Bebieron en silencio. El humo se extendía bajo el techo como una agradable manta de agradable aroma.
– ¿Tienes a alguien que presente la petición?
– ¿Para qué se tiene a los jóvenes abogados fáciles de manipular…?
Sonrieron sin mirarse.
– Asegúrate de que llegue al juzgado el miércoles -dijo Bjørn Busk-. Ni antes ni después. En ese caso por lo menos hay alguna probabilidad de que acabe sobre mi mesa. Pero no puedo prometerte nada.
– Gracias -dijo Yngvar haciendo gesto de querer marcharse.
– Quédate -dijo Bjørn-. Quédate un rato, ¿no? Nos queda bebida en la copa y la caja de puros está llena.
Los dedos martillearon contra la tapa. Yngvar se recostó de nuevo en el sillón. Puso las piernas sobre el puf.
– Ya que insistes -dijo cerrando los ojos-. Si te atreves a tenerme aquí…
– Está lloviendo a cántaros -dijo Bjørn Busk-. Esta casa no va a arder esta noche.
Capítulo 17
Le producía cierta satisfacción que tuvieran miedo.
Había visto su angustia, aunque ya no se tomaba la molestia de comprobarlo con la misma frecuencia que antes. Cada noche a eso de las siete, metían a la pequeña en el coche y conducían un par de kilómetros hasta la casa en la que creció Inger Johanne. La niña rara, la que siempre iba cargando con un cochecito de bomberos para el que ya hacía mucho que era mayor, vivía con su padre. Iba con frecuencia de visita a la calle Hauge, pero, por lo que Wencke Bencke podía entender, nunca dormía ahí.
No tenía mucha importancia.
Las cosas habían cambiado.
Todo.
Era domingo 21 de marzo y ella estaba ordenando su piso. Los últimos tiempos habían sido muy ajetreados. No sólo trabajaba duro con el manuscrito, sino que también las entrevistas y las apariciones en televisión le llevaban tiempo. Los últimos días apenas había pasado por casa más que para cambiarse la ropa, que ahora estaba tirada por las sillas del salón y por el suelo del dormitorio.
Habían vuelto a aparecer viejos amigos. No es que con el tiempo se hubieran vuelto más interesantes, pero por lo menos habían cambiado de actitud. En realidad no tenía la menor importancia. Ella se encogía de hombros ante todos aquellos que de nuevo llamaban a la puerta, alentados por la atención que ahora recibía Wencke Bencke.
Lo importante era que por fin la tomaban en serio. Era una experta. No en ficción, sino en la realidad. Ya no era la encarnación del concepto de comercialidad y ligereza, la marca de identidad de una cultura en decadencia. Ahora se había convertido en una escéptica, una fuerza de resistencia; una contertulia crítica con la autoridad, instruida y elegante en el uso del lenguaje.
Estaba casi irreconocible. Incluso para ella misma.
En el cuarto de baño se detuvo y se miró al espejo. Parecía mayor que antes. Debía de ser por la pérdida de peso. Las arrugas ya no sólo se abrían formando flechas desde los ojos, sino que recorrían también sus pómulos, como si la piel de la cara pesara un poco de más.
Tampoco tenía importancia. La edad le confería profundidad a sus análisis, pese a los muchos comentarios que le solicitaban y que ella hacía encantada. Ya no se trataba sólo de los asesinatos en serie. Un espectáculo de desaparición en el este del país, un feo caso de violación en Trondheim y un sensacional atraco a un banco en Stavanger; Wencke Bencke era la experta a quien todo el mundo estaba deseando escuchar.
Y había sido el asesinato de Fiona Helle lo que lo había desencadenado todo.
Wencke Bencke abrió el cajón en el que guardaba su nuevo maquillaje. No estaba acostumbrada a esas cosas. Se llevó la sombra de ojos tentativamente a las cortas pestañas.
No acertó.
Pensar en Fiona Helle siempre le hacía perder el pulso. Procuró respirar más despacio y abrió el grifo. El agua fría sobre las muñecas hizo que se le aclarara la cabeza.
