– ¿Crees que es buena idea? -preguntó Dan inquieto-. Quizá a ella no le apetezca lo más mínimo. Puede que incluso se enfade.
– No me digas que un hombre alto y fuerte como tú se echa a temblar ante la ira de una pobre mujer -bromeó Erica mirando a Dan, cuyo aspecto imponía, sin duda.
– Pero es verdad que me parezco mucho, ¿no? -Dan adoptó una pose ridículamente artificial, antes de romper a reír-. No, creo que tienes razón. Y mis días de guaperas han terminado para siempre. Supongo que necesitaba eliminarlo del sistema…
– Bueno, tanto Patrik como yo deseamos que llegue el día en que nos traigas a una novia con la que se pueda mantener una conversación.
– Quieres decir, teniendo en cuenta el alto nivel intelectual reinante en esta casa… Por cierto, ¿cómo van las cosas en el programa Hotel Paradise? ¿Siguen dentro tus favoritos? ¿Quién llegará a la final? Tú que eres fiel telespectadora, sabrás ponerme al día de lo que pasa en ese programa cultural que constituye un reto para tu cerebro ansioso de conocimiento. Y Patrik… bueno, él podrá decirme algo sobre la quiniela. Eso son matemáticas avanzadas.
– Ja, ja, ja. Tú ganas -le dijo Erica dándole un puñetazo en el brazo-. Anda, sube y haz algo de provecho. Quién sabe si, al final, no me vas a ser útil.
– ¿Estás segura de que Patrik sabe lo que hace? Creo que tendré una charla con él sobre lo sensato que puede ser llevarte al altar. -Dan ya había subido la mitad de las escaleras y le hablaba por encima del hombro.
– Muy gracioso… ¡Anda, sube ya!
A Dan se le atragantó la risa en la garganta en los últimos peldaños. Apenas había visto a Anna desde que fue con los niños a vivir a casa de Erica y Patrik. Al igual que el resto del país, había leído acerca de la tragedia en los diarios, pero cuando iba a ver a Erica, Anna se quedaba en su habitación. Por lo que Erica le decía, pasaba allí encerrada la mayor parte del tiempo.
Llamó discretamente, pero no obtuvo respuesta. Volvió a llamar.
– ¿Anna? ¿Hola? Soy Dan, ¿puedo entrar? -Anna seguía sin contestar y él se quedó fuera, desconcertado. La situación no le resultaba cómoda en absoluto, pero le había prometido a Erica que le ayudaría y no le quedaba más remedio que intentarlo. Respiró hondo y empujó la puerta. Anna estaba tendida en la cama, despierta. Clavaba en el techo la mirada vacía y tenía las manos cruzadas sobre el estómago. Ni siquiera miró a Dan cuando entró. Este se sentó en el borde de la cama. Ella seguía sin reaccionar.
– ¿Qué tal? ¿Cómo estás?
– ¿A ti cómo te parece que estoy? -respondió Anna sin apartar la vista del techo.
– Pues nada bien. Erica está preocupada por ti.
– Erica siempre está preocupada por mí -respondió Anna.
Dan sonrió.
– Sí, desde luego, en eso tienes razón. Es un poco como una madre sobreprotectora, ¿no?
– Y que lo digas -respondió Anna mirando a Dan.
– Pero su intención es buena. Y ahora está más preocupada que de costumbre, diría yo.
– Sí, claro, ya lo sé -dijo Anna exhalando un suspiro. Un suspiro largo y profundo que pareció liberar mucho más que un poco de aire-. Es que no sé cómo salir de esto. Es como si me hubiese quedado sin un ápice de energía. Y no siento nada. Nada en absoluto. No estoy triste. Y no estoy contenta. Simplemente, no siento nada.
– ¿Has hablado con alguien?
– ¿Te refieres a un psicólogo o algo así? Sí, Erica también insiste en ello. Pero tampoco para eso tengo fuerzas, no me veo hablando con un extraño. Sobre Lucas y sobre mí. No podré.
– Y ¿conmigo…? -Dan dudó un instante y se movió inquieto en el borde de la cama-. ¿Podrías plantearte hablar conmigo? No es que nos conozcamos mucho tú y yo, pero desde luego no soy un extraño.
Calló y aguardó tenso su respuesta. Esperaba que dijera que sí. De pronto, sintió un terrible instinto protector al ver su cuerpo demacrado y la mirada llena de ansiedad. Se parecía tanto a Erica aunque, al mismo tiempo, eran tan distintas… Una versión de Erica más asustadiza y más frágil.
