– Vale -convino Martin, que dejó de insistir, aunque ahora sentía una gran curiosidad. Sin embargo, conocía a Patrik lo suficiente como para saber que de nada serviría presionarlo.
De pronto, Patrik alzó la vista y sonrió malicioso:
– Pero… bueno, te lo cuento si tú también me cuentas…
– ¿Que te cuente yo? ¿El qué? -preguntó Martin desconcertado en un primer momento. Sin embargo, al ver la expresión jocosa de Patrik, comprendió enseguida a qué se refería su colega. Martin se echó a reír y le dijo:
– Vale, es un trato. Cuando tú me cuentes lo tuyo, yo te contaré lo mío.
Llevaban una hora de búsqueda infructuosa cuando Patrik exclamó:
– ¡Aquí está! -Sacó ansioso los documentos de la funda de plástico.
Martin reconoció la caligrafía de Patrik e intentó leer el texto desde donde estaba, pero era imposible, de modo que tuvo que esperar mientras Patrik hojeaba los papeles. Tres páginas después, su índice se detuvo en el centro del folio. Patrik frunció el entrecejo y Martin intentó animarlo con el pensamiento a que leyera más rápido. Después de lo que a él se le antojó una eternidad, Patrik lo miró triunfante.
– Vale, primero tu secreto -le dijo.
– Vamos, venga ya. Me muero de curiosidad. -Martin se echó a reír e intentó arrebatarle a Patrik los documentos, pero su colega parecía estar preparado para la maniobra, porque los retiró con celeridad y los sostuvo en el aire.
– Olvídalo. Tú primero.
Martin dejó escapar un suspiro.
– Eres un chinche, ¿lo sabías? Bueno, pues sí, es lo que crees. Pia y yo vamos a tener un niño. A finales de noviembre. -Martin lo señaló con el dedo-. ¡Pero no le digas nada a nadie aún! Sólo está de ocho semanas, y queremos guardar el secreto hasta que llegue a los tres meses.
Patrik levantó ambas manos y agitó los documentos que tenía en la derecha.
– Te prometo que seré una tumba. Pero, ¡joder! ¡Enhorabuena!
En el rostro de Martin se dibujó una sonrisa de oreja a oreja. Había estado a punto de contárselo a Patrik varias veces, porque se moría de ganas de difundir la buena noticia, pero Pia quería que esperasen hasta que hubieran pasado los meses más críticos, y así lo harían. En cualquier caso se alegraba de habérselo contado a alguien.
– Bueno, pues ya lo sabes. Y ahora, cuéntame por qué nos hemos pasado los últimos sesenta minutos aquí sentados cogiendo polvo.
Patrik adoptó enseguida una expresión grave. Le pasó a Martin los documentos y le señaló el párrafo por el que debía empezar a leer. Tras unos minutos, Martin lo miró perplejo.
– Como ves, no cabe la menor duda de que Marit fue asesinada -observó Patrik.
– No, desde luego que no.
Ya tenían una respuesta. Pero esa respuesta suscitaba montones de preguntas. Tenían muchísimo trabajo por delante.
Hacía tanto ruido con las bandejas que se oía hasta en la tienda. Mehmet asomó la cabeza por la trastienda del horno.
– ¿Qué coño estás haciendo? ¿Quieres echar abajo el local?
– ¡Pasa de mí, anda! -respondió Uffe desafiante, y volvió a aporrear con las bandejas.
– Sony… -Mehmet puso las manos en alto-. ¿Te has despertado con el pie izquierdo o qué?
Uffe no respondió. Se concentró en apilar las bandejas y, una vez hubo terminado, se sentó con gesto cansado. Empezaba a estar muy harto de aquello. Fucking Tanum no había satisfecho sus expectativas, al menos no hasta el momento. Que él tuviera que trabajar -en serio- era algo que no se le había pasado por la cabeza. Era, sin duda, un borrón en su hoja de servicios. Nunca había realizado un trabajo honrado en su vida. Algunos robos, algún que otro atraco y otras cosas por el estilo: eso era lo que le había garantizado hasta la fecha una vida de no trabajador. No es que fuese una vida de lujo, no; sólo se había atrevido a pequeños robos, aunque lo suficiente para no tener que currar. Y luego le surgió esto. Hasta la vida en la isla le resultó más fácil. Allí podía pasarse los días tomando el sol y cotilleando con los demás participantes. Con alguna que otra competición y entrega de premios Robinson de vez en cuando, pero, por lo demás, una vida ociosa. Y sí, joder, claro que pasaba hambre, pero a él eso no le preocupaba tanto.
