– Pues… -comenzó el policía que se había presentado como Patrik Hedström. Parecía vacilar y Sofie empezó a sentir un extraño nudo en el estómago. Sintió el impulso de taparse los oídos y empezar a canturrear, como hacía cuando era niña y sus padres discutían, pero sabía que ya no podía usar aquel recurso: ya no era una niña.
– Por desgracia, tenemos una noticia bastante triste. Marit Kaspersen falleció ayer por la tarde en un accidente de tráfico. Lo sentimos mucho -dijo Patrik Hedström por fin. Carraspeó un poco, pero sin apartar la mirada.
La sensación de vértigo se agudizó en el estómago de Sofie, que ahora trataba de asimilar lo que acababa de oír. ¡No podía ser cierto! Debía de tratarse de un error. Su madre no podía estar muerta. No, no podía ser. El fin de semana siguiente pensaban ir de compras a Uddevalla. Ya habían quedado. Ellas dos solas. Una de esas salidas sólo de madre e hija con la que su madre llevaba semanas dando la lata y que Sofie fingía despreciar pero que, en el fondo, la alegraba inmensamente. Un sordo zumbido resonaba en su cabeza y, a su lado, su padre jadeaba como si le faltase el aire.
– Debe de ser un error -oyó decir a su padre, como un eco de su propio pensamiento-. Ha debido de haber algún malentendido. ¡No puede ser que Marit esté muerta! -exclamó jadeante, como si hubiese estado corriendo.
– Sintiéndolo mucho, no hay duda. -Patrik guardó silencio, pero continuó al cabo de un instante-: Eh… yo mismo la identifiqué. La conocía de la tienda.
– Pero, pero… -Ola buscaba algo que decir, pero las palabras parecían rehuirlo. Sofie lo miraba sin saber qué pensar.
Hasta donde le alcanzaba la memoria, sus padres habían andado siempre a la gresca. Jamás se habría imaginado que hubiese en él un resto de sentimiento por su madre.
– ¿Qué…? ¿Qué pasó exactamente? -balbució Ola.
– Un accidente, al norte de Sannäs. Su vehículo fue el único involucrado.
– ¿El único? ¿Qué quiere decir? -preguntó Sofie con las manos convulsamente agarradas al borde de la mesa como si, en aquel momento, fuese lo único que la mantuviese en el mundo real-. ¿Dio un volantazo al ver un ciervo o algo así o qué? Si mi madre cogía el coche como dos veces al año… ¿Para qué habría cogido el coche ayer tarde? -Miró a los policías que tenía enfrente y sintió que el corazón se le desbocaba en el pecho. El modo en que bajaron la mirada indicaba claramente que había algo que no les habían contado. ¿Qué sería? Sofie aguardaba ansiosa la respuesta.
– Creemos que había bebido, que iba conduciendo borracha. Pero no lo sabemos con certeza, la investigación nos dará la respuesta -respondió Patrik Hedström mirándola directamente a los ojos. Sofie no daba crédito. La muchacha miró a su padre y luego de nuevo al policía.
– ¿Está de broma o qué? Eso no puede ser. Mi madre no probaba el alcohol. Ni una gota. Jamás la he visto tomar ni una copa de vino. Estaba totalmente en contra del alcohol. ¡Cuéntaselo, papá! -Sofie sintió nacer una vaga esperanza. ¡Aquélla no podía ser su madre! Miró animada a su padre. Ola se aclaró la garganta.
– Sí, así es. Marit jamás bebía. Ni durante todo el tiempo que estuvimos casados, ni, por lo que yo sé, tampoco después.
Sofie buscó su mirada, como para hallar en ella la confirmación de que también él abrigaba la misma esperanza, debía tratarse de un error. Sin embargo, tenía la sensación de que algo… iba mal… Desechó esta idea y se dirigió a Patrik y a Martin.
– Ahí lo tienen, en algo se han equivocado. ¡No puede ser mi madre! ¿Lo han comprobado con Kerstin? ¡Puede que esté en casa!
Los policías intercambiaron una mirada elocuente. El pelirrojo tomó la palabra.
– Ya hemos estado en casa de Kerstin. Al parecer, ella y Marit tuvieron una discusión ayer por la tarde. Tu madre salió enfadada y se llevó las llaves del coche. Kerstin no la había vuelto a ver desde entonces. Y… -Martin miró a su colega.
