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Ulteriores investigaciones mostrarían que se trataba de un ejemplar del Corán encuadernado en cuero.

Capítulo 4

La mujer del asiento 16 A parecía simpática. Tenía sed de café y leía periódicos británicos. El auxiliar de vuelo no conseguía adivinar su procedencia. La mayoría de los pasajeros a bordo eran suecos, pero una alborotadora familia danesa que iba en la penúltima fila le estaba poniendo las cosas difíciles al resto de los pasajeros. También había detectado a varios noruegos. A pesar de que ni de lejos era temporada alta, había gente más que suficiente dispuesta a lanzarse a un vuelo directo a Niza a precio de saldo.

En realidad estaba pensando en dejarlo. El peso siempre había sido un problema, y ahora los compañeros habían empezado a lanzarle indirectas. Por mucho que se esforzara y por poco que comiera: los números digitales del peso del baño amenazaban con pasar, en cualquier momento, a las cifras límite.

Era un placer llevar en vuelos como éstos a señoras como la del 16 A.

Era más morena que la mayoría de los escandinavos. Tenía los ojos marrones y ella tampoco debía de estar del todo satisfecha con su peso. Corpulenta y bastante pesada, daba ante todo la impresión de ser fuerte. Fornida, pensó después de un rato. Es una mujer fornida.

Sin duda le encantaba el café.

Además tenía la bendición de no tener hijos, y no se quejaba de nada.

El cadáver seguía caliente.

En todo caso, pensaba el guarda del aparcamiento de Gallerian, no podían haber pasado más de dos horas desde que la prostituta se despidió cortésmente. Quizá de todos modos se equivocaba. No era un experto. Eso tenía que admitirlo, aunque fuera la segunda vez en menos de tres meses que tenía que llamar a la policía porque una pobre mujer había decidido ponerse su última inyección resguardada del frío viento invernal que azotaba las calles de Estocolmo y obligaba a la gente a vestirse como exploradores polares. El considerable calor que hacía en las escaleras hacía que fuera difícil de saber.

Pero no podía llevar allí mucho tiempo.

«Cuando no puedas mirar hacia delante ni hacia atrás, ¡mira hacia arriba en esta vida!»

Las sabias palabras brillaban en rotulador rojo en la pared. La prostituta se había tomado el consejo al pie de la letra. Estaba tumbada de costado con la cabeza apoyada sobre el brazo derecho y las rodillas encogidas, como si alguien la hubiera afianzado colocándola de costado a fin de permitir que la muerte llegara suavemente. Pero tenía la cara vuelta hacia arriba, con los ojos abiertos y una expresión de ligera sorpresa, casi de felicidad.

Paz, pensó el guarda, y sacó el móvil. La mujer parecía haber encontrado sosiego. Desde luego, el hombre estaba harto de echar a patadas a las prostitutas del gran edificio del aparcamiento, pero en el fondo de su corazón lo sentía por ellas. Su lacerante existencia lo hacía consciente de las alegrías de su propia vida. Tenía un trabajo aburrido y monótono, pero su mujer era guapa y los niños iban por buen camino. Podía permitirse tomar unas cervezas los domingos y ponía toda su honra en no desentenderse de las facturas domésticas.

La cobertura del móvil allí abajo era deplorable.

La reconocía, era una de las fijas. Daba la impresión de que vivía aquí, en el fondo del hueco de las escaleras, en un cuarto de apenas cinco metros cuadrados en el que las rayas rojas y azules seguramente pretendían crear luz y vida. Una maleta se hallaba tirada en un rincón, tres periódicos y una revista estaban metidos debajo de un saco de dormir enrollado, justo debajo de la escalera. Una botella de Ramlösa se había volcado a sus espaldas.

El guarda del aparcamiento subió las escaleras. El asma le estaba dando problemas y se detuvo un momento para recuperar el aliento. Pero llegó arriba y abrió la portezuela hacia la plaza de Brunkeberg.

Las colegas de la mujer ya estaban en plena actividad. Vio a dos de ellas, ateridas y escuálidas; una se montó en un BMW que inmediatamente aceleró en dirección a la plaza de Sergel.

Por fin consiguió contactar con la policía. Le prometieron que estarían allí al cabo de media hora.

– Seguro -murmuró malhumorado, y colgó; la última vez se había pasado más de una hora solo con el cadáver.

