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– ¿Poco claro? -Aquella expresión despertó el interés de Mellberg.

– Sí -aseguró Patrik mirando los documentos igual que hacía un momento en el despacho de Martin-. La víctima presenta una serie de lesiones que no pueden atribuirse al accidente en sí. Además, resulta que Marit ya estaba muerta antes de estrellarse con el coche. Intoxicación etílica. Tenía una tasa de alcohol de seis coma uno.

– ;Seis coma uno? Estás de broma, ¿no?

– Por desgracia, no es ninguna broma.

– Y ¿en qué consisten esas lesiones? -preguntó Mellberg inclinándose.

Patrik dudó un instante.

– Tiene heridas en el interior de la boca y alrededor.

– Alrededor de la boca -repitió Mellberg con escepticismo.

– Así es -insistió Patrik a la defensiva-. Sé que no es mucho, pero, teniendo en cuenta que todo el mundo coincide en afirmar que Marit no probaba el alcohol, y lo desproporcionado de la tasa que arroja el análisis, a mí me resulta turbio.

– ¿Turbio? ¿Estás pidiendo que pongamos en marcha una investigación sólo porque a ti te parece turbio? -Mellberg enarcó una ceja y se quedó observando a Patrik. Aquello no acababa de gustarle. Le parecía un argumento demasiado flojo, demasiado poco definido. Por otro lado, Patrik había tenido siempre razón en sus presentimientos, de modo que quizá debería dejarlo hacer. Reflexionó un instante mientras Patrik lo observaba expectante-. Vale -dijo al cabo-. Dedícale unas horas. Si encontráis algún detalle, porque me figuro que meterás en esto a Molin, que indique que hubo algo fuera de lo normal, continuad. Pero si no dais con nada decisivo de inmediato, no quiero que perdáis un minuto más con este asunto. ¿Vale?

– Vale -dijo Patrik, visiblemente aliviado.

– Pues hala, lárgate y a trabajar -lo instó Mellberg despachándolo con un gesto de la mano derecha. La izquierda iba ya camino del último cajón del escritorio.

Sofie cruzó la puerta despacio. -¿Hola? Kerstin, ¿estás en casa?

El silencio reinaba en el piso. Lo había comprobado, Kerstin no estaba en el trabajo, en la tienda Extra Film, sino que había solicitado la baja por enfermedad. No era de extrañar, a Sofie le habían concedido ausentarse unos días del instituto, teniendo en cuenta las circunstancias. Pero ¿dónde se habría metido Kerstin? Sofie recorrió el apartamento. De repente, no pudo reprimir las lágrimas, el llanto la sacudió como una ola gigante. Soltó la mochila y se sentó en la alfombra de la sala de estar. Cerró los ojos, a fin de aislarse de todas las impresiones sensoriales que la invadieron. Había recuerdos de Marit por todas partes. Las cortinas, que ella había cosido; el cuadro que compraron cuando Marit se mudó al piso, los cojines que Sofie nunca mullía después de haber pasado varias horas tumbada encima, algo por lo que Marit siempre protestaba… Todos aquellos elementos triviales, cotidianos, lamentables, de un entorno que ahora resonaba a causa del vacío. Sofie se irritaba con ella, le gritaba y se enojaba porque le exigía cosas y le imponía reglas. Sin embargo, al mismo tiempo, aquello la reconfortaba. Después de tantas peleas y disputas, Sofie anhelaba estabilidad y normas concretas. Y, ante todo, pese a la actitud rebelde, a que su adolescencia la obligaba, siempre la tranquilizó la certeza de que ella estaba ahí. Su madre. Marit. Ahora sólo le quedaba su padre.

Sintió una mano en el hombro y dio un respingo. Se dio la vuelta.

– ¿Kerstin? ¿Estabas en casa?

– Sí, estaba durmiendo -respondió Kerstin mientras se ponía en cuclillas al lado de Sofie-. ¿Cómo estás?

– ¡Oh, Kerstin! -exclamó Sofie sin más mientras hundía la cara en su hombro. Kerstin la abrazó torpemente. No estaban acostumbradas a tener tanto contacto físico. Sofie ya había pasado la edad infantil de los abrazos cuando Marit se mudó a vivir con ella. Sin embargo, pronto dejó de sentirse incómoda. Sofie inspiró ansiosa el aroma del jersey de Kerstin, uno de los favoritos de su madre, que aún conservaba su perfume. El olor reavivó su llanto. Sofie sintió que le moqueaba a Kerstin en el hombro, y se apartó.

– Lo siento, te estoy llenando de mocos.