– Y yo estoy completamente seguro de que era Marit -finalizó Patrik-. La había visto en numerosas ocasiones, incluso en la tienda, y la reconocí de inmediato. En cambio, no sabemos si de verdad había bebido. Nos dio esa impresión sólo porque olía a alcohol en el asiento del conductor. Pero no lo podemos asegurar. De modo que cabe la posibilidad de que exista otra explicación y, seguramente, ustedes tengan razón. Pero no hay duda de que era tu madre, Sofie. Lo siento.
Volvió entonces aquella sensación desagradable que le invadió el estómago y que creció sin cesar, hasta que sintió la bilis en la garganta. También las lágrimas acudieron ahora a sus ojos. Notó la mano de su padre en el hombro, pero se zafó de ella bruscamente. Se interponían entre ellos todos los años de peleas. Todas las discusiones, tanto antes como después de la separación, las críticas y el despellejarse el uno al otro. Todo aquello se concentraba ahora en un punto de acero situado en medio del dolor. No tenía fuerzas para seguir escuchando. Tres pares de ojos se clavaron en la muchacha. Sofie echó a correr y huyó hacia la calle.
Al otro lado de la ventana se oían dos voces alegres y unas leves risas que atenuaron el sonido de la puerta al abrirse, hasta que las risas inundaron la casa. Erica no daba crédito a lo que veía. Anna sonreía, no de un modo forzado y por obligación, como hacía a veces ante los niños, sino con una sonrisa auténtica, de oreja a oreja. Ella y Dan hablaban animadamente y venían con las mejillas sonrosadas por el paseo que, a buen ritmo, habían dado bajo el sol primaveral.
– ¡Hola! ¿Lo habéis pasado bien? -preguntó Erica discreta mientras ponía la cafetera -Sí, ha sido estupendo -respondió Anna sonriéndole a Dan-. Una maravilla poder estirar las piernas un poco. Llegamos hasta Bräcke y volvimos. Hace un tiempo magnífico y los árboles ya están empezando a brotar y… -Tuvo que detenerse a tomar aliento, pues aún jadeaba después del veloz paseo.
– Y, sencillamente, nos lo hemos pasado bomba -concluyó Dan quitándose el anorak-. Bueno, qué, ¿hay café o lo vas a guardar para otros invitados?
– No digas tonterías, pensaba que nos tomaríamos un café los tres. Si tienes ánimo… -le dijo Erica a Anna, aún con la sensación de estar pisando una finísima capa de hielo cuando le hablaba a su hermana, pues temía romper la burbuja de alegría en la que ahora parecía encontrarse.
– Sí, la verdad, hacía mucho que no me sentía tan animada -respondió Anna sentándose a la mesa. Tomó el café que le ofrecía Erica, se puso un poco de leche y cogió la taza con ambas manos para calentarse-. Esto fue precisamente lo que me recomendó el médico -aseguró Anna con las mejillas encendidas.
A Erica le saltaba el corazón de alegría al ver sonreír a Anna. Hacía tanto tiempo desde la última vez… Desde que advirtió en los ojos de Anna algo distinto de aquella mirada triste y abatida. Miró a Dan llena de gratitud. Cuando le pidió que viniese a hablar con Anna, no tenía la certeza de estar haciendo lo correcto, pero sí la sensación de que, si alguien podía sacarla de su letargo, sería Dan. Erica llevaba varios meses intentándolo, pero al fin comprendió que ella no podría derribar el muro tras el que se había parapetado su hermana.
– Dan me preguntó cómo van los planes de la boda, pero he de admitir que no lo sé. Seguro que me lo has contado, pero, por desgracia, yo no he estado muy receptiva. Así que, cuéntanos, ¿cómo lo lleváis? ¿Lo tenéis ya todo reservado y listo? -Anna tomó un sorbo de café y miró a Erica con curiosidad.
Parecía tan joven, tan intacta… Como antes de conocer a Lucas. Erica se obligó a ahuyentar aquel tema. No tenía ganas de estropear el momento pensando en semejante monstruo.
– Pues sí, todo aquello que hay que reservar está en marcha. La iglesia está preparada, y hemos pagado la reserva para la celebración en el Stora Hotel y… bueno, eso es más o menos lo que tenemos listo.