En realidad no se había alegrado cuando leyó acerca del crimen, parecía que hacía ya una eternidad. El sentimiento que tuvo entonces fue más bien de furia dirigida contra la víctima. Recordaba aquella noche con extraña nitidez. Era un miércoles de enero. El aire olía a asfalto, una cuadrilla había estado reparando la calle frente a su casa. Estaba intranquila, pero no era capaz de hacer otra cosa que deambular de silla en silla frente a la gran ventana panorámica con vistas a la bahía y al cabo Ferrat.
La deplorable línea de Internet casi le había impedido navegar por las noticias de Noruega del día. Cuando por fin consiguió conectarse, se quedó sentada toda la noche.
Ocurrió algo.
Si con anterioridad se había irritado y alguna vez se había sentido incluso provocada, en esta ocasión sintió una furia que lo absorbía todo.
Fiona Helle vendía el destino de los demás para conseguir su propio éxito. El programa la afectaba a ella misma, a Wencke Bencke, porque jugaba con la biología y con mentiras que habían durando toda la vida. Era sobre ella misma sobre quien escupía Fiona Helle cuando, a lo largo de su ligero programa de una hora de duración, entretenía al público a costa de los vulnerables sueños de la gente, los sueños de Wencke Bencke, tal y como fueron en algún momento, aunque ella nunca se hubiera atrevido a reconocerlo.
«Tengo que aprender a hacer esto, pensó metiendo el cepillo de la sombra de ojos en el contenido grasiento y negro del cilindro plateado. Todavía no soy vieja. Me queda mucho por hacer y estoy en proceso de cambio. Ya no soy una observadora; ahora soy observada. Tengo que aprender a arreglarme».
Hacía diez años, cuando su verdadera historia apareció en un documento amarillento, ya estaba paralizada. Iba camino de volverse invisible. No pertenecía a ningún sitio. Nadie quería saber nada de ella; escribía libros que leía todo el mundo, pero que nadie quería reconocer. Su padre era un parásito, quería dinero, dinero y dinero. Su falsa madre apenas le dirigía la palabra y no entendía nada de lo que llamaba «las horribles historietas de Wencke».
Su auténtica madre, la mujer que la parió con dolor y más tarde murió, habría estado orgullosa de ella. La habría amado, a pesar de la pesadez de su cuerpo, de su cara poco agraciada y de un carácter cada vez más cerrado.
Su madre habría colocado sus novelas en la estantería del salón, y quizás hubiera hecho un libro de recortes.
No había tenido fuerzas para averiguar nada más. Wencke Bencke no sabía nada sobre la mujer que murió veinte minutos después de que naciera la hija. En su lugar, empezó a llevar un archivo sobre otras personas. Se volvió mejor escritora.
Y cada vez era más invisible.
El mundo ya no le incumbía, del mismo modo que ella ya no le incumbía al mundo.
Pero eso era entonces. No ahora.
No tenía sentido intentar maquillarse. Las manos parecían demasiado grandes; no estaban hechas al diminuto pincel de la cajita de la sombra de ojos. Además, el pintalabios era demasiado fuerte, demasiado rojo.
Olía mucho a asfalto, recordaba; aquella noche en Villefranche. Alquitrán mojado y pegajoso, mezclado con el mar salado y la lluvia de la noche. Se acostó de madrugada, pero no lograba dormir. En su mente rondaba una idea que no conseguía apresar y que le llevó ocho días comprender. Todos estos años -había pensado entonces-, todos los años de trabajo sin descanso que no le habían proporcionado más que dinero e incomodidades. Y de pronto estaba ahí, ante ella, como una nueva y brillante posibilidad. Todos los preparativos ya estaban hechos. No había más que empezar. La lengua de Fiona Helle había sido sajada y empaquetada diligentemente. Wencke Bencke sonrió con frialdad al leerlo; después rió furiosa y recordó otro caso, de otro mundo, seis años antes. Recordó a un hombre de ojos intensos, energía extrema e historias fascinantes. Recordó cómo había ido avanzando posiciones en el auditorio por cada conferencia, haciendo preguntas y sabias reflexiones. Él se limitaba a sonreír huidizamente y se inclinaba sobre una morena mientras citaba a Longfellow y guiñaba el ojo. Wencke Bencke le regaló un libro con una respetuosa dedicatoria. Él se lo dejó sobre el escritorio. Por las noches lo seguía; iba a algún pub, montaba jarana y contaba historias rodeado de mujeres que se turnaban para llevárselo a casa.