Tampoco los demás participantes de Fucking Tanum eran como esperaba. Una panda de gilipollas. Mehmet, tan decente él, que trabajaba en el horno como una muía, de forma totalmente voluntaria. Calle, que participaba sólo para poder seguir siendo el rey de la plaza de Stureplan. Tina, una arrogante, que se creía tan superior que le entraban ganas de zumbarle. Y Jonna, una perdedora de mierda. Y aquello de los cortes, es que no conseguía explicárselo. Y, cómo no, Barbie. La expresión de Uffe se ensombreció enseguida. A esa zorra tenía que decirle un par de cosas. Si se había creído que podía opinar lo que le viniera en gana sin mayores consecuencias, estaba muy equivocada. Después de lo que le había dicho aquella mañana, lo tenía clarísimo, mantendría una charla con aquella imbécil de silicona.
– Uffe, ¿piensas hacer algo hoy o qué? -Simón lo miraba apremiante, y Uffe se levantó de la silla resoplando. Le dedicó una sonrisa a la cámara del techo y se dirigió a la tienda. Tendría que sacrificarse y currar un poco, qué remedio. Pero por la tarde… Barbie y él mantendrían una conversación muy seria por la tarde.
Cuando se marchaba a casa, Mellberg se detuvo un instante en el despacho de Hedström, que estaba con Martin. Parecían muy ocupados. La mesa estaba atestada de papeles y Martin escribía algo en el bloc. Patrik hablaba por teléfono y se había encajado el auricular entre el hombro y la oreja para, al mismo tiempo, poder rebuscar entre los papeles que tenía delante. Mellberg consideró por un instante la posibilidad de entrar y preguntarles qué era tan trascendental, pero, tras meditarlo convenientemente, decidió abstenerse. Tenía cosas más importantes que hacer. Por ejemplo, irse a casa y prepararse para la cita con Rose-Marie. Habían quedado a las siete en el restaurante Gestgifveriet, lo que significaba que disponía de dos horas para conseguir un aspecto tan presentable como fuera posible.
Jadeaba penosamente tras el corto paseo hasta su casa. Su condición física no era la que debiera, tenía que admitirlo. Cuando entró en el piso, de repente lo vio todo con los ojos de un extraño. Aquello no era suficiente, incluso él se daba cuenta. Si quería montarse un pequeño asedio nocturno en casa, debía hacer algo. Su cuerpo y su mente protestaron ante la idea de ponerse a limpiar un poco, pero, por otro lado, rara vez había tenido un acicate tan bueno. Sencillamente, causarle una buena impresión a la mujer con la que iba a verse aquella noche revestía para él una importancia insólita.
Una hora más tarde se dejó caer resoplando en el sofá, cuyos cojines había mullido por primera vez desde que llegó a aquella casa. De pronto, tuvo clarísimo por qué limpiaba tan de tarde en tarde. Muy simple: era demasiado esfuerzo. Sin embargo, cuando contempló el resultado, pudo constatar que la limpieza obraba verdaderos milagros con su hogar. Ya no ofrecía una apariencia tan miserable. Tenía varios muebles muy bonitos, que había heredado de sus padres y que, una vez liberados de la habitual capa de polvo, no podía decirse que tuviesen mal aspecto. El olor a rancio que se le adhería a la nariz nada más entrar, procedente de platos sin fregar y de otras fuentes igual de antihigiénicas, también había logrado espantarlo ventilando, y la encimera de la cocina, atiborrada por lo general de cacharros sucios, relucía ahora bajo el sol primaveral. Ahora sí que podía llevar allí a una mujer con la conciencia tranquila.
Mellberg miró el reloj y se levantó bruscamente. Tan sólo faltaba una hora para la cita con Rose-Marie y estaba sudoroso y lleno de polvo. Se vería obligado a recurrir al procedimiento de renovación abreviada. Sacó la ropa que había pensado ponerse. El repertorio no era tan amplio como hubiese querido. La mayoría de sus camisas y de sus pantalones, sometidos a una inspección más exhaustiva, presentaban una variada gama de manchas y llevaban mucho tiempo sin haber visto ni por asomo una plancha. Finalmente, el método de exclusión lo llevó a elegir una camisa blanca de rayas azules, un pantalón negro y una corbata roja con estampados del Pato Donald. Esta última le parecía de una elegancia notable, y él mismo debía admitir que el color rojo le favorecía mucho a la cara. En cambio, los pantalones pertenecían a la categoría de la ropa sin planchar, y, durante unos segundos, reflexionó sobre cómo resolver el problema. Buscó por todo el piso, pero la plancha brillaba por su ausencia. Estaba mirando distraídamente el sofá, cuando una brillante idea aterrizó en su cerebro. Entusiasmado, quitó los cojines del asiento y extendió los pantalones, alisándolos al máximo. Cierto que aquello no estaba muy limpio, pero esa cuestión ya la resolvería más tarde. En realidad, bastaría con cepillar un poco debajo de los cojines. Volvió a colocarlos y se sentó encima cinco minutos. Si volvía a aplastarlos otros cinco minutos después de ducharse, los pantalones quedarían seguramente como recién planchados. Suerte que no se había convertido en un solterón inútil, constató ufano para sus adentros. Aún tenía el ingenio suficiente para encontrar remedio para todo.