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Sentía un dulce calor interior. Había sido un buen día. Un día estupendo, se dijo. Y se dio la vuelta para preguntarle a Patrik qué tal le había ido a él.

Lo bueno había superado a lo malo, ¿O no? A veces, por las noches, cuando se retorcía entre pesadillas, no se sentía tan seguro. Sin embargo así, a la luz del día, estaba convencido de que lo bueno había pesado más. Lo malo no eran más que sombras que, agazapadas en escondrijos, no osaban mostrar su fea cara. Y así quería él que fuese.

Ambos la habían amado. Lo indecible. Aunque quizá él la hubiese amado más. Y quizá ella lo hubiese amado más a él. Hubo entre ellos una relación excepcional. Nadie podía interponerse entre los dos. Lo feo, lo sucio, les resbalaba sin tener dónde aferrarse.

Su hermana los observaba sin envidia, consciente de estar viendo algo único, algo con lo que no tenía sentido competir. Y eso la incluía a ella. Él la envolvía en su amor, la dejaba participar de él. No existía razón alguna para sentir envidia. No eran muchos los afortunados que podían beneficiarse de semejante amor.

Y, puesto que los amaba de forma tan ilimitada, les limitó el mundo. Y ellos se dejaron limitar agradecidos. ¿Para qué iban a necesitar a nadie más? ¿Para qué abrirse paso entre todo aquello tan desagradable que existía allí fuera? Todo aquello que ella les decía que existía fuera. El no sabría arreglárselas en ese mundo. Ella misma se lo dijo. El era un pájaro cenizo. Siempre andaba perdiendo cosas, se le caían de las manos, las destrozaba. Si ella los dejase salir al mundo exterior, sucederían cosas terribles. Los pájaros cenizos no sobrevivían allí fuera. Pero era tal el cariño con que se lo decía… «Mi pájaro cenizo -decía-. Mi pájaro cenizo.»

A él le bastaba su amor. Y a su hermana también. O, al menos, le bastaba casi siempre.

Aquella historia era un petardo. Jonna colocaba distraída la compra en la cinta para poder leer el código. En comparación con aquello, Gran Hermano era como el festival de música de Hultsfred. ¡Aquello era un petardo! Aunque, en realidad, no podía quejarse. De hecho, había visto las temporadas anteriores, de modo que sabía que iban a vivir y a trabajar en un agujero como aquel al que habían ido a parar. Pero… ¡Acabar en la caja de un puñetero supermercado ICA…! Con eso no había contado. Su único consuelo era que Barbie había corrido la misma suerte. Barbie estaba sentada en la caja detrás de Jonna, con las tetas de silicona aprisionadas bajo el delantal rojo. Y Jonna se pasó toda la tarde oyendo su necio parloteo y viendo cómo todo el mundo, desde adolescentes de voz quebrada hasta viejos verdes de voz lasciva, todos intentaban hablar con ella. ¿Acaso no comprendían que con las tías como Barbie no había que hablar? ¿Que se trataba simplemente de invitarlas a un montón de copas y que, a partir de ahí, todo iba como una seda? ¡Imbéciles!

– ¡Oh, será estupendo veros en televisión! Y ver nuestro pueblo, claro. Jamás me habría imaginado que Tanumshede sería famoso en todo el país.

La señora que tan ridículamente se expresaba hacía aspavientos junto a la caja y, de vez en cuando, sonreía entusiasmada a la cámara que había fijada al techo. Era tan estúpida que no comprendía que resultaba facilísimo cortar su intervención e impedir que apareciese en ningún capítulo. Las miradas a la cámara eran un no-no absoluto.

– Son trescientas cincuenta con cincuenta -le dijo Jonna cansada sin apartar la vista de la señora.

– Ah, sí, claro, bueno, aquí tienes mi tarjeta -dijo la señora «chupacámaras» al tiempo que pasaba la Visa por el lector-. ¡Anda, y ahora tengo que marcar el código! -exclamó entre risitas.

Jonna exhaló un suspiro. Se preguntaba si podría librarse faltando al trabajo desde ya. A los productores solían encantarles las disputas con los jefes de personal y cosas por el estilo, pero quizá fuese demasiado pronto para empezar con ésas. Tendría que aguantar una semana por lo menos. Al cabo de ese plazo, solía funcionar divinamente lo de andar armando escándalos.