– Pues… no lo sé -respondió Anna vacilante-. No sé qué podría decirte. Ni por dónde empezar.
– Podemos empezar por dar un paseo, ¿no? Si quieres hablar, hablas. Si no, pues caminamos un rato. ¿Te parece? -Al propio Dan le pareció que sonaba ansioso.
Anna se incorporó y se sentó despacio en la cama. Se quedó un rato de espaldas a él, hasta que se levantó.
– Vale. Daremos un paseo. Sólo un paseo.
– Vale -respondió Dan. Bajó la escalera delante de Anna y echó una ojeada a la cocina, donde oyó trajinar a Erica-. Vamos a dar una vuelta -le gritó. Con el rabillo del ojo vio que Erica se esforzaba por fingir que aquello no tenía nada de extraordinario.
– Hace fresco fuera, así que más vale que te abrigues -le dijo a Anna, que, siguiendo su consejo, se puso una trenca beis y una bufanda color hueso.
– ¿Estás preparada? -le dijo, con la sensación de que la pregunta tenía más de una dimensión.
– Sí, eso creo -respondió Anna quedamente antes de salir al sol primaveral.
Oye, ¿tú crees que uno llega a acostumbrarse un día? -preguntó Martin cuando iban en el coche camino de Fjällbacka.
– No -respondió Patrik parcamente-. O al menos, eso espero. Y, de ser así, sería el momento de cambiar de profesión.
Tomó la curva de Langsjö a más velocidad de la recomendable y Martin se agarró convulsamente, como siempre, del asa del techo. Se dijo que no debía olvidar advertirle a la nueva compañera que se guardara de ir en el coche con Patrik. Aunque ya era tarde, claro, pues había acudido con él por la mañana al lugar del accidente, así que habría vivido ya su primera experiencia de proximidad con la muerte.
– ¿Qué tal es? -preguntó Martin.
– ¿Quién? -respondió Patrik, que parecía más distraído que de costumbre.
– La nueva, Hanna Kruse.
– Ah, sí, bien… -respondió Patrik.
– ¿Pero?
– ¿Cómo que pero? -Patrik volvió la vista hacia Martin, que se agarró al asa con más fuerza aún.
– ¡Oye, mira la carretera, coño! Bueno, me ha dado la impresión de que querías añadir algo.
– Bah, no sé -dijo Patrik, para alivio de Martin, ya con la vista en la carretera-. Es sólo que no estoy acostumbrado a la gente tan tremendamente… bueno, ambiciosa.
– ¿Y qué puñetas quieres decir con eso? -rió Martin, aunque sin poder ocultar que se sentía un tanto dolido.
– ¡Vamos, hombre! No te lo tomes a mal, no quiero decir que tú carezcas de ambición, pero Hanna es… ¿cómo describirla? ¡Superambiciosa!
– Superambiciosa -respondió Martin con escepticismo-. Tienes reservas hacia ella porque es ¡superambiciosa! ¿No podrías ser más explícito? Y además, ¿qué tienen de malo las chicas superambiciosas? No serás de los que piensan que la policía no es para mujeres, ¿verdad?
Patrik volvió a apartar la vista de la carretera para dirigirle a Martin una mirada de lo más desconfiada.
– Vamos a ver, ¿es que no me conoces en absoluto o qué? ¿Crees que soy un machista de mierda? Un machista cuya pareja gana el doble que él, en todo caso… Lo que quiero decir es que… ¡Bah! Da igual, ya te darás cuenta tú mismo.
Martin guardó silencio unos minutos, al cabo de los cuales preguntó:
– ¿Lo dices en serio? ¿Erica gana el doble que tú? Patrik se echó a reír.
– Ya sabía yo que eso te cerraría el pico. Pero, para ser sinceros, sólo en bruto, antes de las retenciones. Con las retenciones, todo va a parar a las arcas del Estado. Y es una suerte. Hacerse rico habría sido una puta pena.
Ahora fue Martin quien se echó a reír.
– Sí, qué triste destino. Nadie quiere exponerse a una cosa así.
– No, ya te digo -convino Patrik con una sonrisa, pero enseguida adoptó una expresión grave. Acababan de entrar en el barrio de Kullen, compuesto de altos edificios muy próximos unos a otros. Dejó el coche en el aparcamiento. Ambos permanecieron unos minutos sentados y en silencio. -Bueno, pues ya toca. Otra vez.