– Sí, bueno, al principio no lo entendía, pero ahora que soy mayor, ya lo comprendo.
– Ya, ahora que tienes nada menos que quince años, ¿no? -le preguntó Kerstin irónica-. Es a los quince cuando te dan el manual que contiene todas las respuestas sobre la vida, el infinito y la eternidad, ¿no? ¿Podrías prestármelo alguna vez?
– ¡Anda ya! -respondió Sofie con una sonrisa-. No me refería a eso. Quiero decir que había empezado a ver a mis padres como personas, más que como «mamá y papá», vamos. Y tampoco veo ya a mi padre como un héroe -añadió Sofie apenada.
Por un instante, Kerstin sopesó la posibilidad de contarle a Sofie todo lo demás, todo aquello de lo que habían intentado protegerla. Pero la tentación pasó como había llegado.
De modo que siguieron tomando té y hablando de Marit. Riendo y llorando pero, sobre todo, recordando a aquella mujer a la que ambas habían amado, cada una a su manera.
– ¡Hooola, chicas! ¿Qué os pongo? ¿Qué venís buscando? ¿La baguette de Uffe?
Las risitas entusiastas de las chicas que habían entrado en grupo en la panadería indicaron que el chistecito había surtido el efecto deseado, lo cual animó a Uffe a abundar en el tema; de modo que cogió una barra de la cesta e intentó sugerir lo que podía ofrecerles meneándola en el aire a la altura de las caderas. Las risas dieron paso a un coro de grititos, mezcla de pavor y alegría, con lo que Uffe empezó a dar vueltas haciendo malabares a su alrededor.
Mehmet lanzó un suspiro. Joder, con el pesado de Uffe. Desde luego que tuvo mala suerte cuando le tocó trabajar con él en la panadería. Por lo demás, no era mal sitio para estar. A él le encantaba cocinar y estaba entusiasmado con la idea de aprender más sobre repostería, pero era incapaz de imaginar siquiera cómo iba a aguantar el imbécil de Uffe durante cinco semanas enteras.
– Oye, Mehmet, ¿no vas a enseñarles tu baguette? Yo creo que a las chicas les encantaría ver una buena baguette de negro.
– Joder. Déjame en paz -respondió Mehmet, que siguió colocando los rollitos de mazapán al lado de una bandeja de galletas.
– ¿Qué pasa? Si tú eres un ligón, hombre. Y seguro que aquí ni siquiera habían visto a un negro antes. ¿O sí, chicas? ¿Habíais visto alguna vez a un negro? -Uffe señalaba a Mehmet con gesto histriónico, como si lo estuviese presentando desde un escenario.
Mehmet empezaba a enojarse. Más que verlas, sintió que las cámaras que había en el techo giraban para enfocarlo. Aguardando, anhelando y ansiando su reacción. Cualquier matiz, por mínimo que fuera, llegaría en directo a la sala de estar de la gente, y cero reacciones y cero sentimientos era tanto como decir cero espectadores. El lo sabía, conocía el juego, después de haber llegado a la final en La granja. Y, aun así, era como si lo hubiese olvidado, como si hubiese querido olvidarlo. Entonces, ¿por qué aceptó ir a Tanum? Aunque, al mismo tiempo, era consciente de que para él constituía una vía de escape. Durante cinco semanas podría vivir en una especie de taller protegido. Una burbuja en el tiempo. Sin responsabilidad, sin más exigencias que estar ahí, reaccionar. Nada de currar como un loco en cualquier trabajo de mierda para ganar lo suficiente para pagar el alquiler del apartamento cochambroso en el que vivía. Nada de esa cotidianidad que le robaba uno tras otro los días de su vida sin que ocurriese nada de particular. Y nada de decepciones cuando no cumplía las expectativas. De eso era de lo que huía principalmente. De la decepción que reflejaban los ojos de sus padres. Esperaban tanto de él. Estudiar, estudiar, estudiar, le habían repetido hasta la náusea desde que era pequeño. «Mehmet, tienes que estudiar y sacarte un título. Tienes que aprovechar la oportunidad que te brinda este magnífico país. En Suecia puede estudiar todo el mundo. Tienes que estudiar.» Su padre se lo había repetido hasta la saciedad, desde que Mehmet era pequeño. Y lo había intentado. Con todas sus fuerzas. Pero resultaba que no se le daban bien los estudios. Las letras y los números se resistían a permanecer en su cabeza. Aun así, él tenía que ser médico. O ingeniero. O, en el peor de los casos, licenciado en económicas. Eso era lo que sus padres esperaban sin abrigar la menor duda, porque en Suecia se le brindaba la oportunidad. En cierto modo, sus padres se salieron con la suya. Sus cuatro hermanas mayores abarcaban esas tres carreras: dos eran médicos, una era abogado y la tercera había estudiado Economía. El era el menor y, de algún modo, había logrado convertirse en la oveja negra de la familia. Ni La granja ni Fucking tanum habían incrementado
el valor de sus acciones en la familia lo más mínimo. Y no es que él lo esperase: sus padres nunca mencionaron que emborracharse ante las cámaras fuese una alternativa aceptable a la carrera de Medicina.