– No pasa nada -le respondió Kerstin secándole las lágrimas con los pulgares-. Puedes sonarte en este jersey todo lo que quieras. Es… Es de tu madre.

– Lo sé -respondió Sofie riendo-. Y me habría matado si hubiera visto que lo he manchado de rímel.

– La lana de cordero no puede lavarse a más de treinta grados -recitaron las dos al mismo tiempo antes de romper a reír al unísono.

– Ven, vamos a sentarnos en la cocina -propuso Kerstin y le ayudó a levantarse. Entonces Sofie se dio cuenta de que tenía el rostro apagado, mucho más pálido que de costumbre.

– Y tú, ¿cómo estás tú? -preguntó Sofie preocupada. Kerstin siempre había sido una persona tan… serena. La llenó de temor verla temblar mientras ponía agua en la cacerola.

– Bueno, más o menos -respondió Kerstin sin poder contener el llanto que inundaba sus ojos. Había llorado tanto los últimos días que le sorprendía que aún le quedasen lágrimas que verter. Se decidió y tomó impulso, antes de decir-: Verás, Sofie, tu madre y yo… Hay algo que…

Se interrumpió sin saber cómo continuar. Sin saber si debía continuar. De repente vio con sorpresa que Sofie rompía a reír.

– Por favor, Kerstin, espero que no vayas a contarme lo de mi madre y tú como si fuera una novedad.

– ¿Cómo que lo de tu madre y yo? -preguntó Kerstin con cautela.

– Pues que estabais juntas y eso. Por favor, ¿a quién crees que engañabais? -Sofie volvió a reír-. Menuda pantomima representabais a todas horas. Mi madre cambiando sus cosas de habitación según yo estuviese o no aquí y dándoos la mano a escondidas, cuando creíais que no os veía. ¡Qué absurdo, por Dios! Vamos, si ahora todo el mundo es homo o bi. Es supermoderno.

Kerstin la miraba perpleja. -Pero, si lo sabías, ¿por qué no dijiste nada? -Porque era divertido veros haciendo teatro. De lo más entretenido, vaya.

– ¡Mocosa listilla! -exclamó Kerstin riendo de corazón. Después del dolor y el llanto de los últimos días, la risa estalló en la cocina como un eco liberador-. Que sepas que Marit te habría retorcido el cuello si hubiera sabido que lo sabías y que hacías como si nada.

– Sí, seguro que sí -dijo Sofie riendo también-. Tendríais que haberos visto escabulléndoos hacia la cocina para besaros. Y pensar que trasladabais las cosas en cuanto yo me iba a casa de mi padre. ¿No entiendes que era una farsa?

– Sí, claro que lo entiendo, lo entiendo perfectamente, pero eso era lo que quería Marit.

Kerstin se puso seria de repente. El agua empezó a burbujear y lo aprovechó como excusa para levantarse y volverse de espaldas a Sofie. Sacó dos tazas, puso dos bolsitas de té y vertió el agua hirviendo.

– Hay que esperar a que el agua se enfríe un poco -dijo Sofie, y Kerstin se vio obligada a reír de nuevo.

– Estaba pensando en lo mismo. Tu madre nos enseñó bien a las dos.

Sofie sonrió.

– Sí, creo que sí. Aunque seguro que habría deseado enseñarme mejor aún. -Su sonrisa dejaba traslucir la tristeza y se extinguió del todo al pensar en todas las promesas y en todas las expectativas que ya no tendría oportunidad de cumplir.

– Oye, ¿sabes? Marit estaba tan orgullosa de ti… -observó Kerstin acercándole una taza-. Tendrías que haber oído cómo alardeaba. Incluso después de haber tenido alguna discusión fuerte contigo, decía: «¡Vaya desparpajo que tiene esa mocosa!».

– ¿Seguro? ¿Podrías jurarlo? ¿Estaba orgullosa de mí? Con el incordio que he sido…

– ¡Qué va! Marit era consciente de que estabas haciendo tu trabajo. Y tu trabajo consistía en desligarte de ella. Y… -se interrumpió algo insegura-. Y sobre todo teniendo en cuenta todo lo que había pasado entre ella y tu padre, atribuía aún más importancia al hecho de que supieras mantener tus opiniones. -Kerstin bebió un sorbo de té y casi se quemó la lengua. Tendría que dejar que se enfriase un poco-. Eso la llenaba de preocupación, ¿sabes? Que la separación y todo lo que pasó después te hubiese… marcado de algún modo. Y sobre todo temía que no comprendieses por qué tuvo que separarse. Lo hizo por ella misma, pero también por ti, y en la misma medida.