Se preguntaba si sus padres se sentarían ante el televisor el lunes. Lo más probable era que no lo hicieran. Ellos nunca tenían tiempo para actividades tan triviales como ver la tele. Eran médicos, de ahí que su tiempo fuese más precioso que el del resto de los humanos. El tiempo que invirtiesen en ver Robinson o incluso el que le dedicasen a ella, podían utilizarlo para ponerle a alguien un marcapasos o para hacerle un trasplante de riñón. Jonna era una egoísta al no comprenderlo. Su padre llegó incluso a llevarla consigo al hospital para que presenciara la operación de corazón que iba a practicarle a un niño de diez años. Quería que Jonna comprendiese por qué era tan importante su trabajo, según le explicó, por qué no podían pasar con ella tanto tiempo como deseaban. Su madre y él tenían un don, el don de poder ayudar a los demás, y era su deber usarlo tanto como fuese posible.

¡Menudo rollo de mierda! ¿Por qué habían tenido hijos, si no iban a poder dedicarles su tiempo? ¿Por qué no pasaban de tener críos, y así podrían estar las veinticuatro horas del día con las manos metidas en el corazón de cualquiera?

Al día siguiente de la visita al hospital, Jonna empezó a hacerse cortes. Era un gran alivio. A la primera incisión que el cuchillo hacía en la piel, sentía cómo cedía la ansiedad. Era como si escapase de su cuerpo fluyendo roja y cálida por la herida. Le encantaba la visión de la sangre. Le encantaba la sensación de un cuchillo o de una cuchilla o de un clip o de cualquier cosa que tuviese a mano, sentirlo cortando la ansiedad que, de lo contrario, se le quedaría anclada en el pecho.

Descubrió, además, que sólo entonces la veían. La sangre les hacía volver la mirada hacia ella y verla. Pero el efecto era cada vez menos intenso. Según iba acumulando heridas y cicatrices disminuía el efecto sobre la ansiedad. Y en lugar de mirarla llenos de preocupación, sus padres empezaron a contemplarla resignados. Se habían rendido y habían decidido salvar a aquellos a quienes podían salvar. A personas con el corazón estropeado, a gente con cáncer de estómago y con órganos que habían dejado de funcionar y que debían ser sustituidos por otros. Y ella no tenía nada de eso que ofrecerles. Ella sólo tenía estropeada el alma, y eso no podía arreglarse con un bisturí, así que dejaron de intentarlo.

El único amor que ahora podía recibir era el de las cámaras y el de las personas que, cada noche, se sentaban delante del televisor y la miraban a ella. La veían a ella.

Oyó a su espalda que un chico le preguntaba a Barbie si le dejaba tocarle un poco la silicona. Al público le encantaría. Jonna se subió las mangas con la intención de que las cicatrices quedaran a la vista. Era lo único que podía ofrecer.

– Oye, Martin, ¿puedo pasar un momento? Tenemos que hablar de un asunto.

– Claro, entra. Sólo estaba terminando unos informes. ¿De qué se trata? Pareces preocupado.

– Sí, bueno, es que no sé qué pensar de esto. Verás, el informe de la autopsia de Marit Kaspersen llegó esta mañana y, en fin, hay algo que me resulta muy extraño.

– ¿El qué? -preguntó Martin inclinándose con interés manifiesto. Recordaba que Patrik había mencionado algo al respecto ya el día del accidente, pero, a decir verdad, lo había olvidado enseguida y Patrik tampoco había vuelto a mencionar nada desde entonces.

– Pues verás, Pedersen ha anotado todo lo que ha ido encontrando, y además he hablado con él por teléfono, pero la verdad es que no nos aclaramos.

– ¡Cuenta! -La curiosidad de Martin iba en aumento.

– En primer lugar, Marit no murió a causa del accidente. Ya estaba muerta antes de que éste se produjera.

– ¿Qué coño dices? ¿Cómo? ¿De qué? ¿Un infarto o algo así?

– No exactamente. -Patrik se rascaba la cabeza sin dejar de leer el informe-. Murió por intoxicación etílica. Tenía seis coma un miligramos por decilitro en sangre.