– ¡Que la enseñe! ¡Que la enseñe! -continuó Uffe, intentando que se le uniese el público adolescente. Mehmet sintió que estallaba de rabia. Dejó lo que estaba haciendo y se encaminó hacia Uffe.
– ¡Déjalo ya, Uffe! -le dijo Simon, que apareció de la trastienda de la panadería con una gran bandeja de bollos recién horneados. Uffe lo miró desafiante y, por un instante, sopesó si obedecer o no. Simon le entregó la bandeja-. Toma, anda, mejor dales a las chicas un bollo recién hecho.
Uffe vaciló un minuto aún, pero terminó por coger la bandeja. La arruga que dibujaron sus labios indicaba que las manos de Uffe no estaban tan habituadas como las de Simon a manejar bandejas calientes, pero no le quedó más remedio que aguantarse y ofrecerles los bollos a las chicas.
– Bueno, ya lo habéis oído. Venga, que os invito a unos bollos. ¿No me vais a dar las gracias con un beso?
Simon hizo un gesto de resignación en dirección a Mehmet, que le sonrió con gratitud. Simon le gustaba. Era el propietario del horno y la panadería, y congeniaron desde el primer día. Simon tenía algo diferente, algo que hacía que se entendieran sólo con mirarse. Una pasada, la verdad.
Mehmet se quedó un buen rato mirando a Simon mientras éste regresaba a su masa y a sus dulces.
Las ramas en flor que veía por la ventana despertaron en Gösta un doloroso anhelo. Cada capullo llevaba consigo la promesa de los dieciocho hoyos y su Big Bertha. Pronto, nada podría separar a un hombre de sus palos de golf.
– ¿Has logrado pasar del quinto hoyo? -preguntó la voz de una mujer desde la puerta. Lleno de remordimientos, Gösta se apresuró a apagar el juego del ordenador. Vaya mierda. Solía oír cuándo alguien se acercaba por el pasillo. Siempre estaba en alerta máxima cuando se ponía a jugar, lo que, por desgracia, a veces afectaba sensiblemente a su capacidad de concentración.
– Bueno… es que estaba tomándome un descanso -balbució Gösta algo turbado. Sabía que el resto de sus colegas no tenían una fe excesiva en su capacidad de trabajo, pero Hanna le gustaba y esperaba contar con su confianza, al menos durante un breve período.
– ¡Bah, no pasa nada! -exclamó Hanna al tiempo que se sentaba a su lado. A mí me encanta jugar al golf en el ordenador. Y a Lars, mi marido, también. A veces nos disputamos la pantalla. Pero el quinto hoyo es complicado. ¿Tú lo has conseguido alguna vez? Si no, puedo enseñarte el truco. Me llevó muchas horas dar con la solución.
Sin esperar respuesta, Hanna acercó la silla. Gösta apenas creía lo que oía, pero abrió el juego otra vez y le dijo solemnemente:
– Llevo desde la semana pasada luchando con el número cinco, pero, haga lo que haga, la bola se desvía o hacia la derecha o hacia la izquierda. ¡No entiendo qué es lo que hago mal!