiendo.

Sigmund soltó una carcajada,

– Mis chicos lo niegan todo en redondo sin excepción. Aunque los pille con las manos en la masa y se acumulen las pruebas. Duros como una piedra. Al menos Snorre. -Se pasó tímidamente la mano por la coronilla-. El más joven -explicó-. El que se parece a mí.

– Así que tenemos -dijo Yngvar, suspirando- un número desconocido de personas que tienen sus razones para estar, al menos…, decepcionadas con Fiona Helle.

– Decepcionadas -repitió Sigmund-. Me parece que nos estamos quedando un poco cortos…

De nuevo le echaron un ojo a la fotografía de la difunta.

– Sí. Por eso he iniciado una diminuta investigación por mi cuenta. Me gustaría saber lo que les ha pasado a los que sí recibieron ayuda de Fiona. Todos aquellos que tuvieron sus quince minutos de gloria y conocieron a su madre biológica de Corea del Sur, a su padre desaparecido en Argentina, a la hija que dieron en adopción en Drøbak y Dios sabrá qué más… A todos aquellos que vieron cambiar su vida en horario de máxima audiencia.

– ¿No hay ya algo así?

– No. Lo cierto es que no.

– Pero ¿el canal NRK no ha seguido el caso de todos los que…?

– No.

Sigmund se recostó en la silla. Se quedó mirando la funda de puros que había vuelto a su sitio en el bolsillo de Yngvar.

– ¿No lo habías dejado? -dijo Sigmund con cansancio.

– ¿Cómo? Ah. Te refieres a esto. Sólo lo huelo. Por una vieja costumbre. Ya nunca fumo. Se me hace muy pesado salir cada vez a la terraza. Sobre todo con los puros. Lleva su tiempo llegar al final de uno de éstos.

– Pero oye… -dijo Sigmund.

– Sí.

– ¿Crees que todo el trabajo que le hemos echado a las pruebas técnicas ha sido en balde?

Yngvar se rió entre clientes y se llevó el puño a la boca antes de ponerse a toser.

– Restos -explicó-. Restos del maldito tabaco. Hizo una mueca, tragó y prosiguió-: Por supuesto que no. Las investigaciones técnicas nunca son en balde. Pero ya que en ese ámbito parece todo estancado, por lo menos por ahora, creo que deberíamos empezar por el otro lado. En vez de trabajar sólo desde el lugar de los hechos hacia fuera, deberíamos empezar ahí fuera. E ir avanzando hacia dentro. Si tenemos suerte, podemos encontrar a alguien que tenga motivos. Un móvil lo suficientemente consistente y significativo, quiero decir.

– ¿Te vas? ¿Tan pronto?

Yngvar se había levantado y ya estaba junto a la gabardina que colgaba, lacia y sin lavar, de un perchero junto a la ventana.

– Sí -dijo con seriedad al ponerse el abrigo-. Soy un padre moderno. A partir de ahora, pienso irme del trabajo todos los días a las tres, para estar con mi hijita. Todos los días.

– ¿Qué?

– Bromeaba, tonto.

Yngvar golpeó al colega en el hombro y, al desaparecer por el pasillo, gritó:

– ¡Que paséis todos un buen fin de semana!

– Qué coño estoy haciendo aquí -murmuró Sigmund mirando la puerta que se había cerrado de golpe tras Yngvar-. Éste ni siquiera es mi despacho.

Luego echó un ojo al reloj. Ya eran las cinco y media. No tenía ni idea de cómo se había pasado el día.

La mujer rubia, vestida con un traje chaqueta de Armani y zapatillas deportivas, estaba satisfecha cuando salió del taxi. Todavía quedaba más de media hora para la medianoche y estaba prácticamente sobria. En la entrevista que iba a salir en la edición del día siguiente del diario VG decía que Vibeke Heinerback entendió que ya era una adulta cuando empezó a retirarse pronto de las fiestas en consideración a la productividad del día siguiente. Le gustaba la expresión: «productividad del día siguiente». La había acuñado ella misma. Decía algo de ella, tanto política como personalmente.

Las zapatillas eran todo menos adecuadas para el traje chaqueta. Pero con un dedo del pie roto, las posibilidades eran muy escasas y, por suerte, los productores de la televisión no habían cortado la parte del talk-show en la que comentaba su propia falta de elegancia coqueteando con el hecho de que aún no tenía más de veintiséis años. Y que se había roto el dedo jugando con un sobrino. No era del todo cierto, claro, pero estaba permitido retocar los detalles pequeños. El público del estudio, en todo caso, se rió cálidamente, y Vibeke Heinerback sonrió al intentar meter la llave en la puerta de entrada.

Había sido una buena semana.

Políticamente. Personalmente. En todos los sentidos.

A pesar del dedo dolorido.

La oscuridad era irritante. Miró hacia arriba. La luz de fuera no funcionaba, apenas veía la bombilla rota. Un poco asustada se miró por encima del hombro. También la luz junto a la verja estaba muerta. Intentó mantener el peso sobre el pie bueno mientras se llevaba el manojo de llaves a los ojos para comprobar que no había elegido la llave equivocada.

Nunca llegó a saberlo.

Vibeke Heinerback fue encontrada a la mañana siguiente por su novio, que había vuelto a casa dando tumbos de la despedida de soltero de su hermano, en autobús y taxi.

Estaba sentada en la cama. Desnuda. Tenía las manos clavadas a la pared tras el cabecero de la cama. Tenía las piernas abiertas de par en par y daba la impresión de que alguien había intentado meterle un libro por la vagina.

Al principio el novio de Vibeke Heinerback no se fijó en este detalle. Le liberó las manos, vomitó concienzudamente por todas partes y después arrastró el cadáver hasta el suelo, como si hubiera sido la cama la que la había atacado tan brutalmente. Pasó más de media hora hasta que se recuperó lo suficiente como para llamar a la policía.

A esas alturas, finalmente había descubierto el libro verde que estaba atrapado entre los muslos de Vibeke Heinerback.