Se encendió un cigarrillo. La otra mujer, que llevaba medias finas y pieles falsas, recibió un pellizco al otro lado de la plaza.

La puta muerta no era tan pequeña. Al contrario, se dijo, y le pegó una profunda calada al cigarro. Era más bien de las rellenitas. Ésas eran menos frecuentes. Las prostitutas solían encogerse con los años; por cada inyección que se metían, por cada pastilla que tragaban, se hacían más chicas y flacas. Quizá su puta se acordara de comer de vez en cuando, entre los viajes y la toma de las dosis.

Debería volver a bajar para vigilar.

Sin embargo, en vez de hacerlo, encendió otro cigarrillo y se quedó esperando en el frío hasta que por fin llegó la policía. Les llevó unos segundos confirmar lo que el guarda del aparcamiento ya sabía: la mujer estaba muerta. Se llamó a una ambulancia y se llevaron el cadáver.

Katinka Olsson sería incinerada tres días más tarde y nadie se tomó la molestia de poner una lápida sobre los restos de la prostituta de casi cuarenta años. Los cuatro niños que había traído al mundo antes de cumplir los treinta nunca sabrían que su madre biológica llevaba, en un monedero en el que por lo demás no había nada más, fotos de cada de uno de ellos de cuando eran bebés; fotografías descoloridas de bordes irregulares y gastados, la única fortuna de Katinka Olsson.

Murió de sobredosis, y nadie iba nunca a preguntar por ella. Nadie guardaría luto por Katinka y nadie se sorprendería nunca de que una prostituta callejera oliera agradablemente a limpio y llevara ropa recién lavada aunque gastada.

Nadie.

El hogar de Vibeke Heinerback le sorprendía.

Allí de pie, en medio de un salón relativamente grande, Ingvar Stubø tuvo la sensación de estar ante una persona mucho más compleja de lo que los medios de comunicación habían conseguido nunca insinuar.

Ahora que lo pensaba, no recordaba haber visto nunca un reportaje sobre la casa de Vibeke Heinerback. Stubø había empleado las horas de la mañana en repasar una considerable pila de entrevistas y otros recortes, una reproducción colorida y brillante de una vida aparentemente feliz.

Cuando el novio le pidió la mano, la pareja se marchó a París con la revista Se og hør. Las fotos de los dos, en un constante abrazo junto a la Torre Eiffel, bajo el Arco del Triunfo, ante las tiendas de marca de los Campos Elíseos y callejeando por Montmartre, hacían pensar en los pósteres de publicidad de los años setenta. Vibeke y Trond eran de un rubio pálido e iban vestidos anodinamente. Llevaban pulseras de autoestima a juego con camisas de dibujos sicodélicos en color pastel. Sólo las copas de vino, alzadas en un par de las fotografías, quebraban la ilusión. Deberían haber sido botellas de Coca-Cola.

Cuando Vibeke Heinerback fue elegida como líder del partido, la más joven de Noruega, permitió que un compacto grupo de periodistas la acompañaran a la cama al salir del congreso del partido. Tanto los periódicos como las revistas enfocaron alegremente sobre el baño nocturno. Con la pierna izquierda, bien formada y depilada, apoyada sobre el canto de la bañera, en un mar de espuma rosa, Vibeke elevaba la copa de champán hacia los lectores. Según el pie de foto de esa imagen, estaba completamente agotada.

La escena parecía sacada de una habitación de hotel.

Vibeke Heinerback constituía el concepto mismo de éxito joven y escandinavo. Un par de años en la Facultad de Ciencias económicas fue toda la educación que alcanzó a recibir antes de que la política la absorbiera totalmente. Llevaba zapatos de tacón en el lodazal que se forma en invierno en la calle Karl Johan, pero también se dejaba fotografiar calzada con botas de lluvia en el campo de Marca. En el Parlamento siempre iba impecable. Seguía estrictamente el código del vestir en los debates transmitidos por la televisión, pero cuando tomaba parte en programas más ligeros, ostentaba un gusto que el año anterior le había valido el tercer puesto en la lista de mujeres más elegantes de Noruega. «Tiene tanto gusto para los detalles descarados», dijo el jurado con admiración. Y por supuesto que iba a tener niños, más adelante, le sonrió al impertinente periodista, y siguió escalando en un partido que, en los días en que las encuestas le eran favorables, triunfaba por poco margen sobre los demás.